Al respecto es importante recordar que la “unidad de toda la oposición” que tanto reclaman los sectores moderados que acaban de quebrar con el Frente Amplio, y variados intelectuales y dirigentes políticos de “Unidad Constituyente”, no se diferencia en nada de la promesa incumplida que ellos/as mismos/as realizaron hace algunos años atrás, durante la campaña previa al gobierno de la Nueva Mayoría. La historia nos demostró ya en aquella ocasión que las convicciones antineoliberales de muchos de los dirigentes de esos partidos no fueron suficiente para realizar lo comprometido, ni siquiera teniendo mayoría en el Parlamento. Finalmente esto no se trata, como afirma la diputada Castillo y otros dirigentes de la centroizquierda, de un problema de identidades, sino de posiciones políticas.
por Felipe Ramírez S.
Imagen / políticos concertacionistas, c.1990. Fuente: Wikimedia.
“No temais la iniciativa e independencia de las masas, confiaos a sus organizaciones revolucionarias y veréis en todos los aspectos de la vida estatal la misma fuerza, grandiosidad, invencibilidad que los obreros y los campesinos revelaron en su unificación y en su ímpetu contra el movimiento de Kornilov. Falta fe en las masas, miedo a su iniciativa, miedo a que actúen por si mismas, estremecimiento ante su energía reolucionaria, en lugar de un apoyo total y sin reservas: tales han sido los mayores pecados de los jefes eseristas y mencheviques. Allí está una de las raíces más profundas de su indecisión, de su vacilación, de sus interminables e infinitamente estériles intentos de verter vino nuevo en los viejos odres del viejo aparato estatal burocrático”. V. I. Lenin.1
Decíamos en un artículo publicado la semana pasada en esta misma revista2 que el sentido originario de las fuerzas políticas de la que se llamó “izquierda emergente” era “ser expresión política de las luchas de masas del ciclo 2001-2019”. Aquella pretensión no era trivial ni meramente discursiva: aludía al desafío de proyectar en el terreno “político”, entendido de manera restringida como la disputa institucional, las demandas instaladas, la militancia desplegada, las experiencias de lucha desarrolladas y el programa transformador insinuado por decenas de movilizaciones de masas protagonizadas por un variopinto y heterogéneo conjunto de segmentos provenientes del campo popular local.
Las vicisitudes sufridas por el FA a lo largo de estos años de existencia dan cuenta de lo lejos que se está de cumplir ese objetivo, atravesados hoy por la presión instalada por la radicalidad que alcanzó la movilización de masas a fines del 2019, y este singular “alto al fuego” forzado por la pandemia -Estado de Emergencia prolongado de por medio- que vivimos hasta hoy.
Los quiebres que ha sufrido esa alianza política, o Chile Digno/Unidad por el Cambio con la salida del PRO, sólo dan cuenta de los reacomodos que el nuevo escenario político ha generado, pero continúan dejando pendiente la respuesta a una interrogante central: ¿De qué manera construimos una mayoría transformadora capaz de empujar los cambios que, en teoría, el país demanda y necesita? Para la izquierda, la respuesta debería ser retomar el sentido político original: darle expresión política a las demandas populares.
En este sentido, la perfilación de una alianza de izquierda entre los partidos y movimientos del FA y aquellos reunidos en Chile Digno representa la respuesta coyuntural a la rearticulación acelerada de las fuerzas centristas y moderadas concentradas hoy en “Unidad Constituyente” que van desde partidos de centro como Ciudadanos, al Partido Socialista y el PRO, y que buscan cerrar “por arriba” la crisis del modelo de acumulación abierta el año pasado.
Al respecto, la experiencia del 2020 nos demuestra dos hechos: Primero, que por más progresista que se intente plantear esa alianza política centroizquierdista, en los hechos buena parte de sus parlamentarios terminan apostando por una reedición de la política de los acuerdos propia de la transición y dentro de los límites de lo posible en ese marco político, como si siguiéramos en un momento político en el que la clase trabajadora está excluida de la política, sus organizaciones de masas despolitizadas o aisladas, y en el que la correlación de fuerzas era diferente a la actual. Segundo, que una mera alianza electoral se queda corta a la hora de enfrentar los desafíos que enfrentaremos en los próximos dos años.
Botón de muestra: el resultado de la negociación parlamentaria por los cupos para los Pueblos Originarios terminó con una clara derrota para todo el campo popular, al avanzar una propuesta que representa una falta de respeto a los mismos PPOO en cuanto a padrón y representatividad, y que fortalece las posibilidades de la derecha para obtener el tercio que necesita para vetar avances en la nueva Constitución al forzar un redistritaje para incorporar los 19 escaños a los 155 ya definidos.
