Fue en octubre de 2019 que nuevamente asomaron una veintena de casos de violencia política sexual contra mujeres y disidencias, y esos son solamente los casos que se denunciaron; la detención de hombres, en tanto, involucró agresión física y solamente en casos de ser disidencia sexual implicó degradaciones íntimas. Con este antecedente, podemos comenzar a hablar de una agresión específica que se realiza contra los cuerpos de mujeres y disidencias.
Imagen / Marcha 8 de marzo 2021, 8 de marzo 2021, Paulo Slachevsky en Flickr. Fuente.
[1]Finalizando la manifestación por el Día internacional de la Mujer, nuevamente supimos a través de declaraciones de brigadistas en Plaza Dignidad, de algunas mujeres que fueron detenidas por Carabineros, para luego ser vejadas sexualmente al interior de los carros policiales y abandonadas en la calle, a su suerte, con malestar físico y psicológico. Las denuncias que corrieron rápidamente por las redes sociales luego fueron bajadas, ¿por qué? No porque los hechos no hayan ocurrido, sino que para evitar exponer públicamente a las compañeras ni obstaculizar posibles acciones legales, sabiendo además que puede existir revictimización, represalias u hostigamiento.
Esto no es de extrañar, ya que precisamente el objetivo de una agresión de este tipo no es obtener placer por parte del uniformado, sino que amedrentar y desincentivar la participación política de las manifestantes. Es una forma de castigo sexual por el alzamiento político; es la forma de quebrar la dignidad humana, la privacidad y la confianza para volver a salir a las calles a manifestarse. Tal como dice Rita Segato, “La finalidad de la agresión no es por orden sexual, sino por orden de poder. No se trata de agresiones originadas en la pulsión libidinal traducida en deseo de satisfacción sexual, sino que la líbido se orienta aquí al poder” (Segato, 2003, 2016).
Lo grave de estas situaciones es que no son nuevas: fueron una de las formas de tortura que hubo en la dictadura con las y los presos políticos, y que vuelve a practicarse en Chile raíz del estallido social. Fue en octubre de 2019 que nuevamente asomaron una veintena de casos de violencia política sexual contra mujeres y disidencias, y esos son solamente los casos que se denunciaron; la detención de hombres, en tanto, involucró agresión física y solamente en casos de ser disidencia sexual implicó degradaciones íntimas. Con este antecedente, podemos comenzar a hablar de una agresión específica que se realiza contra los cuerpos de mujeres y disidencias.
Violencia político sexual, ¿un arma solamente de guerra?
La violencia política sexual (VPS), se define como una acción violenta de carácter sexual o sexista, “dirigida contra mujeres por el hecho de serlo y que busca sacarnos de la participación política”, (Del Valle, 2019) Esta práctica también se extiende a disidencias sexuales y cuerpos racializados. En tanto, para Sonia Herrera (2017) la violencia sexual contra las mujeres es un arma de guerra. La desigualdad de género y los mecanismos de control de cuerpos femeninos que ya ocurren en “tiempos de paz” solamente se exacerban en “tiempos de guerra” (Wood, 2012; Nariño, 2015 en: Herrera, 2017; Del Valle, 2019).
Cabe destacar este concepto de “tiempos de guerra” que señalan las autoras, ya que la historia nos muestra que la violación masiva de mujeres ha sido parte importante de la forma en que se realiza la guerra entre pueblos o naciones, ya sea a modo de botín de guerra o como acción desmoralizante del bando enemigo en contexto de conflictos bélicos: “En Ruanda, entre 100.000 y 250.000 mujeres fueron violadas durante los tres meses de genocidio en 1994. […] más de 60.000 mujeres fueron violadas durante la guerra civil en Sierra Leona (1991-2002); más de 40.000 en Liberia (1989-2003); hasta unas 60.000 en la ex Yugoslavia (1992-1995); y al menos 200.000 en la república Democrática del Congo desde 1998”; en tanto en Colombia existen “7.353 víctimas registradas entre 1985 y 2014” (ONU, 2014 en: Herrera, 2017). En el caso de América Latina, no han sido las guerras entre naciones las que han desatado la VPS, sino que los conflictos internos que enfrentan a la población civil contra el Estado: las torturas y vejaciones ejercidas en las dictaduras de Pinochet y Videla, los abortos forzados en la guerrilla FARC, y las esterilizaciones forzadas de Fujimori.
