He dicho antes que la así llamada crisis del marxismo no es una crisis de la ciencia marxista, que nunca ha sido más rica, sino más bien una crisis de la ideología marxista. Si la ideología –para darle una definición un tanto distinta– es una visión del futuro que fascina a las masas, tenemos que admitir que, salvo en unos pocos experimentos colectivos en desarrollo, como los de Cuba y Yugoslavia, ningún partido o movimiento marxista o socialista en ningún lugar del mundo tiene la más ligera idea de lo que el socialismo o el comunismo como sistema social debiese ser y qué apariencia podríamos esperar que tuviera. Esa visión no será puramente económica, si bien los economistas marxistas se muestran tan incapaces como el resto de nosotros en su fracaso en abordar este problema utópico de un modo serio. Es asimismo eminentemente social y cultural e involucra la tarea de tratar de imaginar cómo una sociedad sin jerarquía, una sociedad de personas libres, una sociedad que al mismo tiempo ha repudiado los mecanismos económicos del mercado, podría cohesionarse.
por Fredric Jameson. Traducción por Rodrigo Zamorano
Originalmente publicado como “Cognitive Mapping”, en Marxism and the Interpretation of Culture, eds. Cary Nelson y Lawrence Grossberg (Champaign: University of Illinois Press, 1988), 347-58.
Imagen / Prometeo de oro del Rockefeller Center ocupando una mascarilla, junio 2020, Brecht Bug. Fuente.
Estoy tratando una materia de la cual no sé absolutamente nada, salvo que no existe. Por lo general la descripción, el reclamo o la predicción por una nueva estética son cuestiones de las que se ocupan artistas en ejercicio, cuyos manifiestos articulan la originalidad que esperan se encuentre en sus propias obras, o críticos que piensan que ya tienen ante sus ojos los inicios o la emergencia de lo radicalmente nuevo. Desafortunadamente, no puedo reclamar ninguna de estas posiciones, y dado que ni siquiera estoy seguro de cómo imaginar el tipo de arte que quiero proponer aquí, y mucho menos de afirmar su posibilidad, bien se me podría preguntar qué tipo de operación será esta para producir el concepto de algo que no podemos imaginar.
Quizás todo esto sea una suerte de pantalla, ya que lo que estará en juego será en realidad algo distinto. Me he visto obligado, al proponer una estética del mapeo cognitivo, a hacer un considerable rodeo a través de los grandes temas y shibboleths del postmarxismo, de modo que bien puede que para mí efectivamente la estética aquí sea poco más que un pretexto para debatir esas cuestiones teóricas y políticas. Que así sea. En cualquier caso, durante esta conferencia marxista he tenido frecuentemente la sensación de que soy uno de los pocos marxistas que quedan. Supongo que siento cierta responsabilidad por volver a exponer lo que para mí parecen ser unas cuantas verdades evidentes por sí mismas, pero que para ustedes puede que constituyan pintorescos remanentes de una forma de creencia religiosa, milenarista, salvacional.
De cualquier modo, quisiera evitar el malentendido de que la estética que planeo bosquejar pretende desplazar y suplantar toda una serie de otras estéticas ya existentes o posibles e imaginables de un tipo distinto. El arte siempre ha hecho muchísimas cosas distintas y ha tenido muchísimas funciones diferenciadas e inconmensurables: dejemos que siga haciendo todo esto, lo que ciertamente hará, de todos modos, incluso en la Utopía. Pero el propio pluralismo de lo estético sugiere que no debería haber nada particularmente represivo en el intento de recordarnos y de resucitar experimentalmente una función tradicional de lo estético que en nuestro tiempo ha sido peculiarmente descuidada y marginalizada, si es que no proscrita del todo.
“Instruir, conmover, deleitar”: de estas formulaciones tradicionales de los usos de la obra de arte, lo primero ha sido prácticamente eliminado de la crítica y la teoría contemporáneas. Pero la función pedagógica de una obra de arte parece de varias maneras haber sido un parámetro ineludible de cualquier estética marxista imaginable, si es que no también de algunas otras, y es el gran mérito histórico del trabajo de Darko Suvin insistir repetidamente en una formulación más contemporánea de este valor estético en el sugerente eslogan de lo cognitivo, del cual me he apropiado el día de hoy. Tras el trabajo de Suvin, desde luego, se encuentra el inmenso, si bien ya parcialmente institucionalizado y reificado, ejemplo del propio Brecht, a quien cualquier estética cognitiva de nuestro tiempo debe necesariamente homenajear. Y quizás ya no sea el teatro de Brecht, sino su poesía la que todavía constituye para nosotros la demostración irrefutable de que el arte cognitivo no tiene por qué reanimar ninguno de los antiguos temores sobre la contaminación de lo estético por la propaganda o la instrumentalización del juego y la producción culturales por el mensaje del impulso extra-estético (vilmente práctico). La de Brecht es una poesía del pensamiento y la reflexión, pero nadie que haya sido deslumbrado por la densidad escultórica del lenguaje brechtiano, por la cruda simplicidad con la que una distancia contemplativa con respecto a los acontecimientos históricos aquí es poderosamente condensada en las antiguas formas de la sabiduría y los proverbios populares, en oraciones tan compactas como las cucharas y los recipientes de madera de los campesinos, seguirá cuestionando la aserción de que al menos en su poesía –y de modo tan excepcional en toda la historia de la cultura contemporánea– lo cognitivo deviene en y por sí mismo la fuente inmediata de un profundo deleite estético.
