Ni la agitación de la violencia social -que, por lo demás, no hay ninguna capacidad de aplacar sin resolver las causas que la originan-, ni los atajos electorales van a conducir a un avance de los intereses populares si no se encaran estos dilemas. En ese sentido, preocupa la ansiedad de algunas izquierdas de reducir la tarea del proceso constituyente a arreglos electorales vacíos que, más allá de sus resultados inmediatos en las urnas, pueden terminar ampliando la brecha entre política y sociedad si no son capaces de alterar sustantivamente las condiciones de vida heredadas de la dictadura cívico militar. Esto en ningún caso es un llamado a desatender estos procesos, sino por el contrario a asumirlos en toda su potencialidad transformadora, abriendo los procesos políticos a la fuerza demostrada por la sociedad en las calles.
por Javiera Toro Cáceres
Hace un año se llenaron las calles. La consigna “no son 30 pesos, son 30 años” se extendió por el país. Despertados por las y los estudiantes secundarios, confluyeron en un solo movimiento más de una década de luchas sociales desoídas por la política. Mientras algunos “no lo veían venir”, de las precariedades del experimento neoliberal más extremo del mundo emergió un nuevo pueblo que demanda dignidad.
El 18 de octubre vino a poner fin a la utopía elitaria de una política sin sociedad. Tras treinta años desde el retorno a los gobiernos civiles, los chilenos hicieron ver que la nueva sociedad ya no cabía en el arreglo de la transición. Con ello, se ha abierto una oportunidad histórica para superar la democracia en la medida de lo posible.
Ante la incapacidad de la política de entregar respuestas a los desesperados anhelos del Chile que despertó, la pandemia -a pesar del forzado repliegue de la movilización social- no hizo más que profundizar los conflictos derivados de la ausencia de derechos. Los riesgos y las posibilidades abiertas por la revuelta social siguen presentes.
Mientras las élites ensayan distintas formas de cerrar el conflicto sin alterar las bases del modelo económico y político instaurado a sangre y fuego hace más de 40 años -sea a través de arranques autoritarios, sea vaciando el potencial transformador de los procesos políticos-, el desafío para las fuerzas democráticas es reconstruir una esfera de deliberación política que pueda dar respuestas sustantivas al conflicto social.
Una política capaz de abrir un debate democrático sobre un agotado modelo de desarrollo. Una política que ofrezca dignidad, construyendo derechos ahí donde hoy prima el mercado. Una política que abra espacios de representación a las fuerzas sociales que pueblan el Chile actual. El proceso constituyente es, sin duda, una oportunidad para encarar estas tareas, y debe llenarnos de optimismo. Junto a ello, es fundamental seguir bregando por soluciones materiales a las urgencias sociales que de manera cada vez más apremiante agobian a la población. Una agenda de transformaciones que -aunque parciales- encaren las dimensiones más extremas de la mercantilización de la vida.
Por el contrario, si estos debates se siguen eludiendo, las consecuencias pueden ser lamentables. Sin apertura política, la desafección no hará más que profundizarse, pudiendo enfrentar un largo ciclo de inestabilidad política, en que las respuestas autoritarias de las élites nos conduzcan a hechos de sangre de una escala aún mayor, con los costos humanos y democráticos que ello implica.
Desde una perspectiva de izquierda, estos riesgos no pueden ser desatendidos. Si no se construye una capacidad de representación política del malestar, las posibilidades de contrarrestar la iniciativa de quienes detentan el poder económico y militar será casi nulo.
Junto a la movilización social -cuya masividad es fundamental para franquear las trabas del pacto transicional, como demostró la apertura del proceso constituyente- tenemos la tarea de contribuir a la organización política de las nuevas franjas sociales. Es el desafío de hacer confluir en un proyecto de transformación amplio y heterogéneo a las izquierdas diversas surgidas de distintos procesos de conflictividad social, sin olvidar la centralidad de las fuerzas sociales que han protagonizado la revuelta hace un año.
Ni la agitación de la violencia social -que, por lo demás, no hay ninguna capacidad de aplacar sin resolver las causas que la originan-, ni los atajos electorales van a conducir a un avance de los intereses populares si no se encaran estos dilemas. En ese sentido, preocupa la ansiedad de algunas izquierdas de reducir la tarea del proceso constituyente a arreglos electorales vacíos que, más allá de sus resultados inmediatos en las urnas, pueden terminar ampliando la brecha entre política y sociedad si no son capaces de alterar sustantivamente las condiciones de vida heredadas de la dictadura cívico militar. Esto en ningún caso es un llamado a desatender estos procesos, sino por el contrario a asumirlos en toda su potencialidad transformadora, abriendo los procesos políticos a la fuerza demostrada por la sociedad en las calles.
A un año del 18 de octubre, los peligros que nublan el horizonte no deben hacernos desconocer lo fundamental: la oportunidad abierta de refundación de nuestro país. Con movilización, organización y rebeldía, tenemos la oportunidad de fundar un nuevo Chile donde la dignidad humana sea el centro del pacto social.
18 de octubre 2020, Javiera Toro Cáceres.
Directora Fundación Nodo XXI.
Javiera Toro Cáceres
Directora Fundación Nodo XXI.