¿Qué faltó en esta y en otras definiciones que se han tomado en estos meses de pandemia, en donde la derecha ha salido fortalecida a pesar de su aparente aislamiento en el país, como lo demostró coyunturalmente la brutal derrota que sufrió su tesis del Rechazo en el plebiscito del 25 de octubre pasado? Las luchas de masas. Haber confiado en la mera voluntad política de los partidos políticos de la centro-izquierda para subsanar las limitaciones y omisiones del pacto firmado en noviembre de 2019 demostró ser una ingenuidad, como si “la palabra empeñada” bastara cuando se trata de enfrentar las idas y vueltas de la lucha de clases.
La desconexión que se vislumbra entre los aparatos político-electorales de la izquierda y las luchas de masas refuerza el riesgo de perder un componente fundamental en la posibilidad transformadora del momento constituyente que vivimos, y que hay que recordar, se conquistó debido a la irrupción de la clase trabajadora organizada y no organizada en las movilizaciones sociales de nuestro país, junto a amplios segmentos populares.
Al respecto es importante recordar que la “unidad de toda la oposición” que tanto reclaman los sectores moderados que acaban de quebrar con el Frente Amplio, y variados intelectuales y dirigentes políticos de “Unidad Constituyente”, no se diferencia en nada de la promesa incumplida que ellos/as mismos/as realizaron hace algunos años atrás, durante la campaña previa al gobierno de la Nueva Mayoría. La historia nos demostró ya en aquella ocasión que las convicciones antineoliberales de muchos de los dirigentes de esos partidos no fueron suficiente para realizar lo comprometido, ni siquiera teniendo mayoría en el Parlamento. Finalmente esto no se trata, como afirma la diputada Castillo y otros dirigentes de la centroizquierda, de un problema de identidades, sino de posiciones políticas.
Si entre 2014 y 2018 una alianza electoral amplia, con mayoría parlamentaria como nunca se había visto desde el retorno a la democracia, y contundente respaldo electoral, no logró implementar el programa de superación del neoliberalismo ¿qué nos asegura que aquellas fuerzas no vuelvan a sabotear estos esfuerzos?
Lo cierto es que sabemos que el único seguro que podemos tener para impulsar una agenda que apunte a transformar los pilares centrales del modelo de desarrollo nacional, radica en una fuerte movilización social y política en su respaldo, y que aquello no se puede lograr sin una indispensable, pero no suficiente, unidad política en la izquierda, que debe ir de la mano de un proceso de confluencia con las organizaciones de masas del campo popular, aquellas que lograron durante dos décadas construir el escenario para llegar a donde estamos.
Como mencionaba en otra columna de principios de noviembre3, la convocatoria de un “gran Congreso Popular para la Convención Constitucional” era una opción insustituible para construir un programa enraizado en las luchas sociales, y para (re)articular las confianzas con el campo popular desde una relación de mutuo apoyo y aprendizaje entre los partidos y aquellas. A estas alturas resulta difícil pensar en poder realizar un evento de esas características antes de las elecciones de abril, pero asumiendo las difíciles condiciones en las que enfrentaremos la Convención Constitucional, la generación de un programa común no sólo para la CC sino para todo el período de superación del neoliberalismo, resulta más indispensable que nunca, asumiendo que es posible que la Constitución que obtengamos sea de mínimos y deje numerosos temas pendientes de definición.
Pero este programa no puede entenderse como uno de carácter electoral, ya sabemos las limitaciones de aquello, y con qué rapidez se transforman en letra muerta. Al contrario, el programa emanado de un congreso de este tipo debe ser una herramienta de lucha que oriente no sólo a eventuales parlamentarios o cargos públicos electos, sino a las luchas que las organizaciones de masas deberán/deberemos enfrentar. Superar el neoliberalismo no es una tarea que se pueda lograr solamente “desde arriba”, desde un Estado diseñado específicamente para llevar adelante ese tipo específico de modelo de desarrollo, sino que requiere la confluencia de voluntades y la activación de amplias capas de la población, requiere en el fondo de la constitución de un verdadero “Bloque histórico”, que permita confluir a los partidos y al mundo social, organizar a los no organizados, politizar a quienes ven la política como algo de las estructuras y no como algo propio de nuestra vida cotidiana.
Aquella idea de tener “un pie en el Parlamento y otro en la calle” se tiene que hacer realidad no en una caricaturesca manipulación de organizaciones sociales por parte de los militantes de partidos sino en una relación virtuosa entre partidos y movimientos sociales que permitan una retroalimentación política, la configuración de un espacio político unitario y heterogéneo, y la confluencia de la lucha social y el despliegue institucional en un marco de acción común que apunte a transformar estructuralmente a nuestro país. No es un programa que firmen los dirigentes, sino uno que definan los militantes de los partidos junto a los afiliados y afiliadas a los espacios de masas y de base de todo el país.
Ello requiere, sin duda, de la constitución de una mayoría que persiga esos cambios porque está claro que no basta con los sectores movilizados, pero que no está condicionado al pacto entre partidos, sino a la generación de un proyecto aglutinante -del que se han entregado elementos en otras columnas de esta revista- y a la conformación finalmente de una vanguardia, de un polo que invite a sumarse al cambio y a la transformación del Chile que tenemos, al Chile que queremos, uno para todas y todos.
Notas