Menciono a Brecht para evitar otro malentendido: que de algún modo se tratará aquí de la cuestión del retorno a alguna estética más antigua, la del propio Brecht incluso. Y este es quizás el momento de advertirles que tiendo a usar la cargada palabra “representación” de una manera distinta a cómo ha sido consistentemente usada en la teoría postestructuralista o postmarxista, a saber, como sinónimo de algún mal realismo ideológico y orgánico o de un espejismo de unificación realista. Para mí la “representación” es más bien sinónimo de la propia “figuración”, independientemente de la forma histórica e ideológica de ésta última. Asumo, por lo tanto, en lo que sigue, que todas las formas de producción estética consisten de un modo u otro en la lucha con y por la representación, ya sean dichas formas ilusiones de perspectiva o trompe l’oeils o los más reflexivos y diacríticos, iconoclastas o rupturistas modernismos. De modo que, al menos en mi lenguaje, el llamado a nuevos tipos de representación no pretende sugerir el retorno a Balzac o Brecht, ni tampoco supone una valorización del contenido por sobre la forma, otra distinción arcaica que aún siento que es indispensable y sobre la cual tendré en breve algo más que decir.
En el proyecto para un análisis espacial de la cultura que he estado elaborando para el instituto educacional que organizó esta conferencia, he intentado sugerir que cada una de las tres etapas históricas del capital ha generado su tipo de espacio específico, si bien estas tres etapas del espacio capitalista obviamente están mucho más profundamente interrelacionadas de lo que lo están los espacios de otros modos de producción. Los tres tipos de espacio que tengo en mente son el resultado de las expansiones discontinuas o saltos cuánticos en la ampliación del capital, en su penetración y colonización de áreas hasta ahora no mercantilizadas. Por lo tanto, notarán al pasar que aquí se presupone una cierta fuerza unificadora y totalizante, si bien no se trata del Espíritu Absoluto hegeliano, ni del partido, ni tampoco de Stalin, sino simplemente del propio capital; y es a propósito de la fuerza de tal perspectiva que uno de mis amigos, un jesuita radical, alguna vez me acusó públicamente de monoteísmo. Como mínimo, es cierto que la idea del capital se encuentra o desemboca en la noción de una lógica unificada de este mismo sistema social, es decir, para ponerlo en el estigmatizado lenguaje sobre el que volveré luego, que ambos son conceptos ineludiblemente totalizantes.
He tratado de describir el primer tipo de espacio del capitalismo clásico o de mercado en términos de una lógica de la grilla: la reorganización de un antiguo espacio sagrado y heterogéneo en la homogeneidad geométrica y cartesiana, un espacio de equivalencia y extensión infinitas del cual pueden encontrar un tipo de dramática o emblemática representación clave en el libro de Foucault sobre las prisiones. El ejemplo, sin embargo, exige la advertencia de que una perspectiva marxiana sobre tal espacio lo fundamenta en la taylorización y el proceso de trabajo antes que en aquella misteriosa y mítica entidad foucaultiana llamada “poder”. El surgimiento de este tipo de espacio probablemente no supondrá problemas de figuración tan agudos como aquellos que enfrentaremos en las posteriores etapas del capitalismo, ya que aquí, por el momento, somos testigos de ese conocido proceso desde hace mucho asociado por lo general con la Ilustración, a saber, la desacralización del mundo; la decodificación y secularización de las antiguas formas de lo sagrado o lo trascendente; la lenta colonización del valor de uso por el valor de cambio; la desmitificación “realista” de los antiguos tipos de narrativas trascendentes en novelas como Don Quijote; la estandarización tanto del sujeto como del objeto; la desnaturalización del deseo y su desplazamiento último por la mercantilización o, en otras palabras, el “éxito”, etc.
