Estamos, en ese sentido, ante un reordenamiento de fuerzas entre la izquierda y el progresismo que debería permitir el establecimiento de un programa anti-neoliberal claro y audaz a partir de la confluencia de la izquierda en un espacio conjunto, y de la constitución de un referente reformista a partir del progresismo moderado en Unidad Constituyente, y no ante una crisis terminal ni del Frente Amplio ni de la izquierda en general. Pero tampoco se trata de sacar cuentas alegres.
por Felipe Ramírez
Imagen / Santiago Insurrecto, 27 de noviembre 2020, Paulo Slachevsky. Fuente.
La salida del Partido Liberal del Frente Amplio, y de dos parlamentarios -Vidal y Castillo- de Revolución Democrática han llevado a diversos analistas, medios de comunicación y también políticos de la derecha y la centro-izquierda a plantear la existencia de una crisis en esta coalición graficada por una supuesta izquierdización, que es leída como un debilitamiento: la salida de sectores moderados le impediría salir del “nicho” radical al que quedaría limitado con una eventual alianza con los partidos y movimientos agrupados en “Chile Digno”.
Esa tesis no puede estar más equivocada. Para nadie puede ser una sorpresa que el FA no es ajeno a los cambios que ha vivido nuestro país desde el momento en que se estableció como coalición antineoliberal el 2017. Si en ese momento su “amplitud” era una característica que lo fortalecía en un esfuerzo por constituir un polo transformador más dinámico que el fallido proyecto de la Nueva Mayoría, la revuelta del 2019 cambió el escenario político de manera profunda, radicalizando las críticas y las demandas levantadas por un amplio pero heterogéneo sector de la sociedad chilena.
De esa manera, si en 2017 un programa antineoliberal consensuado con fuerzas como el Partido Liberal tenía sentido para una parte importante del electorado, el 2019 se volvió insuficiente dada la extensión y profundidad de la crisis que comenzó a vivir el modelo societario transicional.
Ante ello, la división de las fuerzas transformadoras en varios referentes, sobre todo de cara al proceso constitucional conquistado por la movilización social, apareció como un absurdo, colocando este escenario gran presión para que tanto el FA como Chile Digno asuman de manera conjunta un programa más radical en sus posturas. Si bien ese debate estratégico no se ha desarrollado sistemáticamente, sus expresiones parciales develaron todas las tensiones acumuladas entre los sectores moderados y los de izquierda al calor de la lucha de clases.
Quienes desde una lectura más clásica y moderada -o conservadora podríamos decir- demandan una por ahora vacía “unidad amplia” de “toda la oposición” para “derrotar a la derecha”, como sectores de RD o el mismo Partido Liberal, van quedando off-side en la medida en que sus posiciones terminan alineándose con las de los partidos políticos tradicionales de la centro-izquierda agrupadas hoy en “Unidad Constituyente” y que buscan de una u otra forma administrar la crisis nacional desde arriba, y sin un horizonte antineoliberal claro.
Estamos, en ese sentido, ante un reordenamiento de fuerzas entre la izquierda y el progresismo que debería permitir el establecimiento de un programa anti-neoliberal claro y audaz a partir de la confluencia de la izquierda en un espacio conjunto, y de la constitución de un referente reformista a partir del progresismo moderado en Unidad Constituyente, y no ante una crisis terminal ni del Frente Amplio ni de la izquierda en general. Pero tampoco se trata de sacar cuentas alegres.
Comentaba el año 2018 en una columna en este mismo medio[1] que podíamos establecer que “el nuevo período al menos se abre con una oposición entre los esfuerzos del gran capital por superar la crisis de hegemonía estadounidense –y del patrón neoliberal de acumulación- a través de la reivindicación de las fronteras nacionales para disciplinar localmente a las fuerzas sociales descontentas, ante un campo popular que pugna por levantar desde las luchas sociales un proyecto político contrahegemónico”. En términos generales, es posible decir que ninguno de los factores de este enunciado se ha modificado. Si bien en EE.UU. la apuesta de extrema derecha de Trump fue reemplazada por el establishment Demócrata que representa los intereses del capital transnacional, a nivel global el nacionalismo radical se ha consolidado en países como India, Hungría, Israel, Reino Unido o Polonia, quedando pendiente cuál será la receta que aplicarán tanto en su disputa con China por la hegemonía global, como con el campo popular, que desde la revuelta en Chile a las luchas de masas de la clase trabajadora en India o los chalecos amarillos en Francia continúa dando ejemplos de vida.
