Allí donde los alcances del diálogo y el entendimiento comunicativo se encuentran bloqueados por una estructura objetiva, pero superable, la violencia se vuelve la racionalidad de la transformación, de la institución de derecho. Su legitimidad descansa en el fin, primero porque debe tratarse de una posibilidad real derivada de una apertura del ser social mismo y, por ello, surgir espontánea u organizadamente desde las masas. El carácter social del fin, además, por cuanto se trata de estructuras sociales objetivas, exige que la violencia sea asimismo social, no subjetiva o interpersonal como lo sería el ataque directo a un individuo. El individuo aquí no es el foco de la violencia sino las estructuras sociales cosificadas: lo que importa no es el actor individual, sino el personaje social.
por Luis Velarde Figueroa
Imagen / Muros que hablan, marzo 2020, Paulo Slachevsky. Fuente.
Cuando volvemos sobre un clima social generalizadamente convulso, emerge la necesidad de entender la violencia y su papel dentro la sociedad. No bien revisamos las noticias, encontramos la inestabilidad social manifestándose en distintas localidades del planeta, así como en diversas áreas: el derecho, las instituciones, las relaciones comerciales, la interacciones sexuales y de género, las clases sociales, las ideologías, entre otras. La frase de Gramsci cobra vigencia: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer”. Justamente aquí parece que el presagioso “claroscuro” asume la forma de la violencia social ejerciendo de “partera”. Más allá del juicio de la moral abstracta, se requiere alguna claridad según una mirada crítica. Por ello consideramos pertinente una breve reflexión al respecto, aunque de ninguna manera exhaustiva.
El gesto intelectual de Arendt resulta imprescindible: la violencia debe distinguirse de otros fenómenos concomitantes, inherentes o casuales. En este sentido Arendt separa los conceptos de poder, autoridad, fuerza, potencia y violencia (Arendt 58-63).[1] Quedando esta última determinada, como ya antes había propuesto Engels,[2] por su carácter instrumental, es decir, perteneciendo al reino de los medios y no de los fines. Por tanto, no se explica por sí misma sino por otro y su justificación deriva de la posibilidad de alcanzar su objetivo, igual que otros medios. Arendt descarta, asimismo, la comprensión existencial de la violencia, según el modo en que Sartre[3] la describe en un caso muy particular. Sin embargo, debemos aquí proseguir la actitud analítica de Arendt, más allá de su teorización. Primero, hay que considerar lo que podríamos llamar dimensión expresiva de la violencia, lo que puede derivar en una estética, en el sentido de sentimiento de sí. Esta dimensión ha sido reconocida, además, por Benjamin, para quien en este caso la violencia “no es un medio, sino una manifestación” (Benjamin 131).[4] Fuera de esta dimensión, la violencia bien puede definirse como un medio para someter una voluntad ajena. Sin embargo, en segundo lugar, es evidente que el nivel de este sometimiento adopta dos formas: interpersonal y social, lo cual a su vez, determina el alcance que tenga el afán de amplificación de la inherente potencia individual (no es necesario, por ejemplo, un tanque para someter a un solo individuo desarmado). Si la violencia interpersonal tiene una motivación psicológica, la violencia social tiene su motivo más allá de las estructuras psíquicas del individuo. Desde luego, ambas formas requieren el concurso de la psique, aunque no de la conciencia propiamente tal, ni su discernimiento se agota en la función que desempeña la voluntad individual. Es importante este deslinde ya que, como veremos, determina el papel que tenga el entendimiento comunicativo en tanto medio de solución.
