Lo que deberíamos preguntarnos desde la izquierda es qué diferencia podemos marcar en este debate para no subirnos al carro de la mera construcción de un extraño Estado de Bienestar que mantenga intactos los cimientos del sistema capitalista, patriarcal, colonial y depredador de la naturaleza y los territorios, en un contexto, además, de crisis socionatural profunda para la cual, más que medidas de “sustentabilidad” y justicia social, se requiere un cambio total de los paradigmas de producción y consumo. En ese sentido, mi opinión es que la izquierda debe pensar cómo la nueva Constitución crea las condiciones de posibilidad para cambios radicales a futuro, asumiendo lo obvio: un cambio sistémico radical no ocurrirá a través de una nueva Carta Magna, tampoco saldrá de un gobierno ni de un Congreso, sino que se sustentará principalmente en la fuerza popular organizada que sea capaz de terminar con las distintas opresiones y redistribuir el poder y la riqueza.
por Mario Arredondo
Imagen / Banderazo por el Apruebo. 26 de febrero 2020. Fuente.
Para nadie es un misterio el agotamiento total del modelo político y económico que fue instalado en Chile por la dictadura y perfeccionado por los gobiernos democráticamente electos a partir de 1990. El estallido social de octubre fue la reacción a décadas de abusos y demandas sociales sistemáticamente ignoradas y reprimidas por la institucionalidad, mientras que la pandemia del COVID-19 solo vino a corroborar la fragilidad de la estructura social, política y económica del país.
En este escenario, ya muchas veces analizado, quiero proponer una reflexión sobre el proceso constituyente que ponga en relevo la necesidad de una visión estratégica de izquierda. Si bien la importancia de una nueva Constitución es una consigna instalada y su concreción ha sido impulsada con fuerza por la izquierda, sectores progresistas y el movimiento social, aún está al debe una apuesta programática de carácter radical que vaya más allá del resultado del plebiscito y la discusión sobre derechos sociales.
Sobre este dilema, la izquierda se enfrenta a cuestiones de fondo y de forma. En el caso de lo primero, que tiene que ver con el contenido de la futura Constitución, creo que aún falta una propuesta programática con perspectiva radicalmente transformadora. El amplio abanico de izquierda y progresista tiene diagnósticos y propuestas relativamente claras sobre derechos sociales de distinta índole que han sido levantados por los movimientos sociales durante años. Sin embargo, carece de una elaboración política que le permita pensar la nueva Constitución más allá de la construcción de un hipotético Estado de Bienestar.
Con esto no quiero decir que cuestiones clave como el fortalecimiento de los servicios públicos y la expulsión del mercado de las áreas consideradas como derecho no sean materias urgentes y necesarias. Consensos sociales como educación y salud pública gratuita y de calidad, un nuevo sistema previsional solidario, o un mayor rol del Estado en la economía son ideas que deben favorecerse en un nuevo texto constitucional. Lo mismo con reivindicaciones desde la perspectiva de feminista como el derecho a decidir sobre el propio cuerpo y el fin de la discriminación y la violencia hacia mujeres y disidencias; las relacionadas con los pueblos originarios, como el reconocimiento constitucional y la autonomía; y las ecologistas, como el freno a la industria contaminante y la protección del medioambiente.
Todas estas materias han sido objeto de amplio debate social, académico y político, así como de arduas luchas que no han tenido mayores posibilidades de realización debido precisamente al blindaje que impone la actual Carta Magna. La institucionalidad del pacto transicional y el consenso ideológico entre empresarios, partidos tradicionales, poder político y poder mediático son tan fuertes que estas demandas siempre han parecido sumamente radicales, siendo que, desde una perspectiva de izquierda, corresponden a una apuesta simplemente progresista o consecuentemente socialdemócrata. Basta con comprobar que una gran mayoría de las materias que en Chile son motivo de grandes conflictos sociales y sufren el bloqueo de la institucionalidad, están consagradas como derechos básicos en muchos países del Norte Global y también de América Latina.
