Más allá incluso de la palabra pueblo, está la idea de que la política es bipolar, y que la parte dominada de la historia tiene algo más en común que el mismo señor. Pero cualquier persona nacida en una ciudad moderna ha sabido, y también lo sabe hoy, que eso es falso. Apenas se acaba la reyerta con los carcamales de la vieja riqueza, reaparecen las fronteras. “Y tú, adivina… vay a seguir limpiando baños”, le dijo con razón a Pedro Machuca su padre. “Para ese tiempo, ni siquiera se va a acordar de tu nombre”, agregó.
por Jacques Pantin
Imagen / Middle Class, 15 de octubre 2011, Hollywata en Flickr. Fuente.
Solo lo distinto tiene nombre
Cuando les dicen ricos se ríen. Cuando les dicen comunistas o rotos, se afianzan orgullosos. Saben que esos tiros no les llegan. Son balas para el tipo de bestias que sus enemigos políticos creen que son, pero no para lo que realmente son. Eso se esconde. En cambio, cuando la existencia de la clase media se devela como una realidad dentro de la izquierda, la represión desde la mesocracia es inmediata. La dirección política mesocrática actúa con premura contra quien los indique como una parcialidad de clase. Le pasó a los Ehrenreichs, también a los críticos de Podemos, también a los que han apuntado al enriquecimiento de la burocracia estatal en los progresismos latinoamericanos. Porque es posible develar la diferencia entre el pueblo y la elite, la oligarquía, los capitalistas. Pero si se devela la diferencia entre las clases medias y las clases trabajadoras, ahí todos tiritan. Se responde de dos formas: o negando la diferencia o bien, insistiendo en que ese pedacito de clase media en cuestión, en realidad, es parte de las clases populares. Casi dicen “falsa conciencia”, pero la moda académica lo impide. El problema es complejo, más todavía si se toma en cuenta que la técnica capaz de develar la diferencia escondida yace y se desarrolla en los mismos círculos de aquellos que deben ser descubiertos, las clases medias. El resultado sería, además, intragable: una instantánea en que académicos comprometidos con la lucha popular se ven reconociendo que en realidad tienen otros intereses, otros objetivos. El entuerto escala en dificultad de solución cuando se trata de candidatos de clases medias (ultras o moderados por igual) que necesitan que los otros, “los diferentes”, voten por ellos creyendo que son lo mismo.
Chilenos todos
Hay un mito en eso del pueblo. No es menor que cada quien que ha anunciado su existencia sea un intelectual, un sacerdote, un médico o un político a sueldo estatal. Desde el Abate Sieyes y su descripción totalizante del tercer estado y el mito nacionalista que manda a imaginar que Chile existía antes de la independencia, pasando por las izquierdas y populismos del siglo XX con nombres como “Unidad Popular” con un médico como candidato a presidente, hasta los populismos y progresismos actuales, cuyos principales teóricos y representantes políticos son todos académicos universitarios. Todos son el pueblo, todos sin excepción. “Civiles y militares, chilenos todos”, dijo Aylwin en 1990, para producir el sueño DC de la unidad nacional en torno al Estado. El pueblo de las clases medias, que en nuestros países latinoamericanos no es más que la clase de los que viven directa o indirectamente del Estado, es el pueblo total, sin fisuras, en donde un profesional bien pagado es tan subalterno ante las oligarquías como una cajera del retail. Más allá incluso de la palabra pueblo, está la idea de que la política es bipolar, y que la parte dominada de la historia tiene algo más en común que el mismo señor. Pero cualquier persona nacida en una ciudad moderna ha sabido, y también lo sabe hoy, que eso es falso. Apenas se acaba la reyerta con los carcamales de la vieja riqueza, reaparecen las fronteras. “Y tú, adivina… vay a seguir limpiando baños”, le dijo con razón a Pedro Machuca su padre. “Para ese tiempo, ni siquiera se va a acordar de tu nombre”, agregó.