Los problemas de la figuración que nos interesan sólo se volverán visibles en la siguiente etapa, en el pasaje del capitalismo de mercado al capitalismo de monopolio, o lo que Lenin llamó la “fase del imperialismo”; y ellos pueden expresarse mediante la creciente contradicción entre la experiencia vivida y la estructura, o entre la descripción fenomenológica de la vida de un individuo y el modelo más propiamente estructural de las condiciones de existencia de esa experiencia. Demasiado rápidamente, podemos decir que, mientras que en las sociedades antiguas y quizás incluso en las etapas tempranas del capitalismo de mercado, la experiencia inmediata y limitada de los individuos aún era capaz de abarcar y coincidir con la verdadera forma económica y social que gobernaba esa experiencia, en el siguiente momento estos dos niveles se apartan cada vez más y comienzan realmente a constituir esa oposición que la dialéctica clásica describe como Wesen y Erscheinung, esencia y apariencia, estructura y experiencia vivida.
En este punto la experiencia fenomenológica del sujeto individual –tradicionalmente, la materia prima por excelencia de la obra de arte– se ve limitada a un ínfimo rincón del mundo social, una vista de cámara fija de una cierta sección de Londres o del campo o de lo que sea. Pero la verdad de esa experiencia ya no coincide con el lugar en el que tiene lugar. La verdad de esa limitada experiencia diaria de Londres se encuentra más bien en India o Jamaica o Hong Kong y está atada al sistema colonial total del Imperio Británico, que determina el carácter mismo de la vida subjetiva del individuo. Pero esas coordenadas estructurales ya no son accesibles para la experiencia vivida inmediata y a menudo ni siquiera son conceptualizables para la mayoría de las personas.
De modo que surge una situación en la cual podemos decir que si la experiencia individual es auténtica, entonces no puede ser verdadera, y que si un modelo científico o cognitivo del mismo contenido es verdadero, entonces escapa a la experiencia individual. Es evidente que esta nueva situación plantea tremendos y devastadores problemas para una obra de arte, y he sostenido que es un intento de cuadrar este círculo y de inventar nuevas y elaboradas estrategias formales para superar este dilema que el modernismo o, quizás aún mejor, los distintos modernismos como tales emergen: en formas que inscriben una nueva sensación del sistema colonial global ausente en la sintaxis misma del propio lenguaje poético, un nuevo juego de ausencia y presencia que en su versión más simplificada estará asediado por lo erótico y tatuado con los nombres de lugares extranjeros, y en su punto de mayor intensidad supondrá la invención de extraordinarios y novedosos lenguajes y formas.
En este punto quisiera introducir otro concepto fundamental para mi argumento, aquello que llamo el “juego de la figuración”. Se trata de un concepto esencialmente alegórico que supone lo obvio: que estas nuevas y enormes realidades globales son inaccesibles a cualquier sujeto o consciencia individual –ni siquiera para Hegel, y menos aún para Cecil Rhodes o la Reina Victoria–, es decir, que de algún modo esas realidades fundamentales son finalmente irrepresentables o, para usar la expresión althusseriana, son algo así como una causa ausente, que nunca surge en el presente de la percepción. Pero esta causa ausente puede encontrar figuras mediante las cuales expresarse distorsionada y simbólicamente: de hecho, una de nuestras tareas básicas como críticos de la literatura es rastrear y volver conceptualmente disponibles las realidades y experiencias últimas designadas por esas figuras, que la mente lectora inevitablemente tiende a reificar y a leer como contenidos primarios por derecho propio.
Ya que hemos evocado el momento modernista y su relación con la nueva gran red colonial global, daré un ejemplo bastante simple pero especializado de un tipo de figura específica de esta situación histórica. Todos saben cómo, hacia fines del siglo XIX, una amplia gama de escritores comenzó a inventar formas para expresar lo que llamaré “relativismo monádico”. En Gide y Conrad, en Fernando Pessoa, en Pirandello, en Ford, en menor medida en Henry James e incluso muy oblicuamente en Proust, lo que comenzamos a ver es la sensación de que cada conciencia es un mundo cerrado, de modo que una representación de la totalidad social debe ahora tomar la forma (imposible) de una coexistencia de dichos mundos subjetivos sellados y su peculiar interacción, que en realidad son barcos que se cruzan en la noche, un movimiento centrífugo de líneas y planos que nunca pueden intersectarse. El valor literario que emerge de esta nueva práctica formal se llama “ironía”, y su ideología filosófica a menudo toma la forma de una apropiación vulgar de la teoría de la relatividad de Einstein. En este contexto, lo que quiero sugerir es que estas formas, cuyo contenido generalmente es la vida de clase media privatizada, constituyen no obstante síntomas y expresiones distorsionadas de la infiltración, incluso en la experiencia vivida de la clase media, de esta extraña nueva relatividad global de la red colonial. Una entonces es la figura de la otra, más allá de lo deformada y simbólicamente reescrita que pueda estar, y supongo que este proceso figural seguirá siendo central en todos los subsecuentes intentos por reestructurar la forma de la obra de arte para acomodar el contenido que debe resistir y escapar radicalmente a la figuración artística.
