Unidad de las Izquierdas: el instrumento y la necesidad

Sin grandes discusiones estratégicas que enmarquen el rebaraje de fuerzas rumbo a la mega elección de abril; nos guste o no, una alianza de izquierdas puede terminar habilitando la tesis del reemplazo que tanto estigmatizó el origen del Frente Amplio. De esta forma, una unidad roja que aparece en disputa frente a los restos de la Concertación, la cual hace lo posible por lucir en su rostro más pinochetista posible, sin que esa disputa sea sobre asuntos como el rol subsidiario del Estado, la lealtad con las clases trabajadoras antes que con la agenda empresarial, los derechos sociales, sexuales y reproductivos; o la democratización de la sociedad; habilita que se imagine realmente a la nueva coalición como un reemplazo de la Concertación.

por Luis Thielemann H.

Imagen / Jacob Burck, “Working Class Bulwark”, c.1934. Fuente: Wikimedia.


“Tened en cuenta que lo que asusta a los capitalistas es la historia de los obreros, no la política de las izquierdas. A la primera la enviaron con los demonios del infierno, a la segunda la recibieron en los palacios de gobierno. Y a los capitalistas hay que darles miedo.”

Mario Tronti – Obrerismo y política

I

Por lo menos en la historia conocida de las sociedades complejas, siempre hubo algún equivalente funcional a lo que entendemos hoy como “las ideas de izquierda”. En tanto había formas de dominación en función de los privilegios de unos pocos, se presentaron diversas formas de crítica, muchas motivadas por las religiones, otras por oportunismo. La existencia de algo así como “el partido del pueblo” no es una novedad de los tiempos del capitalismo, pues los piadosos tribunos de la plebe, junto a sus discursos lacrimógenos por cada injusticia en todo espacio y en todo tiempo, son un permanente reflejo de los excesos del poder. Lo que produjo la particular forma de la izquierda del siglo XX, y lo que constituye una novedad histórica en todo sentido, es la consciencia que tomaron colectivamente las clases obreras respecto de la lucha de clases y, lo más importante, su disposición a resolverla en la política realmente existente. Desde esa base, un sinnúmero de hipótesis de cómo llevar a buen término aquello, pero basadas en esa certeza solo comprensible desde la parcialidad clasista: la izquierda es poderosa cuando es instrumento de masas que comprenden la desigualdad social como lucha de clases. El clasismo desde abajo es lo que reconfiguró la política de aquello que era entonces su equivalente. La izquierda, como fuerza fija en el polo proletario de la lucha de clases, es el resultado de un acuerdo y no una obviedad ideológica. La izquierda ha sido potente cuando consigue que crecientes grupos sociales subalternos dejen de creer que su realidad es naturaleza e historia, y pasan a comprenderla como campo de batalla política, en la cual la bandera roja resulta un instrumento que, a pesar de todo, hace avanzar su interés. Hoy, esa unidad entre el instrumento y su necesidad masiva, no existe.

II

En otras ocasiones ya se ha insistido en la subestimación del momento electoral que ha tenido siempre el pensamiento de izquierdas. Una teorización cada vez más ridícula sobre una inexistente otra política, resuelve cómodamente el problema de tener que enfrentar la determinante hegemonía de los procesos institucionales en los estados reconocidos como democráticos. Claro, todo eso redunda en dos problemas conocidos y que se dan a veces separados, a veces en conjunto: la nula incidencia de evadir el momento electoral, y la escasa elaboración estratégica sobre el sentido de las elecciones en una política de izquierdas. Pero además, aparece un tercer problema poco reconocido: que la política, a pesar de toda negación, se modifica en los períodos de elecciones, y eso, a su vez, modifica a la izquierda, produce desplazamientos, etc. En el fondo, la izquierda participa de la política electoral siempre, y lo único que puede definir ante ello es si se dispondrá a ser una fuerza agente, o bien, simplemente una víctima de las circunstancias.

