Breves observaciones sobre el juicio estético

En este comentario queremos contribuir con algunos puntos que nos parecen importantes para concebir los problemas de la relación entre el juicio estético, el arte y la política, considerando que actualmente existe una defensa de la belleza de un producto artístico, permeado por la adherencia de su autora a corrientes ideológicas progresistas, mientras que, de otro lado, se ha hecho un ataque oficial al mismo objeto aduciendo que proyecta “individualismo”. Desde luego, nos limitamos a antecedentes conceptuales sin adentrarnos en una descripción del objeto en cuestión.

por Luis Velarde Figueroa

Imagen / Sátira de la crítica de arte, 1644, Rembrandt van Rijn. Fuente.


Son pocas las ocasiones en que el juicio estético adquiere relevancia en la discusión pública. Los profesores con alguna regularidad promueven estos debates más o menos forzadamente en las aulas, con resultados que dependen de esa parte artística de la docencia de la que Mistral habló alguna vez. No obstante, de estos peregrinos intercambios de opiniones ensayados en clases, con motivos pedagógicos diversos, acaso simplemente para generar conflictos cognitivos, queda muy poco en los géneros discursivos de quienes ya han abandonado la etapa escolar. Kant no estaba lejos de la verdad al decir que cuando se trata de temas estéticos y gnoseológicos la gente discurre con poco entusiasmo, en contraste con lo que sucede con temas de índole moral, en los cuales resulta más fácil opinar, aunque sólo sea para copuchar. Y es que, por un lado, los problemas sobre cómo conocemos lo que conocemos parecen muy abstractos y, por otro, las discusiones sobre la belleza acaban antes de comenzar, anuladas por el “en gusto no hay nada escrito”, desconociendo los ríos de tinta que hay al respecto. Pero si la discusión sobre el juicio estético avanza en serio, los esfuerzos rara vez llegan más allá de las clásicas respuestas que se encuentran en el aporético “Hipias mayor” de Platón: la magnitud, la armonía, la adecuación material, el bien, el placer, entre otros tópicos ya problematizados por el filósofo ateniense. En este comentario queremos contribuir con algunos puntos que nos parecen importantes para concebir los problemas de la relación entre el juicio estético, el arte y la política, considerando que actualmente existe una defensa de la belleza de un producto artístico, permeado por la adherencia de su autora a corrientes ideológicas progresistas, mientras que, de otro lado, se ha hecho un ataque oficial al mismo objeto aduciendo que proyecta “individualismo”. Desde luego, nos limitamos a antecedentes conceptuales sin adentrarnos en una descripción del objeto en cuestión.

Historicidad del juicio estético y del arte

La pregunta de Platón acerca de la belleza tiene su base en una idea apriorística del juicio estético. Lo que buscaba el filósofo no eran cosas bellas ni atributos de la belleza sino una definición de la belleza en sí. Ello constituye toda una corriente de pensamiento a la vez que una propuesta metodológica que descansa en una concepción ahistórica de la percepción estética. Supone que la belleza, así como la verdad y el bien, son sustancias eternas que podemos intuir pero que no son propiamente una producción de los sujetos. La propuesta kantiana no difiere en este punto pese al cambio de orientación, de la preeminencia ontológica de la filosofía clásica a la preeminencia de la conciencia en la modernidad. Para Kant el agrado, el juicio reflexionante era garantía de la coincidencia del mundo exterior con el interior, la posibilidad de que las ideas que derivan de la libertad, con independencia de la necesidad natural, se realizaran en un mundo exterior, así como del mismo conocimiento de éste. Con todo, estos esfuerzos teóricos contrastan con la opción que se originó con Aristóteles, quien suponía que las formas o esencias se encuentran en la materia misma, por lo cual sus investigaciones estéticas se dedicaron a desentrañar la formalidad en las obras literarias del mundo griego, según lo que encontramos en su Poética. Así pudo definir, clasificar y evaluar las artes, principalmente la tragedia. Esta postura, clasificada por Hegel como empirista, sin embargo, tampoco incorpora el elemento histórico, antes bien, derivó en un verdadero canon para las producciones artísticas que siguieron y, en esta medida, es intemporal. Hoy existen otras escuelas de pensamiento que pugnan por determinar bases intemporales del juicio estético toda vez que sitúan su origen en los complejos psicológicos, en misteriosas conexiones neuronales, en lóbulos cerebrales o, incluso, en originarias bases metafísicas.