Si esto es así para la época del imperialismo, cuánto más válido debe ser para nuestro momento, el de la red multinacional, o lo que Ernest Mandel llama el “capitalismo tardío”, en el cual no sólo la antigua ciudad sino incluso el propio estado-nación ha dejado de jugar un rol funcional y formal central en un proceso que, en un nuevo salto cuántico del capital, se ha expandido prodigiosamente más allá de ellos, dejándolo atrás como restos ruinosos y arcaicos de etapas anteriores del desarrollo de este modo de producción.
Me doy cuenta en este punto de que lo persuasivo de mi demostración depende de que ustedes tengan un sentido perceptual bastante vívido de lo que es único u original del espacio posmodernista, cuestión que he estado tratando de verbalizar en mi exposición, pero para la cual es más difícil ofrecer aquí algún atajo. Brevemente, quisiera sugerir que el nuevo espacio implica la supresión de la distancia (en el sentido del aura benjaminiana) y la implacable saturación de todo hueco y lugar vacío restantes, al punto que el cuerpo posmoderno –ya sea que vague por un hotel posmoderno, que esté envuelto en sonidos rock gracias a audífonos o que sufra las conmociones y bombardeos de la Guerra de Vietnam tal como Michael Herr los presentara– está ahora expuesto a una descarga perceptual de inmediatez de la cual se han removido todas las capas protectoras y las mediaciones intermedias. Hay, desde luego, muchos otros rasgos de este espacio que idealmente quisiera comentar –más notablemente el concepto de espacio abstracto de Lefebvre como aquello que simultáneamente es homogéneo y está fragmentado–, pero creo que la peculiar desorientación del espacio saturado que ya he mencionado será el hilo conductor más útil.
Deben entender que considero estas peculiaridades espaciales del posmodernismo como síntomas y expresiones de un dilema nuevo e históricamente original, que se relaciona con nuestra inserción como sujetos individuales en un conjunto multidimensional de realidades radicalmente discontinuas cuyos marcos van desde los espacios aún supervivientes de la vida privada burguesa hasta el inimaginable descentramiento del propio capital global. Ni siquiera la relatividad einsteniana o los múltiples mundos subjetivos de los antiguos modernistas son capaces de ofrecer algún tipo de figuración adecuada de este proceso, que en la experiencia vivida se hace sentir en la así llamada muerte del sujeto o, más exactamente, en el descentramiento y la dispersión fragmentados y esquizofrénicos de éste último (que ya ni siquiera puede seguir cumpliendo la función del reverberador o “punto de vista” jamesiano). Y si bien puede que no se hayan dado cuenta, aquí estoy hablando de la política práctica: desde la crisis del internacionalismo socialista y las enormes dificultades estratégicas y tácticas para coordinar las acciones políticas locales y de bases o vecinales con las nacionales o internacionales, estos urgentes dilemas políticos son todos funciones inmediatas del enormemente complejo nuevo espacio internacional que tengo en mente.
Permítanme aquí ofrecer un ejemplo en la forma de un breve comentario de un libro que creo que no es conocido por muchos de ustedes pero que, en mi opinión, es sumamente importante y sugerente para los problemas espaciales y políticos. Es un libro de no ficción, una narrativa histórica de la experiencia política más significativa de los 1960s estadounidenses: Detroit: I Do Mind Dying, de Marvin Surkin y Dan Georgakas (pienso que hemos llegado a ser lo suficientemente sofisticados como para entender que los análisis estéticos, formales y narrativos tienen implicancias que trascienden por mucho aquellos objetos marcados como ficción o literatura). Detroit: I Do Mind Dying es un estudio del auge y la caída de la Liga de Trabajadores Negros Revolucionarios en esa ciudad a fines de la década de 1960.[1] La formación política en cuestión fue capaz de conquistar poder en el espacio laboral, particularmente en las fábricas de automóviles; introdujo una importante cuña en los medios y el monopolio informativo de la ciudad por medio de un periódico estudiantil; eligió jueces; y por último estuvo a un pelo de elegir el alcalde y apoderarse del aparato de poder de la ciudad. Esto fue, desde luego, un logro político extraordinario, caracterizado por un sentido extremadamente sofisticado de la necesidad de una estrategia de múltiples niveles para la revolución que implicó iniciativas en los distintos niveles sociales del proceso de trabajo, los medios y la cultura, el aparato judicial y la política electoral.