Para el estallido de 2019, el presidente Piñera le declaró la guerra la población civil que se manifestó en las calles. Es por esto que se desplegaron prácticas propias de un conflicto bélico, bajo la noción del “enemigo interno”, concepción que se arrastra desde el golpe cívico-militar inspirada en la Doctrina de Seguridad Nacional. Si ya en la sociedad patriarcal los cuerpos de las mujeres son mirados como violables, eliminables y cosificables, mediante la violación y el abuso en contexto de conflicto se genera una vulnerabilidad humana integral física, psíquica, emocional (Aguilar, 2006 en: Herrera, 2017) pero sobre todo moral (Goecke, 2017). Desde la mirada de Butler (2010 en: Herrera, 2017), se articulan fuerzas sociales y políticas sobre los cuerpos para establecer control social sobre el comportamiento (en este caso, la participación política) y la sexualidad (ligada a la idea de lo femenino con lo doméstico-privado, la maternidad y la sumisión, contrario a la manifestación política en espacios públicos).
¿Es la violencia política sexual parte de un continuum de violencia como plantea Herrera (2017) o es más bien un fenómeno intermitente, con periodos de exacerbación en la historia? . Si bien la violencia de género está presente continuamente en la sociedad, se hace necesario revisar por qué en algunos momentos recrudece y tienen fines explícitamente políticos, viniendo en este caso de instituciones policiales y militares, ¿cuáles son los momentos en que las instituciones comienzan a ejercer la VPS y contra quiénes? Estas agresiones no son contra cualquier mujer, ni son simples agresiones aleatorias a voluntad del atacante. No, estas son acciones premeditadas de los agentes del Estado, que actúan en impunidad, y que buscan amedrentar la participación política de las mujeres. Es decir, son dirigidas y tienen un fin político: a diferencia de las agresiones cotidianas que tienen un fin de dominación del individuo hombre sobre un cuerpo femenino, estas agresiones son con fines políticos por parte del Estado, no solo para esa mujer, sino que también como mensaje para el conjunto de mujeres, quedando de “cuerpos ejemplificadores” (Goecke, 2017).
Podemos afirmar, entonces, que la violencia contra las mujeres, y en especial la violencia sexual, es sistemática, en tanto ocurre constantemente hacia las mujeres, y es también azarosa, en tanto le puede ocurrir a cualquier mujer. Ciertamente, el terror que las mujeres tenemos a ser violadas como una posibilidad cierta en nuestra vida cotidiana muestra la efectividad de este mecanismo de control sobre los cuerpos femeninos.
¡Que denuncien, dice!
Tal como señaló Lorena Astudillo de la Red Chilena contra la violencia hacia las Mujeres, en la sesión especial de la cámara de Diputadas y Diputados el 9 de marzo recién pasado, las políticas sociales en el tema de violencia de género están enfocados en la denuncia. Denuncia que deben acoger los mismos Carabineros que legitiman (o deciden no investigar ni castigar) el abuso sexual y la violación como manera de intimidar a las mujeres en los intersticios entre la detención y la liberación, sin mediar procesos judiciales y condenatorios de ningún tipo que justifiquen algún “castigo” a las mujeres por el hecho de salir a protestar.
Es un hombre, criado en el machismo y que, protegido detrás de un uniforme, quien determina que puede abusar sexualmente de una mujer, sólo por el hecho de expresar su postura política en la vía pública. ¿Nos sorprende entonces, que las respuestas de Carabineros al tomar denuncias de mujeres sean frases como “pídale disculpas para que no vuelvan a pelear” o “vaya y reconcíliese con él”?
El hecho de que las políticas chilenas de género se enfoquen solamente en la denuncia, y no en la educación, prevención, promoción y protección, generan estas situaciones aberrantes en que ni siquiera el sistema que debe acoger a las mujeres está preparado para hacerlo (desde las policías, hasta la fiscalía y los juzgados, que desconocen o pasan por alto los tratados internacionales que Chile ha firmado). Es más, el hecho de no invertir activamente en educación y prevención termina atentando directamente con el éxito de las denuncias interpuestas.
Es decir, no basta con reformas al sistema, necesitamos cirugía mayor en los significados sociales que rodean al género, a la sexualidad y a las mujeres.
¿Estrategia institucional o práctica social?
¿Es entonces el machismo intrínseco de cada hombre el que generan estas situaciones? ¿O es más bien una cuestión sistémica de la institución? Un poco de esto, un poco de aquello.
La reiteración de los delitos de índole sexual contra las mujeres, si bien se enmarca en un sistema social general identificado como “patriarcado” (Pateman, 1995), que ha evolucionado a lo largo de los siglos para decantar desde un “derecho del padre” hacia un “patriarcado moderno”, el contexto de conflictos bélicos pareciera ser un momento “sin ley”: en los casos tratados en el presente escrito no se señala necesariamente la existencia de órdenes directas de violar, pero es una práctica constante entre las fuerzas armadas y paramilitares de los países investigados por la ONU. No en todos los casos mencionados se tiene por objetivo disciplinar la participación política, sino que en situaciones de guerras o invasiones se toman a mujeres como botín u objetos sexuales, y también como forma de disciplinamiento de las fuerzas enemigas.