La naturaleza histórica del juicio estético fue propuesta a través precisamente de la distinción entre el arte clásico y el moderno en el marco de las reflexiones de filósofos como Schiller o Schlegel, pero sobre todo sistematizada en lo que conocemos como la Estética de Hegel, que no escribió pero que sí impartió como lecciones. A diferencia de Kant, quien hablaba de belleza como una coincidencia de los datos particulares de la naturaleza en relación con la universalidad de nuestro espíritu, Hegel desestima las consideraciones sobre la belleza en la naturaleza puesto que de esa forma el concepto sólo es subjetivo o de la experiencia individual, mientras que la belleza del arte, precisamente por ser producto del espíritu, es objetiva debido a que es para sí misma, es decir, autoconsciente. Desde luego el Sol puede acaso motivar sensaciones en nosotros al punto de considerarlo bello, pero aquí la belleza no es para sí, ya que el sol es completamente indiferente con esta idea; por el contrario, el arte, en tanto producción del espíritu, es belleza para sí. De hecho, lo bello natural sólo es una proyección, un reflejo de la belleza del espíritu (Hegel, 8).[1] Hegel designó tres épocas de arte: el simbólico, el clásico y el romántico. De Hegel es además la idea de que en la modernidad el arte tiene serias dificultades para desplegarse, puesto que domina un ambiente espiritual en que el individuo se ha escindido de su marco simbólico, bajo una tendencia de comprensión abstracta del mundo. Pero el gran legado de Hegel a este respecto, junto con haber ligado la belleza a épocas de la humanidad, consiste en que determina la belleza como una unidad de los elementos inteligible y sensible (Hegel, 84-85).[2] Lo cual es evidente tan pronto intentamos concebir el arte sólo como un agrado sensorial, así como cuando nos enfocamos en las ideas abstractas vertidas en él, dejando la impresión de que su forma sensible era indiferente o hasta innecesaria para entregar un mensaje moral o proponer un aserto teórico. Muy por el contrario, según el concepto que trasunta de la estética hegeliana, el arte exige que cualquiera sea la idea que lo anima ésta debe ponerse en forma sensible, y que dicha índole sensorial, a su vez, sólo puede entenderse cuando admite la idea como tratándose de su alma. Fuera de esta mutua integración el arte queda reducido a algo superfluo. Es por ello, que tiene sentido la historicidad de la belleza: las ideas y las formas, sus maneras de coincidir o no, tienen que ver con momentos culturales completos en el marco de relaciones históricas.

De otra parte, no obstante, la belleza tiene historicidad también por cuanto depende de la educación, dicho en el sentido más general, es decir, de la interacción humana. Un pedagogo como Bruner llamó “conciencia sustituta” a la acción por medio de la cual el adulto centraliza la atención y ayuda concretar tareas del infante (Bruner 112).[3] No es difícil notar que de igual forma se transmiten evaluaciones sociales y formas de atender a los estímulos en los niños. Mientras que para Vygotsky el arte se vincula a las emociones en una dimensión social. Según el punto de vista psicológico de la estética, “toda obra de arte es un sistema de estímulos organizados consciente e intencionalmente de modo que exciten la reacción estética” (Vygotsky 47).[4] En este sentido, las condiciones que permiten la reacción estética dependen de un nivel compartido de emoción que no se reduce a los aspectos accidentales e individuales de ésta; pero, a su vez, el aspecto compartido de la emoción deriva de la interacción humana, por tanto, son las relaciones interpersonales, la educación y las condiciones sociales las que cobran importancia para el problema de la belleza. De manera semejante, Marx en su juventud destacó que la conciencia estética depende de sentidos secundarios, sentidos que son eminentemente sociales.[5] De esta manera, podemos ver plenamente la noción histórica del juicio estético.