La forma social de la violencia aparece como estructura objetiva; una objetividad, por cierto, diferente de la que concedemos sin más a las cosas. Se trata más bien de prácticas sociales institucionalizadas que se encuentran provistas de herramientas e infraestructura funcionales a ellas. Es preciso aquí discernir entre este complejo y la alienación social, aunque solo sea producto del nivel de abstracción con que observamos los fenómenos. La alienación se relaciona con la libertad humana en general. Así podemos concebir los límites que impone una configuración social mediante la cual producimos y reproducimos nuestra existencia en cuanto humanidad, toda vez que, siendo obra nuestra, escapa a nuestro control, condicionando nuestras relaciones y sometiendo nuestras propias acciones. Según Marx, esto sucede en el capitalismo bajo el imperio de la ley del valor, en tanto condicionante de las relaciones sociales y de la misma producción objetiva de nuestra sociedad. La indispensable cooperación de los seres humanos para su sobrevivencia, proceso que primero aparece en forma espontánea, se encuentra subordinada a una perversa lógica que emana de la propia estructuración social, pero que en cuanto a sus posibilidades materiales, puede ser superada. Por tanto, las dinámicas sociales que participan de esta limitación, subordinadas y funcionales al imperio del valor, bien pueden caracterizarse como alienadas. No se trata, sin embargo, de cómo nos representamos el mundo, sino que estas dinámicas tienen un verdadero peso ontológico social, ya que el individuo se adapta a estas estructuras en muchos casos “bajo riesgo de ruina”, según aclara Lukács (Lukács 81).[5] En este sentido, por ejemplo, tanto el capitalista que no puede menos que acumular capital, como el trabajador que se ve obligado a vender su fuerza de trabajo, se encuentran en una dinámica social alienada. Ya en esta medida podemos ver que el diálogo, por muy auténtico que sea, se encuentra limitado para mediar una situación ontológico-social.
Pero tal vez sea en las relaciones de género donde podamos discernir más claramente la forma social de violencia y la alienación. Si la división social del trabajo pudo alguna vez anclarse en una diferencia más o menos natural entre hombre y mujer, resulta evidente que ahora no pasa de ser una cosificación sin base, incluso allí donde el sometimiento de la mujer tuvo su función como vehículo de la propiedad privada, como analizó Engels.[6] Ni la producción mecanizada y automatizada, ni el sistema jurídico de herencias descansan hoy en esa diferencia. No obstante, el capitalismo ha aprovechado y fortalecido la división social de género, pese a ser un lastre que ha acompañado a la humanidad por mucho más tiempo que este preciso modo de producción histórico. Wallerstein incluso señala que el rasgo característico del capitalismo respecto a esta división ha consistido en la valoración diferenciada de las ocupaciones (Wallerstein 15-18).[7] Así, no solo se ha efectuado una subsunción formal de relaciones sociales de producción, sino que la proletarización o, más exactamente, la semiproletarización del núcleo familiar, incluyendo la jerarquización valórica de las labores en su interior, el menosprecio por las ocupaciones de la mujer (ni qué hablar de los ancianos y los niños), tiene un papel indispensable para el funcionamiento del capitalismo histórico. Este desprecio es justamente el suelo de la violencia directa contra la mujer. Pero mientras la violencia social contra la mujer encuentra su determinación como un medio de sometimiento funcional a la acumulación del capital, la propia división de género se vincula más bien con una alienación, puesto que está en juego la libertad humana en sentido fuerte. La alienación vehiculizada por la cosificación de los roles de género limita por igual a mujeres y hombres, bien que estos consigan privilegios alienados debido a su lugar en esta división. Por su puesto que la alienación puede arraigarse en nuestros propios deseos e identidad como violencia simbólica (Bourdieu 12),[8] y en la mayoría de los casos es así en alguna medida, sin embargo, este componente psíquico no determina su concepto. La alienación indica siempre algo que debe ser superado, mientras que la violencia, necesitando el fin exterior, no puede ser juzgada sin más; tanto menos puede suprimirse por completo en su dimensión expresiva.
