En este año también debimos haber aprendido a pensar secularmente la política. A alejarse de una imagen de la lucha política que asigna solo el destino del triunfo total o de la derrota trágica; y a imponer en su lugar la urgencia de larga confrontación civil con la oligarquía y los partidos del orden. Así, a pesar de convertir un triunfo en un hito de construcción popular y destrucción de la cultura pinochetista, debemos ser capaces de ver a la Convención Constitucional -si es que triunfa en el plebiscito- como un proceso que con toda seguridad tendrá un final ambiguo, difícil de asir por una narrativa simple y unidireccional. El proceso constituyente, entonces, para quienes reconocen bando en la izquierda y en las clases explotadas, puede ser comprendido sin mistificaciones y sin esperar un resultado fácil de digerir como una prueba de diagnóstico de la forma por venir de la lucha de clases. En ella se va a luchar, más allá del texto mismo de la Constitución, entre los agentes del capital y las fragmentadas fuerzas del campo popular; entre bloques sociales de historicidad larga y que en la misma lucha buscarán descomponerse mútuamente.
por Comité Editorial Revista ROSA
Los últimos doce meses en Chile han sido, por lejos, los más turbulentos desde que terminó la Dictadura de Pinochet. Como parte de una corriente de fuego y masas que prendió Los Andes en el segundo semestre del año pasado, la revuelta chilena vino a reimponer las prioridades de las clases populares. Hace un año hubo un salto a otro estadio de lucha, desde quienes intentaron, por más de una década y desde diversos frentes, reformar las aristas más dolorosas del neoliberalismo; y vieron sus pacíficas e institucionales intentonas chocar con el muro del consenso transicional, con la apretada trama que vincula política y empresarios, y, en el fondo, con la poderosa resistencia del régimen de acumulación capitalista más aceitado del continente.
Todo lo que expresaba lo insoportable del trabajo y la deuda, las tenazas con que se estruja de forma cada vez más perfeccionada a las clases populares desde hace cuatro décadas, fue objeto de la furia de los subalternos. La insoportable normalidad exitista del modelo chileno se hizo cenizas junto a un montón de estaciones de metro, buses, supermercados y unas cuantas mercancías; en hechos que sin acercarse siquiera al homicidio, tuvieron todo el tono del terror rojo. No solo el gobierno, sino todo el régimen, fue puesto bajo amenaza de destitución. El acuerdo que cierra el momento más crítico de la revuelta no es sino un largo itinerario constituyente que permitió, para bien y para mal de los distintos actores, prolongar la crisis hasta hacerla procesable. Y aunque la revuelta terminó, sus marcas en el asfalto y en sucursales bancarias tapiadas son los recordatorios inmediatos de que, sea como sea que termine este claroscuro abierto hace un año, no habrá vuelta atrás.
El plebiscito del 25 de octubre, el primer hito del itinerario acordado en noviembre, debe ser valorado históricamente. Su peso político desborda con creces sus efectos institucionales. Su significado histórico es de una envergadura considerable: se trata de nada menos que de consultar a las mayorías del país si el dispositivo más política e ideológicamente formidable del pinochetismo debe o no continuar. En simple, es un plebiscito sobre el orden pinochetista. De ahí que un triunfo rotundo en un plebiscito que las mayorías conquistaron con desobediencia activa, con luchas muy costosas en presos, heridos y muertos; deba ser considerado una victoria histórica sobre la oligarquía y sobre los partidos de la transición. Un triunfo en el plebiscito es una derrota de la oligarquía, y la inmediata institución de un desafío histórico que no se puede agotar en la Convención Constitucional, sino que debe transcender como un gran hito de confirmación del poder de las luchas de 2019, y de constitución de subjetividad popular, autónoma y antioligárquica, para el siglo XXI.
Pero, sin medrar lo anterior, tanto la impotencia inmediata de la revuelta, como el proceso constituyente que se abre desde ahí, pueden ser leídos como el límite de las organizaciones de las clases populares y de la izquierda. No puede eludirse el hecho que Piñera no fue derrocado, y que no se ha producido ninguna reforma de envergadura en ninguna institución. Que la pandemia del Covid-19 disolvió buena parte del empuje rebelde que estaba en actividad desde octubre pasado. Peor aún, se han intensificado, con la impunidad, la represión del Estado, volviendo crítica la situación de la seguridad de la oposición social al gobierno. La izquierda partidaria, desde los más radicales a los más moderados, han mostrado una patética falta de imaginación política desde el día uno de la revuelta y hasta ahora; saliendo del encierro institucional para apenas y con mucha timidez, otear la posibilidad de volver a las calles. Es tan fuerte la resistencia del régimen y tan impotentes nuestras fuerzas, que, todavía lejos de rendirse, nos impuso un itinerario de retirada ordenada, para así rearmarse y mantener su poder en el nuevo ciclo.
En ese sentido, en este año también debimos haber aprendido a pensar secularmente la política. A alejarse de una imagen de la lucha política que asigna solo el destino del triunfo total o de la derrota trágica; y a imponer en su lugar la urgencia de larga confrontación civil con la oligarquía y los partidos del orden. Así, a pesar de convertir un triunfo en un hito de construcción popular y destrucción de la cultura pinochetista, debemos ser capaces de ver a la Convención Constitucional -si es que triunfa en el plebiscito- como un proceso que con toda seguridad tendrá un final ambiguo, difícil de asir por una narrativa simple y unidireccional. El proceso constituyente, entonces, para quienes reconocen bando en la izquierda y en las clases explotadas, puede ser comprendido sin mistificaciones y sin esperar un resultado fácil de digerir como una prueba de diagnóstico de la forma por venir de la lucha de clases. En ella se va a luchar, más allá del texto mismo de la Constitución, entre los agentes del capital y las fragmentadas fuerzas del campo popular; entre bloques sociales de historicidad larga y que en la misma lucha buscarán descomponerse mútuamente. Es un proceso, entonces, para aprender a no perder cuando no se puede ganar. Un proceso que debe ser abordado como uno en que, sin caer en falsas épicas y triunfalismos vacíos, se puede avanzar en una nueva democracia llena de crisis y contradicciones latentes, y en que el poder de los más explotados tiene capacidad garantizada de desafío político al capital.
En el último año aprendimos a perderle el miedo a la política plebeya, a que los pequeños y los grandes avances se conquistan con organización y política, pero también atemorizando a los canales informales del poder con furia proletaria. No sirve la revuelta sin política que confirme su poder, pero, y esto lamentablemente es más importante de recordar, no hay política de izquierdas que sea creíble sin la amenaza de la revuelta. Aprendimos que la política no es un camino al margen del poder y rumbo al armagedón bíblico; que no existen las balas de plata; y que al final, la política popular, roja y clasista, es una que debe mantener la guerra civilizada abierta, en tensión, para que nunca más vuelvan a creer que la historia se puede acabar antes de nuestra victoria.