Esquemáticamente, podemos distinguir para nosotros la existencia de una actitud estética general que se vincula a una experiencia específica de los objetos y de nosotros mismos, en ella las intenciones de conocer y del deber se subordinan a la pura contemplación y el agrado que provocan, bien que esta misma separación de las esferas de conocer, deber y estética se encuentra a su vez determinada históricamente. Mientras en el pasado la estética era indiscernible de otros contenidos ligados a ella tales como las valoraciones religiosas, el marco mitológico y simbólico que confería sentido a las prácticas, etc., para nosotros el agrado estético aparece en forma potencialmente escindible de otros contenidos axiológicos, ideológicos, teóricos, etc. De otra parte, el arte no se reduce a esta experiencia estética general, la que podemos tener en relación con cualquier fenómeno, sino que está determinada por productos de los sujetos, creaciones intencionadas de objetos y experiencias para provocar reacciones estéticas. Pero aquí cobran relevancia elementos culturales, históricamente determinados, tales como los géneros, las convenciones y las emociones sociales, incluyendo las expectativas de los receptores, es decir, “relaciones cognoscitivas” (Eco 79).[6] Desde luego, no puede tratarse de fenómenos meramente individuales, sino de aspectos sociales, ya sea en el plano del género, cuyo elemento es la cultura, o las características del receptor ideal del arte.

Del arte bajo el capitalismo

El arte moderno, bajo el capitalismo, se ha enfrentado a dificultades que son por ello mismo una fuente de desafíos y que configura una suerte de orientación general. Ya Hegel había captado el carácter contradictorio del progreso moderno, el que se logra a costa de la atomización del individuo, su desprendimiento de la sustancia social que le sustenta. Pese a valorar los avances modernos, Hegel dice que el espíritu en el arte no se abandona “el interés y la necesidad de una tal totalidad individual y autonomía viva efectivamente reales” (Hegel 144)[7], o sea, integrada con el todo. El contexto moderno está marcado por lo que filósofos como Habermas llaman escisión de verdad y sentido. Es claro que la verdad, bajo su forma naturalista y científica, no confiere por sí misma sentido al mundo, mientras que el sentido se mueve en un terreno indiferente con los razonamientos que permiten establecer la verdad. Sin un universo simbólico integrado al sujeto y que oriente el trabajo artístico, la creación depende de la actitud del individuo de modo más desgarrador de lo que pudo significar siempre la subjetividad individual en épocas anteriores.[8] Lo que sin duda hace emerger contradicciones tales como la originalidad artística versus el carácter social y comunicativo del arte; la necesidad de que sea universal pero también singular; producir dentro de convenciones artísticas genéricas a la vez que buscar autenticidad provocando rupturas cada vez más intensas con aquellas normas, etc. De allí que el arte moderno muchas veces se entienda como una estrategia de convivir con las contradicciones que son su base o incluso de revelarlas como materia misma de la creación Sucede que junto al problema subjetivo general, a saber, la libertad individual a partir del “estrechamiento abstracto de la vida individual, la atrofia abstractiva del hombre por la división capitalista del trabajo” (Lukács 49)[9], y en cierto modo unido a él, se halla el problema del valor, de aquello que pueda orientar axiológicamente la creación.