Pero es igualmente claro –y mucho más claro en los triunfos prácticos de este tipo que en las anteriores etapas de las políticas vecinales– que tal estrategia está atada y engrillada a la propia forma ciudad. De hecho, una de las enormes fortalezas del superestado y de su constitución federal se encuentra en las evidentes discontinuidades entre la ciudad, el estado y el poder federal: si no es posible realizar el socialismo en un país, ¿cuánto más irrisorias son entonces las posibilidades para el socialismo en una ciudad de los Estados Unidos hoy? En efecto, puede que nuestros visitantes extranjeros no sepan que en este país existen cuatro o cinco comunas socialistas, cerca de una de las cuales, en Santa Cruz, California, viví hasta hace no mucho. Nadie querría subestimar estos éxitos locales, pero parece poco probable que muchos de nosotros pensemos en ellos como el primer paso decisivo en la transición al socialismo.
Si no es posible construir el socialismo en una ciudad, supongamos entonces la conquista de toda una serie de grandes centros urbanos clave uno tras otro. Esto es lo que la Liga de Trabajadores Negros Revolucionarios comenzó a pensar, o sea que comenzaron a sentir que su movimiento era un modelo político y que debería ser generalizable. El problema que surge es espacial: cómo desarrollar un movimiento político nacional sobre la base de una estrategia y una política citadina. De cualquier modo, la conducción de la Liga comenzó a correr la voz en otras ciudades y viajó a Italia y Suecia para estudiar las estrategias de los trabajadores allí y para explicar su propio modelo, al mismo tiempo que políticos de otras ciudades fueron a Detroit a estudiar las nuevas estrategias. En este punto debiese resultar claro que estamos en medio del problema de la representación, cuestión señalada no en menor medida por la aparición de esa ominosa palabra estadounidense “conducción” [“leadership”]. De un modo más general, sin embargo, estos viajes fueron más que establecimiento de redes, creación de contactos, propagación de información: ellos plantearon el problema de cómo representar un modelo y una experiencia locales singulares para personas en otras situaciones. De modo que fue lógico que la Liga hiciera una película sobre su experiencia, y una muy buena e interesante.
Sin embargo, las discontinuidades espaciales son más sinuosas y dialécticas y no se resuelven en ninguna de las formas más obvias. Por ejemplo, ellas retornaron a la experiencia de Detroit como un límite último antes de que dicha experiencia colapsara. Lo que sucedió fue que los militantes de la Liga que viajaban en primera clase se habían transformado en estrellas mediáticas; no sólo se estaban distanciando de su electorado local, sino que, peor aún, ninguno se quedó en casa para cuidar el negocio. Habiendo accedido a un plano espacial más amplio, la base desapareció bajo sus pies, y con esto el experimento social revolucionario más exitosos de esa rica década política en los Estados Unidos llegó a su tristemente anticlimático fin. No pretendo decir que no haya dejado huellas, ya que un número de logros locales permanecen, y de cualquier manera todo experimento político valioso continúa alimentando la tradición de forma soterrada. Más irónico en nuestro contexto, sin embargo, es el éxito mismo de su fracaso: la representación –el modelo de esta compleja dialéctica espacial– sobrevive triunfalmente en la forma de una película y un libro, pero en el proceso de devenir imagen y espectáculo el referente parece haber desaparecido, como muchos desde Guy Debord hasta Jean Baudrillard siempre nos advirtieron que sucedería.
Pero este mismo ejemplo puede servir para ilustrar la proposición de que la representación espacial exitosa hoy no tiene por qué ser un edificador drama realista-socialista de triunfo revolucionario, sino que igualmente puede estar inscrita en una narrativa de derrota, que a veces de manera incluso más efectiva hace que tras ella se levante la silueta fantasmal de la arquitectura completa del espacio global posmoderno como una barrera dialéctica o límite invisible últimos. Puede que este ejemplo también dé un poco más de sentido al eslogan del mapeo cognitivo al cual me referiré ahora.