III

En el Chile post-revuelta y ya lanzados al proceso constituyente, se evidencia una enorme timidez para intentar cualquier restauración de la necesidad histórica y el instrumento político. Más o menos rojos, más o menos postmodernos, los partidos del Frente Amplio y los de Chile Digno, siguen por igual manteniendo en cuerdas paralelas la política hacia la lucha social y la política hacia lo electoral. Mientras por un lado se declara más o menos lealtad a la revuelta, el debate en función de los certámenes electorales por venir están absolutamente alejados del problema de la utilidad de lo que sea que se elija para la mayoría popular que se expresó en la revuelta de 2019, y que desde entonces ha ido profundizando su capacidad de organización. La famosa promesa de abrir los partidos a las luchas sociales no ha significado más que dar cupos a dirigentes o asambleas, sin que medie una construcción conjunta de programa y estrategia. Los movimientos en el campo de fuerzas electorales siguen siendo conservadores, como si no se estuviera ante el desafío de copar lo más posible la Convención Constitucional. Sigue estando, así, por un lado la política encerrada en los políticos y sus tiempos e instituciones, mientras, por otro, la movilización antineoliberal ha sido lentamente arreada al viejo redil de “lo social”. La idea de una alianza de izquierdas como la que va en camino, sigue respondiendo a esa forma pre y post clasista de la historia de la política piadosa con los sufridos de cualquier lugar.

IV

En ese sentido, sin grandes discusiones estratégicas que enmarquen el rebaraje de fuerzas rumbo a la mega elección de abril; nos guste o no, una alianza de izquierdas puede terminar habilitando la tesis del reemplazo que tanto estigmatizó el origen del Frente Amplio. De esta forma, una unidad roja que aparece en disputa y frontal a los restos de la Concertación, la cual hace lo posible por lucir en su rostro más pinochetista posible, sin que esa disputa sea sobre asuntos como el rol subsidiario del Estado, la lealtad con las clases trabajadoras antes que con la agenda empresarial, los derechos sociales, sexuales y reproductivos; o la democratización de la sociedad; habilita que se imagine realmente a la nueva coalición como un reemplazo de la Concertación. Así, la crítica a “los 30 años” se reduce a una diferencia de gestión de la transición, del Estado. El problema ya no sería de libertad, de la dignidad, de la vida que queremos vivir contra esta hacienda esclavista llamada siglo XXI; sino simplemente de cómo se realiza, sin discutirlo, el objetivo histórico del estatismo mesocrático chileno: el desarrollo. Eso sí, ahora sin corromperse ni traicionar como en 1990. Que tras una década de luchas, nos quedemos con eso, sería propio de una mediocridad miserable.

V

Sin poner en el centro una disputa estratégica, se le da la razón a quienes ven en toda la generación de nuevos políticos nacidos de 2011, una simple cohorte de relevo de una ya destartalada cáfila de políticos, que no cambian en nada la imagen de engaño, de estafa antipopular, que pesa sobre la política. Sería el retorno al viejo intento de blanquear la ruedeza proletaria hecha fuerza política, ofreciéndola como partido para el desarrollo del estado y en representación de una clase nacional, todo en un lenguaje algodonado. Eso fue el camino a la derrota casi total o al sinsentido -dio igual- de las izquierdas que se sintieron demasiado responsables del destino de los capitalistas y demasiado irresponsables de las clases populares a fines del siglo XX , como el PS chileno y su “renovación”. No fue de tontas que las mayorías populares chilenas han tenido siempre desconfianza en la política, sino por supervivencia, para defenderse de lo que se en reiteradas ocasiones se evidenció como un vil “cuento del tío”.

Si el interés de las mayorías populares fue recuperando protagonismo -por aludes fragmentados desde hace una década, y como desborde general hace poco más de un año- la izquierda debe asumir que solo será potente como el instrumento clasista de una mayoría popular. Tal vez eso empieza a pasar, tal vez eso sea lo que asusta a los viejos carcamales de la Transición cuando se despliegan de izquierda a derecha de la política formal para condenar a partidos y dirigentes que antes alababan por su modernidad o su consecuencia. Lo que los asusta no son las historias de partidos agrupados en frentes o unidades populares, sino el pueblo cabreado que podría reconocer allí bandera y disponerse a la política. Si los fantasmas son proyecciones de miedos colectivos, aquellos espectros conjurados por los voceros del orden de la Transición la semana que pasó y lanzados como advertencia contra la unidad de la izquierda son luces de su miedo a las clases populares haciendo política para sí. El retorno de los peores fantasmas de la elite debe ser entendido como un signo correcto sobre qué hacer y hacia dónde deben dirigirse los esfuerzos.

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Historiador, académico y parte del Comité Editor de revista ROSA.