Las producciones en el pasado estuvieron guiadas por valores procedentes de relaciones personales y de una comprensión del mundo a partir de experiencias directas. “Bajo la antigua forma de la división del trabajo, lo cualitativo y lo cuantitativo eran mensurables relativamente: las actividades y capacidades humanas no estaban todavía subordinadas al principio abstracto cuantitativo de la acumulación de capital” (Lifshitz 108).[10] En el capitalismo las relaciones humanas aparecen como relaciones entre cosas, el medio predominante por el cual se realiza la interacción social consiste en la mercancía. “En un mundo alienado en el que sólo tienen valor las cosas, el hombre se ha convertido en un objeto entre los objetos” (Fischer 107).[11] Esta atomización y depreciación del ser humano, su rebajamiento a simple medio, si bien ha permitido la independencia del individuo respecto a dominaciones personales, ha tornado la realidad algo ajeno y con los límites que impone el valor de cambio, tan abstracto e indiferente de las cualidades. La pérdida de aura, según la denominación de Benjamin, es combatida en arte desde la primera reacción a la sociedad burguesa: el romanticismo. Por ello, el tratamiento venal de todas las actividades humanas, incluyendo la artística, es tan hostil como condición de nuevos sentimientos y progresos técnicos para la creación, por cuanto implican un desafío. Por supuesto que el arte por sí mismo no puede resolver las contradicciones que están a su base. De hecho, bajo las condiciones capitalistas el arte lucha contra el sometimiento a la dinámica de las mercancías y, sin embargo, está obligado a participar de ellas cuando debe producir en el anonimato, lanzando sus objetos estéticos a un consumidor desconocido, tentando al receptor con sus artificios, doblegándose ante poder igualador del dinero y desconociendo así la inconmensurabilidad de sus cualidades, trabajando en aislamiento, etc. Esto pone al arte en una encrucijada, es decir, su relación con el capitalismo.

Política del arte

Después de la experiencia del siglo pasado podemos decir con mayor facilidad que el arte no es político sino en cuanto arte. Tan pronto el arte busca ser un tratado filosófico, un panfleto, etc. no puede menos que rebajar su propio valor. Además, con más facilidad encontramos razón a Courbet cuando dijo que “El Estado no es competente en cuestiones artísticas”.[12] Someter al arte a una particularidad circunstancial puede que logre impacto inmediato, pero a costa de la universalidad que reclama por sí mismo en cuanto unidad de extremos. Courbet llamaba revolucionario a su realismo, pero su arte y las técnicas que iba desarrollando se desprendían del mundo artístico. La política del arte se relaciona con aspectos: la política en sí, aquello que lo anima como condición histórica ineludible, y la política para sí, el modo de relacionarse con la dinámica capitalista. Un autor como Ranciere dice que por el reparto que supone la división social del trabajo, el arte se encuentra en sí mismo configurado políticamente. De otra parte, la política para sí consiste en la calidad estética del arte. La misma profundización del arte en cuanto tal no puede menos que derivar en una política liberadora y que se opone a límites que dictan las condiciones sociales opresivas, las que a su vez lo constituyen. Esto significa dos cosas: primero que una romantización de su situación, la búsqueda de reconciliación pasiva con la realidad o, incluso, un abierto falseamiento ideológico de la realidad a fin de atenuar sus contradicciones menoscaba la calidad estética del arte; pero al mismo tiempo, en segundo lugar, el arte no puede supeditarse a la ejemplificación edificante, a la teorización abstracta ni subordinarse a “entregar mensajes”. Ambas aseveraciones requieren una profundización que excede este comentario, pero nos contentamos con bosquejar brevemente su contenido.