Las estructuras de la violencia social se han vinculado con el orden social mismo, cuya consagración en la sociedad burguesa se realiza en el derecho, a diferencia de, por ejemplo, la religión en formaciones precapitalistas. Aunque Arendt define el poder en proporción inversa a la violencia, observando que el uso explícito de ésta surge precisamente cuando el poder se ve debilitado, podemos sostener que hay una violencia virtual que amenaza, como la espada de Damocles, dejarse caer sobre nosotros en el contexto de un marco jurídico. Así, pues, en el derecho se encontraría ya el rastro de la violencia, sea por su función de instituir derecho como de conservarlo, según las funciones que señala Benjamin. Pero además, como la trayectoria histórica nos muestra, el derecho no ha logrado derivar sus leyes de principios únicamente racionales, sino que en estos procesos han tenido un papel los intereses, las meras costumbres, pero más importante aún, la fuerza con que se ha impuesto un poder, es decir, un colectivo organizado. Justamente aquí se observa el papel de la violencia en tanto constituyente de derecho, en la medida en que por su medio han ido adquiriendo fuerza de ley las aspiraciones de distintos grupos (Pérez Soto 99-100);[9] por ejemplo, las huelgas que han conseguido mejoras laborales. De esta manera, la violencia social no se reduce a una coerción de la voluntad ajena con fines opresivos, toda vez que pensamos en las concesiones logradas por grandes huelgas en temas como las horas de trabajo o derechos sindicales. Sin embargo, esta lectura podría causar la impresión de que el meollo de la cuestión es la voluntad política, mientras que los alcances no pueden menos que estar condicionados materialmente, justo en aquellas regiones del ser social en que se anida la posibilidad real, esa categoría tan poco ponderada, según Bloch. Quizá aquí se halle el punto de encuentro positivo de alienación y violencia social: si la alienación consiste en una limitación para el desarrollo de la libertad conforme a una ponderación entre lo actual y lo posible, la violencia emerge como medio de emancipación contra la alienación.
Existe, sin embargo, otra razón por la cual la violencia objetiva arraiga en la dinámica social. La recusación más fuerte, por tradición, ha sido la aserción de Marx según la cual todo el entramado jurídico y estatal burgués no es sino la dictadura de esta clase. Y es que, como precisa Pérez Soto,[10] hay al menos dos elementos del derecho que se imponen por fuerza y no pueden tocarse sino bajo riesgo de soportar toda la violencia intraestatal y extraestatal del capitalismo, a saber, el contrato asalariado y la propiedad privada de los medios de producción (Pérez Soto 101). Esta es la piedra de toque del derecho burgués: trabajadores libres (de todo medio) que solo cuentan con su fuerza de trabajo para vender y medios privados de producción en donde emplear dicha fuerza. Con esto se revela la sustancia del derecho como superestructura de una forma específica de producción y explotación del trabajo. Más de cerca, de hecho, vemos una antinomia en la misma lógica del intercambio entre capital y trabajo: el capitalista que compra la fuerza de trabajo tiene pleno derecho, como comprador, de exigir la mayor prolongación del tiempo en que hará uso de la dicha fuerza que paga, mientras que el trabajador tiene, como vendedor, de igual manera, pleno derecho a limitar el tiempo en que se hará uso de su mercancía, o sea, la fuerza de trabajo. ¿Cómo se dirime este conflicto inherente al funcionamiento del capital? “Entre dos derechos iguales decide la fuerza” (Marx 237).[11] Aquí hay una grieta para el ingreso de la violencia, puesto que si las legislaciones favorecen a una de las partes, esto es producto de la fuerza con que se ha impuesto un interés sobre otro. Por tanto, se manifiesta en rigor la lucha de clases, sobre la cual se erige un orden social dominado por la lógica del valor. Esta forma social de violencia no podrá suprimirse a menos que se altere cabalmente la organización de la sociedad. Así, pues, la violencia, si bien puede explotar con rasgos explícitos, se encuentra siempre latente en la estructura objetiva de nuestra realidad social. Pero esto implica además que el papel del entendimiento dialógico encuentra su límite al enfrentarse con objetividades sociales que no dependen de buenas voluntades, sino de una dinámica social alienada que funciona como un autómata, un “monstruo animado que se lanza a ‘trabajar’ cual si tuviera dentro del cuerpo el amor” (Marx 202).[12]
Si la violencia social se nos presenta bajo este doble aspecto: conservadora del orden establecido a través del derecho e incrustada en la propia dinámica antinómica del mercado laboral, por un lado, y herramienta de lucha por alcanzar los posibles de un ser social, entonces podemos pensar en que existe una violencia comprometida con la alienación y otra que aspira a ser instrumento de superación de esta. Esta segunda forma social de violencia ha recibido por tradición el nombre de violencia revolucionaria.