Me veo en la tentación de describir la manera en que entiendo este concepto como una suerte de síntesis entre Althusser y Kevin Lynch, formulación que seguramente no les dirá mucho a menos que sepan que Lynch es el autor de La imagen de la ciudad, un texto clásico que a su vez dio origen a toda la subdisciplina de bajo nivel que hoy toma la frase “mapeo cognitivo” como su propia designación.[2] La problemática de Lynch permanece atrapada dentro de los límites de la fenomenología y su libro sin duda puede someterse a muchas críticas en sus propios términos (siendo no la menor de ellas la ausencia de toda concepción de la agencia política o del proceso histórico). Mi uso del libro será emblemático, ya que el mapa mental del espacio citadino explorado por Lynch puede extrapolarse a aquel mapa mental de la totalidad social y global que todos llevamos en nuestras cabezas en formas distintamente confusas. Echando mano de los centros de Boston, Nueva Jersey y Los Ángeles, y mediante entrevistas y cuestionarios en los que se les pidió a los sujetos que dibujaran sus contextos citadinos de memoria, Lynch sugiere que la alienación urbana es directamente proporcional a la inmapeabilidad mental del paisaje urbano local. Así, una ciudad como Boston, con sus perspectivas monumentales, sus hitos y monumentos, su combinación de formas espaciales espléndidas pero simples, incluyendo límites dramáticos tales como el Río Charles, no sólo le permite a las personas poder imaginar una ubicación generalmente exitosa y continua con respecto al resto de la ciudad, sino que además les da algo de la libertad y la gratificación estética de la forma ciudad tradicional.
Siempre me ha impactado la manera en que la concepción de Lynch de la experiencia de la ciudad –la dialéctica entre el aquí y el ahora de la percepción inmediata y la sensación imaginativa o imaginaria de la ciudad como totalidad ausente– presenta algo así como una analogía espacial de la gran formulación althusseriana de la propia ideología como representación de “la relación imaginaria entre los individuos y sus condiciones reales de existencia”.[3] Independientemente de sus defectos y problemas, esta concepción positiva de la ideología como función necesaria de toda forma de vida social tiene el gran mérito de enfatizar la brecha entre el posicionamiento local del sujeto individual y la totalidad de las estructuras de clase en las que éste está situado, una brecha entre la percepción fenomenología y una realidad que trasciende todo pensamiento o experiencia individual, pero que en cuanto tal esta ideología intenta abarcar o coordinar, mapear, mediante representaciones conscientes o inconscientes. La concepción del mapeo cognitivo propuesta aquí implica por lo tanto una extrapolación del análisis espacial de Lynch al ámbito de la estructura social, es decir, en nuestro momento histórico, a la totalidad de las relaciones de clase en una escala global (o quizás debiese decir multinacional). La premisa secundaria también se mantiene, a saber, que la incapacidad de mapear socialmente es tan incapacitante para la experiencia política como la incapacidad análoga de mapear espacialmente lo es para la experiencia urbana. Se sigue de esto que una estética del mapeo cognitivo en este sentido es una parte integral de cualquier proyecto político socialista.
En todo lo anterior he infringido tantos de los tabúes y shibboleths de un posmarxismo a la moda que se vuelve necesario discutirlos más abierta y directamente antes de continuar. Entre ellos se cuenta la proposición de que la clase ya no existe (proposición que podría clarificarse a través de la simple distinción entre la clase como un elemento en los modelos a pequeña escala de la sociedad, la conciencia de clase como un acontecimiento cultural y el análisis de clase como una operación mental); la idea de que esta sociedad ya no está dirigida por la producción sino más bien por la reproducción (incluyendo la ciencia y la tecnología), idea que, en medio de un ambiente prácticamente edificado en su totalidad, uno se siente tentado de recibir con una carcajada; y finalmente, el repudio de la representación y la estigmatización del concepto de totalidad y del proyecto del pensamiento totalizante. De manera práctica, esto último debe organizarse en varias proposiciones distintas, en particular, una que tenga que ver con el capitalismo y una que tenga que ver con el socialismo o el comunismo. Los nouveaux philosophes franceses lo plantearon más sucintamente, sin darse cuenta de que estaban reproduciendo o reinventando los más vetustos eslóganes ideológicos estadounidenses de la guerra fría: el pensamiento totalizante es pensamiento totalitario, una línea directa conecta el Espíritu Absoluto de Hegel con el Gulag de Stalin.
Como una cuestión de autoindulgencia, abriré un breve paréntesis teórico aquí, especialmente porque he mencionado a Althusser. Ya hemos experimentado un dramático e instructivo colapso del reactor althusseriano en el trabajo de Barry Hindess y Paul Hirst, quienes muy consecuentemente observan la incompatibilidad del intento althusseriano por asegurar la semiautonomía de los distintos niveles de la vida social y el esfuerzo más desesperado del mismo filósofo por retener la antigua noción ortodoxa de una “determinación en última instancia” en la forma de aquello que llama “totalidad estructural”. De forma bastante lógica y consecuente, entonces, Hindess y Hirst simplemente remueven el mecanismo objetable, con lo cual el edificio althusseriano colapsa en un fárrago de instancias autónomas sin absolutamente ninguna relación necesaria entre sí, a partir de lo cual se sigue que ya no es posible hablar o sacar conclusiones políticas prácticas de ninguna concepción de estructura social. Es decir que las concepciones mismas de algo llamado capitalismo y algo llamado socialismo o comunismo caen por su propio peso en el cenicero de la Historia. (Esto último, desde luego, se esfuma entonces en una nube de humo, pues del mismo modo nada que se parezca a la Historia como proceso total puede ya ser conceptualmente considerado). Todo lo que quisiera señalar en este contexto altamente teórico es que la nociva ecuación entre una concepción filosófica de totalidad y la práctica política del totalitarismo es en sí misma un ejemplo particularmente rancio de lo que Althusser llama “causalidad expresiva”, a saber, el colapso de dos niveles semiautónomos (o, ahora, derechamente autónomos) el uno en el otro. Dicha ecuación es posible entonces para los hegelianos recalcitrantes pero es bastante incompatible con las posiciones básicas de cualquier postmarxismo postalthusseriano honesto.
