La tolerancia a los pactos de silencio y a la impunidad aparecen como condición necesaria para la gobernabilidad. Esto fue así por varias décadas, pero asumir dicha situación como un continuo histórico hasta hoy es en extremo desmesurado: ¿Puede existir gobernabilidad para las próximas décadas con un política que se basa en el silenciamiento, cuando es evidente que la sociedad ya no aguanta esa disposición? Parece evidente que no.
por Enrique Riobó Pezoa
Imagen / Movimiento contra la Tortura “Sebastián Acevedo”, Santiago, Chile, década de 1980. Fotografía de Paulo Slachevsky.
En los últimos días se ha desarrollado una fuerte polémica por la eliminación del secreto Valech, propuesta por la comisión provisoria de Derechos Humanos, Verdad Histórica, Bases para la Justicia, Reparación y Garantías de no Repetición de la Convención Constitucional. Más allá de una nueva explicitación de las falacias que soportan los argumentos de quienes buscan mantener el secreto, es importante analizar algunas de sus implicancias, que se vinculan con cuestiones más amplias del momento político actual, permitiéndonos tomar el peso a lo que puede resultar de la coyuntura actual.
El primer elemento dice relación con el lugar que las víctimas y la sociedad civil ha tenido en la política de derechos humanos desarrollada por el Estado posdictatorial, el que ha sido muy reducido. De hecho, un diagnóstico actual es que lo avanzado en justicia transicional se ha logrado a pesar del Estado y no gracias al mismo. Este es un caso donde esta situación deriva en una paradoja infausta, en la medida que organizaciones de sobrevivientes han luchado por décadas en contra de un silencio que, a nivel de discurso oficial, habría sido hecho para defenderlas.
En un sentido similar, es posible constatar que la polémica que esta situación ha generado, y su manifestación en medios de comunicación, en general adolece de una de las partes en conflicto. En efecto, se ha visibilizado constantemente a quienes, liderados por Ricardo Lagos y Felipe Harboe, han levantado la voz para defender el secreto. Pero poco se ha visto de quienes luchan por eliminarlo. En ese marco, la discusión transita hacia un monólogo y la suplantación es condición de posibilidad para ello.
La nula participación vinculante de la sociedad en las políticas públicas, la invisibilización de los conflictos profundos y la suplantación de quienes luchan para hablar por ellos, y mediante tal acto legitimar prácticas contrarias a sus intereses, son tres características de la política posdictatorial que deben ser superadas por las fuerzas transformadoras.
Un segundo elemento es la tensión entre la verdad como principio central para temas de derechos humanos, en contraposición a la promoción integral de los principios de la justicia transicional: verdad, justicia, memoria, reparación y garantías de no repetición. En efecto, en la medida que se genera un informe público, el secreto Valech permite que la sociedad conozca detalles de las atrocidades cometidas por el Estado, y por tanto avanza en temas de verdad histórica. Pero al mismo tiempo, el secreto obstaculiza la justicia, en la medida que entrega un blindaje a los perpetradores y a los cómplices.
Esto ocurre porque, por ejemplo, solo para que el Poder Judicial pueda acceder a los expedientes individuales han debido desarrollarse luchas de años. Además de eso, existen bases de datos que cruzan toda la información disponible sobre estos asuntos, y que también son secretas. Estas últimas ayudarían a agilizar los procesos judiciales, cuestión esencial porque la impunidad biológica es un horizonte cada vez más cercano.
La falta de justicia imposibilita una reparación integral para las víctimas, cuestión que puede ser concebida como revictimización, e incluso como una nueva violación a los derechos humanos cuando el Estado actúa para evitar estos avances, como es el caso actual. Junto con ello, un Estado que protege a victimarios mediante secreto contraviene las Garantías de no Repetición: envía la señal de que las vulneraciones a los derechos humanos no serán perseguidas con toda la fuerza necesaria, y por lo mismo, entrega un espaldarazo a las fuerzas armadas y de orden.