Allí donde los alcances del diálogo y el entendimiento comunicativo se encuentran bloqueados por una estructura objetiva, pero superable, la violencia se vuelve la racionalidad de la transformación, de la institución de derecho. Su legitimidad descansa en el fin, primero porque debe tratarse de una posibilidad real derivada de una apertura del ser social mismo y, por ello, surgir espontánea u organizadamente desde las masas. El carácter social del fin, además, por cuanto se trata de estructuras sociales objetivas, exige que la violencia sea asimismo social, no subjetiva o interpersonal como lo sería el ataque directo a un individuo. El individuo aquí no es el foco de la violencia sino las estructuras sociales cosificadas: lo que importa no es el actor individual, sino el personaje social. Por eso las formas que asume esta violencia son la huelga, la toma de espacios, etc. Además, si la violencia social se ejerce contra el poder, en rigor, “la capacidad de actuar concertadamente” (Arendt 60)[13] su fuerza dependerá de la construcción de contrapoder, es decir, de la organización. De ahí que la mayor tarea de los movimientos que aspiran a subvertir el orden estatuido constituya fortalecer la organización o, lo que es lo mismo, construir el poder, y la debilidad del contrario sea la falta de cohesión.
Para que la violencia no sea más la herramienta obligada para dirimir los asuntos comunes debe acabar la lucha de clases y toda estructura social alienante que limita la interacción comunicativa en tanto mediación de los conflictos humanos. En otras palabras, para que el lenguaje sea efectivamente la arena en que se disputa racionalmente, en que se coordinan las acciones y se logra el consenso en la esfera intersubjetiva, debe ser superada toda alienación pues implica un impedimento objetivo, independiente y cosificado para el encuentro entre los sujetos.
Notas
[1] Hanna Arendt, Sobre la violencia (Madrid: Alianza, 2006), 58-63.
[2] “Teoría del poder y la violencia”, Anti-Düring (México D.F.:Grijalbo, 1968), pp. 151-178.
[3] Ver “Prefacio” a Frantz Fannon, Los condenados de la tierra (Navarra: Txalaparta, 1999).
[4] Walter Benjamin, “Para una crítica de la violencia”, Conceptos de filosofía de la historia (La Plata:Terramar, 2007) p. 131.
[5] Gÿorgy Lukács, Ontología del ser social. La alienación (Buenos Aires: Herramienta, 2013) p.81.
[6] Friefrich Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, www.marxists.org
[7] Emmanuel Wallerstein, El capitalismo histórico (Barcelona: Siglo XXI, 2016), pp. 15-18.
[8] Pierre Bourdieu, La dominación masculina (Barcelona: Anagrama, 2000), p. 12.
[9] Carlos Pérez Soto, “Sobre el derecho y la violencia”, Marxismo: aquí y ahora (Santiago: Triángulo, 2014), pp. 99-100.
[10] Idem, 101.
[11] Karl Marx, El Capital. Tomo I. Libro 1. (Santiago: LOM, 2009), p. 237.
[12] Marx, El Capital. Tomo I. Libro 1. (Santiago: LOM, 2009), p. 202.
[13] Hanna Arendt, Sobre la violencia (Madrid: Alianza, 2006), p. 60.
Luis Velarde Figueroa
Profesor de Castellano y magíster en Literatura Chilena y Latinoamericana.