Vivir y morir con la lengua cortada
Entonces, hay una otra parte en eso de la cortina de humo. La de quienes siendo invisivilizados, de todas formas no pueden disipar el humo. Y es que cuando las clases trabajadoras se denominan pueblo, lo hacen en un tono y forma, usan palabras y gestos, acciones frontales, indican enemigos y apuntan traidores, todo para no dejar lugar a dudas que no son lo mismo que las clases medias. Pero las posibilidades de la autoenunciación de clases fragmentadas, negadas de dirección política propia y mediante aquello, también del derecho a la voz propia, son bajas. En ese estadio de politización, difícilmente pueden desmentir el mito mesocrático del pueblo. Pero cuando ocurre, cuando las clases trabajadoras se enuncian a sí mismas como actor político autónomo, la política deja de tomar la forma arquetípica de dominados versus dominadores, del bien y el mal, del gran pueblo contra la malvada minoría de aristócratas; y simplemente se plantea en la dramática textura del clasismo. Y aquello, para las clases medias en tanto clase que vive de la unidad nacional en torno al Estado poderoso, eso es intolerable. Por eso parte importante del trabajo de la intelectualidad de clases medias es laboriosa y enérgicamente negar las teorías basadas en la lucha de clases y que, además, son clasistas; para así poner en su lugar como motor de la historia a las fuerzas insondables que generan la estratificación social, y desde ahí gargarear las denuncias de la desigualdad apuntando al “1%”, mientras se ofrecen de vanguardia de los buenos, del pueblo.
La reunión de apoderados
No importaría tanto si aquello no fuera una situación de servidumbre política. Casi da para alegar ganadería política de masas. No se puede salir de esa esclavitud subjetiva porque los que tienen la llave de las amarras, necesitan que aquello continúe. Carcelero y liberador son de la misma clase. Así, las clases trabajadoras sigan siendo sus perros de pelea, y se aseguran los mismos nunca funden un partido de perros. No importaría la noche llamada pueblo en que todas las clases son negras, si simplemente las clases trabajadoras tuviesen partidos propios que estableciesen alianzas con los partidos de clases medias y contra las oligarquías. Si se entendiesen como adultos y no como un padre y un niño. No importaría si, en el fondo, los intereses del Estado no subsumieran los intereses de las clases trabajadoras, anulándolos, escondiéndolos bajo la chapucería del desarrollo y la nación. El Estado nacional con sus enormes brazos de promoción social y de instituciones civiles, construido históricamente entre el desinterés de las clases ricas y el “es lo que hay” de las clases trabajadoras, es SU Estado, el de las clases medias. El apellido de “nacional popular” siempre ha sido, en el mejor de los casos, un objetivo a construir; y en el más cínico, un artefacto de movilización electoral.
La lucha de clases
Eso es lo que se mantiene escondido en la política de izquierdas actual: la clase media y su centralidad política. Una clase de administradores (desde la academia, desde el Estado, desde la fe o desde la cultura) del antagonismo de eso que se solía llamar proletariado. A veces para mantenerlo bajo control, a veces para descontrolarlo y reactualizar la amenaza que pende sobre las oligarquías, por si es que dejan de financiar al (su) Estado. Y de eso se trata. Son “medias” no solo porque desde la estratificación son la clase de “ingresos medios”, pues eso no siempre es cierto. Más bien son “medias” porque median entre mayorías desposeídas y minorías poseedoras. Lo hacen promoviendo un discurso que dibuja un escenario polarizado para tapar la multipolar lucha de clases. Paradojalmente, a través de dicha construcción ideológica impiden cualquier polarización real entre las clases. Son, así también, la clase de los policías y los bomberos. Deciden como adultos sobre la infantilidad de los pobres, y pueden negociar a su nombre ante las clases que no quieren administrar nada, tampoco rotos. El tutelaje, la mediación unidireccional de arriba hacia abajo, sobre las mayorías trabajadoras es la tarea histórica de las clases medias, es su sentido de existencia como clase. Es así desde que existe Estado, pero sobre todo en la modernidad particular de la América postcolonial y católica. No es casualidad que al sacerdote también se le haya dicho padre. Y hace mucho que ya es tiempo de hacer política como una clase de adultos.
Jacques Pantin
Estudiante de psicología en la Universidad de París.