Puede que haya sido Benjamin quien expusiera de forma más explícita que la política del arte por sus propios medios se relaciona con la calidad estética. Esto lo hizo a través de una reflexión sobre las técnicas según su homología con el carácter productivo de la clase trabajadora. Lo cierto, no obstante, es que, si el arte se subordina al imperio de la mercancía, no solo materialmente sino también formalmente, entonces se degrada. No se encuentran parámetros de distinción entre su mundo cualitativo y el resto de los objetos, bien que, a la larga, mientras no cambie revolucionariamente nuestra realidad, el mercado podrá alcanzar aquellas manifestaciones que pretenden romper con la herencia burguesa; basta con observar la deriva de las vanguardias. Por otro lado, y tal vez más difícil, la política del arte no es la corrección política del artista ni tampoco los “mensajes” que intenta transmitir en sus obras y esto porque la orientación artística exige una postura sobre la realidad y un sentimiento sobre el contexto que no tiene necesidad de adscribir explícitamente a esta u otra ideología política concretas. Si pensamos que el arte debe transmitir cierta idea política, cabe preguntarse entonces cuál es el aporte del arte, por qué no mejor trasmitir esa idea por vías distintas como el panfleto, la proclama, el manifiesto, etc. Y si la respuesta a estas interrogantes fuera que el arte torna más accesible o llamativa una idea, entonces careceríamos de distinción entre el arte y la publicidad. En estos casos el arte se deprecia, subordinándose a otros géneros discursivos, a otras actitudes de apropiación del mundo: práctica o teórica, pero no estética. Antes bien, el arte es político por sí mismo por cuanto profundiza en los contenidos del mundo. Desde distintas perspectivas teóricas se ha destacado la forma como una categoría estética que se despliega con diversidad en las distintas manifestaciones artísticas y sus disciplinas, las que exigen como mínimo un manejo técnico adecuado. Y no se trata con esto de una vuelta al arte por el arte, sino de la compresión de que en las formas artísticas se descubren contenidos del mundo, contenidos que solo pueden experimentarse y revelarse en esas formas.

Breves observaciones finales

Lo primero que cabe concluir es que el juicio oficial sobre el arte de una muralista apelando a su naturaleza individualista no pasa de ser un berrinche. El individuo se ha abierto paso en el arte, al igual que la realidad cotidiana sólo porque el propio individuo en su aspecto social se ha vuelto universal; la experiencia individual no podría comunicarse si no fuera porque tiene un punto en común con el receptor. Y este fenómeno tiene una profunda determinación histórica. Basta con estudiar un poco. Aquí Courbet sigue teniendo razón: el Estado es incompetente en asuntos artísticos. Por otra parte, sin embargo, debemos convenir en que la corrección política, la adherencia de un artista a una causa progresista, así como tampoco los esfuerzos por transmitir una idea emancipatoria son garantía de la calidad estética de una obra. Si lo mismo se puede decir en un panfleto o en un formato ajeno al arte, entonces la producción es superflua; ya decía Hegel que el arte es la idea sensible, esto implica que la debilidad de cualquiera de sus extremos menoscaba la calidad de la obra, tanto más cuanto las formas las que cargan con el descubrimiento del mundo o las ideas.

 

Notas

[1] G.W.F. Hegel, Lecciones sobre la estética (Madrid: Akal, 2011), 8.

[2] G.W.F. Hegel, Lecciones sobre la estética (Madrid: Akal, 2011), 84-85.

[3] Jerome Bruner, La inspiración de Vygotsky. Lev Vygotsky y otros. Lev Vygotsky. La psicología en la Revolución Rusa (Bogotá: Desde abajo, 2018), 112.

[4] Lev Vygotsky, Psicología del arte (Barcelona: Paidós, 2006), 47.

[5] Ver Adolfo Sánchez Vázquez, “Ideas estéticas en los Manuscritos económico-filosóficos de Marx”, www.dianoia.filosoficas.unam.mx

[6] Umberto Eco, Obra abierta (Barcelona: Planeta-De Agostini, 1992), 79.

[7] G.W.F. Hegel, Lecciones sobre la estética (Madrid: Akal, 2011), 144.

[8] Ver Ernst Fischer, La necesidad del arte (Barcelona: Península, 1973), 43-56.

[9] Gÿorgy Lukács, Escritos de Moscú. Estudios sobre política y literatura (Buenos Aires: Gorla, 2011), 49.

[10] Mijaíl Lifshitz, La filosofía del arte de Karl Marx (México: S.XXI, 2017), 108.

[11] Ernst Fischer, La necesidad del arte (Barcelona: Península, 1973), 107.

[12] Citado en Ernst Fischer, La necesidad del arte (Barcelona: Península, 1973), 86.

Luis Velarde Figueroa
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Profesor de Castellano y magíster en Literatura Chilena y Latinoamericana.