Para cerrar el paréntesis, todo esto se puede plantear en términos más terrenales. La concepción del capital es ciertamente un concepto totalizante o sistemático: nadie nunca ha visto o encontrado la cosa misma; o es el resultado de la reducción científica (y debiese ser obvio que el pensamiento científico siempre reduce la multiplicidad de lo real a un modelo a pequeña escala) o es la marca de una visión imaginaria e ideológica. Pero pongámonos serios: si hay quien crea que el afán de lucro y la lógica de la acumulación capitalista no son leyes fundamentales de este mundo, que ellos no establecen barreras y límites absolutos a los cambios y las transformaciones sociales realizadas en el mundo, entonces esa persona vive en un universo paralelo. O para expresarlo de forma más amable: en este universo, esa persona está condenada a la socialdemocracia, con su ya abundantemente documentada rutina de fracasos y capitulaciones. Ya que si el capital no existe, entonces claramente el socialismo tampoco existe. Estoy lejos de sugerir que absolutamente ninguna política sea posible en este nuevo mundo postmarxista nietzscheano de la micropolítica, lo que evidentemente no es cierto. Pero sí quisiera sugerir que sin una concepción de la totalidad social (y la posibilidad de transformar un sistema social completo), ninguna política verdaderamente socialista es posible.
Acerca del propio socialismo debemos plantear dilemas más problemáticos e irresueltos que incluyen la idea de comunidad y de lo colectivo. Algunos de los dilemas son muy conocidos, tal como la contradicción entre la autoadministración a nivel local y la planificación a escala global, o los problemas planteados por la abolición del mercado, por no mencionar la abolición de la forma mercancía misma. He encontrado aún más estimulantes y problemáticas las siguientes proposiciones sobre la naturaleza misma de la propia sociedad: se ha afirmado que, con una notable excepción (el propio capitalismo, que está organizado en torno a un mecanismo económico), nunca ha existido una forma cohesiva de sociedad humana que no estuviera basada en alguna forma de trascendencia o religión. Sin la fuerza bruta, que nunca es más que una solución momentánea, no es posible por lo tanto pedirle a las personas que vivan cooperativamente y que renuncien a los deseos omnívoros del Ello sin algún recurso a la creencia religiosa o los valores trascendentales, algo absolutamente incompatible con cualquier sociedad socialista imaginable. El resultado es que estos valores trascendentales alcanzan su propia coherencia momentánea sólo en circunstancias de asedio, en el entusiasmo de los tiempos de guerra y en los esfuerzos grupales provocados por los grandes bloqueos. En otras palabras, sin el mecanismo económico no trascendental del capital toda apelación a los incentivos morales (como en el Che) o a la primacía de la política (como en el maoísmo) debe agotarse fatalmente en un lapso de tiempo breve, dejando sólo las alternativas gemelas de un retorno al capitalismo o la construcción de tal o cual forma moderna de “despotismo oriental”. Siéntanse libres de creer esta prognosis, por cierto, siempre y cuando entiendan que en tal caso toda política socialista es meramente un espejismo y una pérdida de tiempo, tiempo que uno podría ocupar de mejor manera ajustando y reformando un eterno paisaje capitalista hasta donde alcanza la vista.