Los efectos de estas definiciones son explícitos hoy, cuando prácticamente la totalidad de los casos de violaciones a derechos humanos de la revuelta se encuentran impunes. Como contraparte, estas decisiones envían una señal de amenaza perpetua a las fuerzas de cambio: la violencia estatal ejercida en su contra es avalada y protegida.
Un tercer aspecto son las consecuencias que lo anterior tiene sobre la democracia chilena. Una de las críticas principales a la posdictadura ha sido que su “en la medida de lo posible” parte de la aceptación subordinada de un orden impuesto por la fuerza, y que solamente dentro de ese marco es posible realizar cambios. Sobre esa base, la tolerancia a los pactos de silencio y a la impunidad aparecen como condición necesaria para la gobernabilidad. Esto fue así por varias décadas, pero asumir dicha situación como un continuo histórico hasta hoy es en extremo desmesurado: ¿Puede existir gobernabilidad para las próximas décadas con una política que se basa en el silenciamiento, cuando es evidente que la sociedad ya no aguanta esa disposición? Parece evidente que no.
Por otro lado, la capacidad que tengamos de construir una democracia basada en la cultura de respeto a los derechos humanos tiene como condición de posibilidad la disputa por la forma en que opera y ha operado la noción de derechos humanos en la política chilena de las últimas décadas. Para avanzar en ese camino, la impunidad del terrorismo dictatorial es un obstáculo gigantesco. Es que los derechos humanos en Chile han estado anclados a las luchas derivadas del actuar del Estado en ese periodo. Y a nivel discursivo, ello ha servido a los sectores de la ex-concertación para rasgar vestiduras y consolidar la política binominal, donde la oposición entre dictadura-democracia resulta esencial. Pero a nivel de acciones, como ya se dijo, se actuó en un sentido que perpetuó la impunidad. Esta contradicción entre dicho y hecho, que es regla general en la política posdictatorial, afecta la posibilidad de abrir la noción de los derechos humanos hacia otras formas de violencia estatal, que van harto más allá de la violencia dictatorial.
Es que la única posibilidad de superar democráticamente el anclaje entre derechos humanos y terrorismo dictatorial es través de la justicia, la verdad y la memoria plenas, que permitan proyectar el patrimonio democratizador de estas luchas hacia otras luchas. Pero también existen otras dos formas que buscan dejar atrás estos vínculos. La primera es directamente negar, olvidar o silenciar estos asuntos, esperando que el paso del tiempo los entierre y termine consolidando los cambios producidos a través de esa violencia. Por suerte esta posición antidemocrática es hoy muy burda, y ha sido crecientemente debilitada.
Otra vía, menos rancia pero igualmente problemática, supone una lógica de competencia entre víctimas para demostrar que unas u otras formas de violencia serían más graves o necesarias de visibilizar que otras. Esto preserva las fracturas actuales de nuestra comunidad política, y pueden incluso profundizarlas si es que se construyen oposiciones que, por visibilizar otras formas de violencia, buscan activamente desacreditar las luchas asociadas al terrorismo dictatorial. O viceversa, si para relativizar otras formas de violencia estatal se invoca al terrorismo dictatorial como la norma que divide lo que puede o no ser reconocido como violación a los derechos humanos en Chile.
Desde esa perspectiva, todas las luchas que hacen avanzar los principios de la justicia transicional son esenciales para superar de una forma democratizadora la noción actual de los derechos humanos que opera políticamente en Chile. Es por esto que apoyar la eliminación del secreto Valech es importante. La información allí contenida permitirá agilizar procesos de justicia, será un espaldarazo a las organizaciones de víctimas, abrirá espacios para reconocer las continuidades fácticas de la dictadura en posdictadura (por ejemplo, identificando personas que las encarnan) y, en última instancia, expresará una definición política que asume que la única gobernabilidad democrática posible es aquella que se construye sobre bases de pleno respeto a los derechos humanos.
Además, permitirá mostrar que la capacidad de la Convención Constitucional de hacer avanzar nuestra democracia es directamente proporcional a la presión social y política que obligue a procesar con criterios democráticos los conflictos que se vayan suscitando.
Enrique Riobó Pezoa
Historiador y presidente de la Asociación de Investigadores en Artes y Humanidades. Miembro de Derechos en Común.