Eduardo no estaba enajenado ni era tonto. Era un hombre de izquierda, comunista; herido, por cierto, y también resuelto. Y, en consecuencia, la cesantía, la enfermedad y la miseria no requerían ser yugos personales para sufrirlos como propios; menos cuando sometían con total impunidad a sus cercanos. Eduardo sencillamente resolvió hacer algo que el mismo calificó como “terrible” al respecto.
por Camilo Santibáñez Rebolledo
Imagen / Monolito conmemorativo de Eduardo Segundo Miño Pérez, Maipú, Santiago, Fuente: Wikipedia.
Con medio siglo a cuestas, el cuerpo de Eduardo Miño sucumbió en la Posta Central cuando transcurrían los primeros diez minutos del sábado 1 de diciembre del 2001. El mediodía previo, Eduardo se había apuñalado a sí mismo en el abdomen, se había rociado combustible y se había prendido fuego frente a La Moneda.
En un primer momento, la policía pensó que el origen del humo negro era un objeto encendido por el grupo de tripulantes que se manifestaba en el mismo lugar contra la Ley de Pesca. La crispación social que había inaugurado el siglo lo hacía posible, pues las protestas por la escasez de trabajo llevaban tiempo agudizándose. De hecho, la prensa consignó que Miño se sumaba a los “22 pescadores que se han suicidado agobiados por la cesantía”i y los tripulantes que presenciaron la inmolación reaccionaron gritando “en contra del gobierno y los empresarios por empujar a los trabajadores a llegar a este extremo”ii.
La respuesta del ejecutivo -grabada en un punzante titular de La Tercera- acusa la misma tensión: “Gobierno reacciona desviando la atención hacia el tema de asbesto”iii. En efecto, el jefe de prensa de Ricardo Lagos fotocopió la carta -ampliamente conocidaiv– que Eduardo había repartido antes de prenderse fuego, y la difundió entre los periodistas “insistiendo en que no existían antecedentes de que Miño estuviera desempleado y que en la misiva se culpaba a los empresarios y a la industria Pizarreño”. De este modo, La Moneda cerró el tema felicitándose por haber prohibido el uso de asbesto un año antes, eludiendo su responsabilidad en el violento desalojo policial al Partido Comunista -referido en la carta-, e igualmente logró desentenderse del más irascible de los problemas: la cesantía.
Puede resultar extraño a estas alturas, pero, en estricto rigor, no está demasiado claro que Eduardo fuera un desempleado. Es cierto que, según quienes lo asistieron tras incendiarse, sus primeras palabras fueron: “soy cesante”v. También que llevaba meses inscrito como tal en su municipalidadvi y que una de sus primas confidenció a la prensa que, el día antes de su protesta, “no tenía ni té ni azúcar”vii. Pero es igualmente cierto -y la familia fue enfática en esto- que había sido colectivero hasta hacía poco, y, tras vender la máquina, y hasta el día de los hechos, se había dedicado a trabajar con un pariente en una automotora.viii
También puede resultar extraño constatar que ocurre algo semejante con su salud pulmonar. Pues, aunque pertenecía a la Asociación de Víctimas del Asbesto -y este asunto ocupó la mayor parte de su carta pública-, tampoco es claro que él sufriera de asbestosis o cáncer; básicamente, porque nunca contó con un diagnóstico que lo ratificara. Para entonces, eso sí, los fallecidos por este motivo superaban el centenar -incluido el padre de Eduardo-ix. Y, según puede leerse en los relatos: “los enfermos bramaban de dolor antes de morir” porque “el sufrimiento era espantoso”x. De modo que es muy posible que la situación de Eduardo fuera semejante a la que reconoció luego uno de sus amigos: “todos los que vivimos en la villa tenemos miedo de tener la enfermedad [pero] no he querido hacerme los exámenes”xi.
Sin embargo, la prensa no trepidó: Eduardo Miño Pérez, víctima de las circunstancias, actuó “desesperado por su cesantía de varios meses y por sufrir de cáncer producto del asbesto”xii. Las razones para el modo, en tanto, las proporcionó una grafóloga, basándose en la omisión de los puntos de las íes en la carta pública: “Tenía una tremenda necesidad de ser reconocido, [por eso buscó] una muerte exhibicionista”. “Sus trazos”, agregó, “reflejan que tenía una imagen errónea de sí mismo, porque se sentía muy capaz intelectualmente”xiii. Aunque en tonos diferentes, ambas interpretaciones privaron de racionalidad su atentado.
Pero Eduardo no estaba enajenado ni era tonto. Era un hombre de izquierda, comunista; herido, por cierto, y también resuelto. Y, en consecuencia, la cesantía, la enfermedad y la miseria no requerían ser yugos personales para sufrirlos como propios; menos cuando sometían con total impunidad a sus cercanos. Eduardo sencillamente resolvió hacer algo que el mismo calificó como “terrible” al respecto.
Su velatorio se realizó en la sede de la CUT aquel fin de semana que inició diciembre, y su funeral fue el lunes 3, en el Cementerio Parroquial de Maipú. Allí se dispuso una tribuna sobre un pequeño camión -en la que flameaba una bandera de su partido- y a un costado se extendió un letrero con sus últimas diez palabras manuscritas: “Mi alma que desborda humanidad ya no soporta tanta injusticia”.
1 de diciembre de 2020
Notas
Camilo Santibáñez R.
Historiador y docente del Departamento de Historia de la Universidad de Santiago de Chile.