Podríamos afirmar que existe un contexto social previo que permite que los hombres, ahora protegidos tras una institución, puedan abusar y violar mujeres sin miedo a las consecuencias que podrían tener en un contexto “de paz”. Aunque, sabemos, aunque ocurran estos hechos en contextos de calma social y entre civiles, muy pocas veces los tribunales investigan y, menos aún, condenan a los agresores.
Impunidad, el factor de repetición de la Violencia político sexual
La impunidad es un gran factor para la repetición de estos crímenes. A nivel social, el proceso de reconocimiento y denuncia es “pedregoso” (Herrera, 2017), ya que la primera reacción pública es la duda, el prejuicio y estigma sobre la sexualidad femenina. El estereotipo de género enaltece una masculinidad violenta, por lo que el rol de las mujeres sería el del sometimiento, asumiendo que “pudo haber disfrute” en una agresión de naturaleza sexual.
Ocurre entonces una condena social a la víctima y no al victimario, por lo que se disuade la denuncia de las víctimas al correr riesgos de exposición y juicio social. Sumando a lo anterior el contexto de activismo político de la víctima, surge también la idea del merecimiento de la agresión por parte de posturas más conservadoras (Herrera, 2012; Goecke, 2017).
Del mismo modo, como plantea Beatriz Bataszew (2019) con respecto a la impunidad: “nosotras pensamos que no es casualidad que no haya justicia en términos legales. Esto es una manera de castigarnos y decirnos: van a seguir ocupando el lugar que nosotros queremos que ocupen”, haciendo énfasis en que la justicia no les ha entregado nada a las mujeres que fueron víctimas de VPS en dictadura, por lo que no se avizora un panorama muy alentador para poder castigar las agresiones del presente.
Una de las maneras en que las mujeres han encontrado para hacer frente a esta forma específica de violencia es la organización y visibilización de las agresiones, poniendo en alerta no sólo a las autoridades, sino que a todas las mujeres que van a manifestarse. También se ha luchado por cambiar el relato social de ser “mujeres víctimas” a ser mujeres “sujetas de derecho”, acompañando un doloroso proceso de nombrar los hechos ocurridos y poder resignificarlos a lo largo del tiempo.
Si bien no todas las mujeres agredidas son capaces de tomar su agresión y reivindicarla, luchar por ella, pedir justicia, debido a las heridas profundas que deja en la intimidad humana, otras organizaciones y mujeres podemos seguir denunciando y presionando para que el slogan del “Nunca más” sea alguna vez una realidad para las mujeres de Chile.
Referencias
Bataszew, Beatriz (2019) Violencia contra mujeres como crímenes de segundo orden: caldo de cultivo para violencia política sexual. Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres. Disponible en línea: <http://www.nomasviolenciacontramujeres.cl/violencia-contra-mujeres-como-crimenes-de-segundo-orden-caldo-de-cultivo-para-violencia-politica-sexual/>, consultado el 28 de febrero de 2020.
Del Valle, Silvana (2019) Violencia contra mujeres como crímenes de segundo orden: caldo de cultivo para violencia política sexual. Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres. Disponible en línea: <http://www.nomasviolenciacontramujeres.cl/violencia-contra-mujeres-como-crimenes-de-segundo-orden-caldo-de-cultivo-para-violencia-politica-sexual/>, consultado el 28 de febrero de 2020.
Herrera, Sonia (2012) Sin trinchera: La violencia sexual contra las mujeres como arma de guerra. Sal Terrae, número 105, p. 405-41
Goecke, Ximena (2017) Cuerpos de mujeres, ciudadanía y violencia. Revista Estudios Avanzados, número 26: 140-156.
Pateman, Carole (1995) El contrato sexual. Anthropos. Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa.
Segato, Rita (2016) La Guerra contra las mujeres. Prometeo Libros, Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
[1] Agradezco a Diana Cid, compañera del Diplomado de Género, Familias y Políticas Públicas de la Universidad de Chile, con quien teorizamos, reflexionamos largamente y escribimos para nuestro trabajo final sobre la violencia político sexual, justamente en medio del estallido social.
A las compañeras del Comité de Trabajadoras y Sindicalistas de la Coordinadora Feminista 8M, quienes con su incansable lucha por dignidad se organizan para defender a las mujeres ante cualquier situación de precariedad o abuso
Nunca más sin nosotras.