Lamentablemente, ante un escenario que en nuestro país se expresó en la revuelta política más fuerte en décadas, en la izquierda chilena hemos sido incapaces de articular las demandas sociales con la lucha política en un programa transformador concreto. En cierta medida, la rápida institucionalización de nuestros aparatos partidarios -o derechamente electorales- conspiró al vaciar nuestras organizaciones de buena parte de su músculo social, centrando el trabajo cotidiano de los mismos en las aristas institucionales.
Incluso ahora que ya se instalan diversas candidaturas de cara a la Convención Constitucional, el programa que le presentamos al Chile movilizado que lleva más de un año demandando una transformación del país sigue siendo una incógnita, y la definición de quienes llenan los cupos tienen más que ver con disputas internas entre sectores y lotes, o casi concursos de popularidad. La propuesta política brilla por su ausencia o en el mejor de los casos no pasa de ser una expresión de ciertas demandas parciales de un segmento específico.
En este plano urge recuperar el sentido originario que dio vida a la que en su momento fue catalogada como “izquierda emergente”, y que en particular hoy en día conforma partidos como Convergencia Social y Comunes en el FA, o Izquierda Libertaria o el Movimiento Victoria Popular en Chile Digno: ser expresión política de las luchas de masas del ciclo 2001-2019.
Para ello hay que enfrentar la discusión en dos planos: las condiciones actuales que nos entrega la lucha de clases, y por lo tanto que determinará el carácter del texto constitucional que podremos obtener de la Convención Constitucional, y el contenido programático que iremos a disputar, en su doble carácter de conquistar lo posible y delinear las luchas del futuro.
Respecto al primero, recurro a la elaboración general que desarrollamos en Izquierda Libertaria previo al quiebre del año 2017 en torno a la estrategia de “ruptura democrática” -hoy reivindicada por sectores de Convergencia Social y en lo que queda de IL aunque en buena medida pareciera haberse perdido gran parte de su contenido-, en particular en lo que se refiere a lo que denominamos como “fases de enfrentamiento”.
Decíamos en ese minuto que en el marco del rearme del movimiento popular al calor de las luchas que se desarrollaban, se buscaba generar las condiciones políticas para abrir un nuevo escenario en el que cambiara la correlación de fuerzas entre clases sociales, de manera de mejorar las posibilidades de superar el neoliberalismo y sentar las bases para una transformación socialista. Esta primera fase se denominaba “defensa estratégica” y estaba caracterizada por una estrategia de ruptura democrática que buscaba impulsar reformas que rompieran los cerrojos autoritarios heredados de la dictadura.
Una fases siguiente se denominaba de “equilibrio estratégico” caracterizada, como su nombre lo indica, por un aspecto de transición que podía dar pie tanto a reformas profundas del modelo chileno como a una regresión autoritaria de la mano de la fascistización de las capas medias en un marco de crisis económica, que revirtiera la precaria correlación de fuerzas tímidamente favorable al campo popular y que reinstaurara el neoliberalismo disciplinando mediante la represión a los sectores movilizados.
Aterrizando ambos conceptos esquemáticos, podemos leer que a partir del 18 de octubre del 2019 se abre una correlación de fuerzas diferente a la que se arrastraba al menos desde el 2001 con el inicio del ciclo de movilizaciones de masas, que a partir de amplias y diversas luchas de masas logra el año pasado hacer saltar los cerrojos autoritarios que blindaban el modelo y que instauraron el itinerario constitucional iniciado el 25 de octubre recién pasado. Sin embargo, ese equilibrio es precario: se ha mantenido en el tiempo de manera artificial debido a la pandemia y puede terminar en una derrota de las fuerzas transformadoras si no somos capaces de aunar a un incipiente bloque histórico transformador capaz de doblegar a la oligarquía, que busca defender sus privilegios mediante todos los mecanismos a su alcance.