En realidad este dilema es para mí la tarea más urgente que enfrenta el marxismo hoy. He dicho antes que la así llamada crisis del marxismo no es una crisis de la ciencia marxista, que nunca ha sido más rica, sino más bien una crisis de la ideología marxista. Si la ideología –para darle una definición un tanto distinta– es una visión del futuro que fascina a las masas, tenemos que admitir que, salvo en unos pocos experimentos colectivos en desarrollo, como los de Cuba y Yugoslavia, ningún partido o movimiento marxista o socialista en ningún lugar del mundo tiene la más ligera idea de lo que el socialismo o el comunismo como sistema social debiese ser y qué apariencia podríamos esperar que tuviera. Esa visión no será puramente económica, si bien los economistas marxistas se muestran tan incapaces como el resto de nosotros en su fracaso en abordar este problema utópico de un modo serio. Es asimismo eminentemente social y cultural e involucra la tarea de tratar de imaginar cómo una sociedad sin jerarquía, una sociedad de personas libres, una sociedad que al mismo tiempo ha repudiado los mecanismos económicos del mercado, podría cohesionarse. Históricamente, todas las formas de jerarquía siempre han estado basadas en último término en jerarquías de género y en el pilar de la unidad familiar, lo que deja en claro que éste es el verdadero punto de contacto entre una problemática feminista y una marxista, no un punto de contacto antagonista, sino el momento en el cual el proyecto feminista y el proyecto marxista y socialista encuentran y se enfrentan al mismo dilema: cómo imaginar la Utopía.
Volviendo al comienzo de este largo excurso, parece improbable que quien repudie el concepto de totalidad pueda tener algo útil que decirnos sobre esta materia, ya que para tales personas está claro que la visión totalizante del socialismo no cuadrará y es un falso problema dentro del mundo aleatorio e indecidible de los microgrupos. O quizás se presentará otra posibilidad, a saber, que nuestra insatisfacción con el concepto de totalidad no es un pensamiento por derecho propio sino más bien un significativo síntoma, una función de las crecientes dificultades para pensar dicho conjunto de interrelaciones en una sociedad compleja. Al menos esto es lo que parecería sugerir la declaración del arquitecto del Team X Aldo van Eyck cuando en 1966 dio su versión de la muerte de la tesis modernista: “No sabemos nada de la vasta multiplicidad, no podemos asumirla, ni como arquitectos o planificadores ni de ningún otro modo”. A lo que añadió algo que puede fácilmente interpolarse desde la arquitectura al propio cambio social: “Pero si la sociedad no tiene forma, ¿cómo pueden construir los arquitectos su contraforma?”.[4]
Se sentirán aliviados al saber que en este punto podemos retornar tanto a mi propia conclusión como al problema de la representación estética y el mapeo cognitivo, que fue el pretexto de este ensayo. El proyecto del mapeo cognitivo obviamente se encuentra o desemboca en la concepción de una totalidad social global (irrepresentable, imaginaria) que ha de ser mapeada. He hablado de forma y contenido, y esta distinción final me permitirá al menos decir algo de una estética de la cual he observado que yo mismo soy incapaz de adivinar o imaginar su forma. Que el posmodernismo nos da pistas y ejemplos de tal mapeo cognitivo en el nivel del contenido me parece que es demostrable.
Me he referido en otro lugar al giro hacia una temática de la reproducción mecánica, a la forma en la que la autorreferencialidad de buena parte del arte posmodernista toma la forma de un juego con la tecnología reproductiva –películas, grabaciones, video, computadores y cosas por el estilo–, que para mí es una figura degradada del gran espacio multinacional cuyo mapeo cognitivo aún está por realizarse. Igualmente llamativa a otro nivel es la omnipresencia del tema de la paranoia tal como se expresa en una aparentemente inagotable producción de tramas conspirativas de lo más elaboradas. Uno siente la tentación de decir que la conspiración es el mapeo cognitivo del pobre en la época posmoderna: una figura de la lógica total del capitalismo tardío, un intento desesperado por representar su sistema, cuyo fracaso está marcado por su deslizamiento en los meros tema y contenido.
El mapeo cognitivo logrado será una cuestión de forma, y espero haber mostrado cómo constituirá una parte integral de una política socialista, si bien su posibilidad misma puede que dependa de una apertura política previa, cuya tarea será entonces ampliar culturalmente. Aún así, incluso si no podemos imaginar las producciones de tal estética, puede que, al igual que como sucede con la idea misma de la propia Utopía, haya no obstante algo positivo en el intento de mantener viva la posibilidad de imaginar tal cosa.
Notas
[1] Marvin Surkin y Dan Georgakas, Detroit: I Do Mind Dying. A Study in Urban Revolution (Nueva York: St. Martin’s Press, 1975).
[2] Kevin Lynch, La imagen de la ciudad, trad. Enrique Luis Revol (Barcelona: Gustavo Gili, 2008).
[3] Louis Althusser, “Ideología y aparatos ideológicos del estado (Notas para una investigación)”, en La filosofía como arma de la revolución, trads. Oscar del Barco,Enrique Román y Oscar L. Molina (México: Siglo XXI, 2019), 102-51, 132.
[4] Citado en Kenneth Frampton, Modern Architecture: A Critical History (Nueva York: Oxford UP, 1980), 276-77.