En este momento extraño, a medio camino entre la transformación y la regresión, debemos consolidar posiciones mediante una Constitución que si bien responderá a la actual correlación de fuerzas, por lo tanto no será todo lo que deseamos -esto es, socialista- debe sentar las condiciones de posibilidad para que la lucha social y política continúe avanzando en ese camino. Por lo tanto, debe no sólo desmantelar los ejes centrales del neoliberalismo, sino instaurar las bases que posibiliten una transición hacia otro modelo societario.
De esta manera hay que comprender que si bien buena parte de las demandas que las organizaciones de masas levantaron los últimos 20 años se estructuraron en buena medida en torno a la disputa por el aseguramiento de los Derechos Sociales por parte del Estado -conculcados por la agenda privatizadora y de inversión de recursos de manera focalizada propias del neoliberalismo-, las mismas no pueden entenderse como una simple “lista de supermercados”, sino que se articulan en un horizonte transformador.
Esto quiere decir que debemos imaginar la Constitución como el documento que estructure esta transición eliminando los principales enclaves conservadores que conculcan o consagran la opresión de mujeres y disidencias sexuales en torno por ejemplo a la definición de la familia o del inicio de la vida, incorporando una definición del país como uno plurinacional, incorporando al mismo al conjunto de pueblos que conviven en su interior en igualdad de derechos, y terminando con la primacía de la iniciativa privada en el sistema económico y en la entrega de derechos básicos hoy privatizados, como la educación, la salud, pensiones, el acceso al agua y otros recursos naturales etc.
El artículo 19 de la CP es clave en varios aspectos, algunos de ellos ya mencionados, pero es importante destacar dos que a mi juicio son centrales: en su numeral 16 referente a la libertad de trabajo y su protección limita la negociación colectiva a la empresa en que se labore, coartando la posibilidad de negociar por rama productiva, algo fundamental para entregarle capacidad de negociación real a los sindicatos, y limita -sin éxito- la capacidad de movilización de los funcionarios del Estado.
Junto con ello en sus numerales 20, 21 y 22 consagran implícitamente el carácter subsidiario del Estado, limitando su acción a cuando los capitales privados no tengan la capacidad de resolver sus problemas vía el mercado de forma individual, asumiendo un rol regulador, pero sin capacidad interventora.
Si queremos un Estado que no solo tenga la capacidad de asegurar los derechos sociales que buscamos consagrar en el texto constitucional, sino sentar las bases de un nuevo modelo productivo sustentable y que no dependa de la exportación de recursos naturales sin valor agregado, ni de una estructura económica sustentada en micro, pequeñas y medianas empresas subordinadas a las grandes empresas privadas o que sostienen a la población en condiciones de subsistencia, es fundamental que por ejemplo, el Estado pueda focalizar recursos en una rama productiva específica, intervenir directamente mediante empresas propias, y acumular recursos para si mediante impuestos.
Finalmente, hay discusiones pendientes y que van de la mano con lo anterior respecto a instituciones como el Banco Central, que hoy está enfocado sólo en el control de la inflación cuando podría tener un doble mandato incorporando el empleo como variable (como el Banco Central de Estados Unidos, la FED) o incluso la estabilidad financiera. La coordinación entre el Banco Central y el gobierno permitiría eventualmente favorecer sectores definidos como estratégicos para fortalecer su capacidad exportadora -como lo hizo China devaluando su moneda- resulta clave.
No cabe duda que estos elementos son tremendamente superficiales y requieren una discusión política mayor, pero resulta indispensable ponerlos sobre la mesa con urgencia, si no corremos el riesgo de ser absorbidos por un electoralismo vacío que, oportunismo político mediante, nos puede dejar en una posición de meros administradores del modelo, defraudando las esperanzas que las jornadas de octubre de 2019 abrieron en el país.
Notas
[1] “Notas para pensar una política de izquierda en un nuevo período”, 09 de diciembre de 2018, Revista Rosa.
Activista sindical, militante de Convergencia Social, e integrante del Comité Editorial de Revista ROSA. Periodista especialista en temas internacionales, y miembro del Grupo de Estudio sobre Seguridad, Defensa y RR.II. (GESDRI).