Entonces, lo que deberíamos preguntarnos desde la izquierda es qué diferencia podemos marcar en este debate para no subirnos al carro de la mera construcción de un extraño Estado de Bienestar que mantenga intactos los cimientos del sistema capitalista, patriarcal, colonial y depredador de la naturaleza y los territorios, en un contexto, además, de crisis socionatural profunda para la cual, más que medidas de “sustentabilidad” y justicia social, se requiere un cambio total de los paradigmas de producción y consumo. En ese sentido, mi opinión es que la izquierda debe pensar cómo la nueva Constitución crea las condiciones de posibilidad para cambios radicales a futuro, asumiendo lo obvio: un cambio sistémico radical no ocurrirá a través de una nueva Carta Magna, tampoco saldrá de un gobierno ni de un Congreso, sino que se sustentará principalmente en la fuerza popular organizada que sea capaz de terminar con las distintas opresiones y redistribuir el poder y la riqueza.
Es claro que una nueva Constitución no puede, como instrumento legal-institucional, decretar este cambio radical, menos con la correlación de fuerzas políticas que hoy existe en Chile. Lo que sí puede hacer es crear un marco legal que permita –o al menos no impida- el desarrollo de las fuerzas populares y su incidencia directa en las decisiones del país, cuestiones que el actual texto y el conjunto de leyes que de él se desprenden, niegan o constriñen al máximo.
Mucho se ha hablado de las posibilidades reales de una Constitución de derechos sociales, proyectando la correlación de fuerzas entre sectores transformadores y conservadores en la futura Convención Constitucional. El escenario más optimista, con una derecha en minoría absoluta, puede terminar en un texto con derechos explícitamente consagrados, mientras que una correlación de fuerzas más equilibrada o desfavorable podría dar, en el mejor de los casos, una Constitución mínima que traslade la mayor parte del contenido del nuevo Chile a la discusión legal ordinaria posterior al proceso constituyente.
En ambos casos, tanto para empujar –y defender- la concreción de esos derechos sociales explicitados, como para luchar por ellos en el nuevo periodo, se requerirá de un protagonismo popular real y movilizado, y que además pueda encausar sus demandas de forma directa sin depender de la buena voluntad de los partidos políticos, ni estar a merced de una regresión autoritaria, como hoy sucede. Por ello, la izquierda debe recordar su precepto ideológico clásico, amplificado desde la tradición libertaria, de que la transformación radical de las relaciones sociales de producción y todo el ámbito económico y legal debe ir de la mano con el fin de la separación entre lo social y lo político, es decir, con una democratización radical de la sociedad que permita a las personas tomar decisiones realmente vinculantes sobre sus vidas individuales y comunitarias.
En concreto, la izquierda debe pensar estratégicamente más allá de las demandas para establecer el marco legal que permita, por ejemplo, el desarrollo y empoderamiento de los sindicatos y la proliferación de las juntas de vecinos y otros organismos territoriales que puedan proyectar su acción más allá de pedir y exigir a autoridades que no tienen obligación alguna de hacer lo que la gente dice. Para ello urge simplificar la institucionalidad política, levantar un Congreso Unicameral que termine con la pista de obstáculos que hoy es el poder legislativo. Instalar la posibilidad de plebiscitos vinculantes a nivel nacional y territorial, crear instancias de participación vinculante de las comunidades en instituciones educacionales, de salud, organismos medioambientales, municipios, etc. Establecer la posibilidad de que trabajadores/as integren los directorios de empresas y organismos públicos. Instalar la participación vinculante de pueblos originarios en materias que les competen o afectan directamente. En definitiva, apostar por cambios institucionales que descentralicen la toma de decisiones y distribuyan el poder que hoy está totalmente concentrado en un Estado impermeable a la participación popular pero totalmente susceptible a las presiones del poder económico.
Si logramos instalar mecanismos de participación vinculante y fomento y empoderamiento de la organización social, estaremos dando pasos gigantes pensando en la pelea mayor por cambiar este sistema. Lucha que debe ser protagonizada por una fuerza popular diversa que hoy está totalmente limitada en su desarrollo y accionar, y suplantada por una casta política cuyo funcionamiento tiende a la elitización, la corrupción y el privilegio de los intereses de grupos de poder.
Todo lo anterior tiene que ver, como dije al inicio, con cuestiones de fondo en la nueva Constitución. Sin embargo, estas posibilidades también están cruzadas por una cuestión de forma, que se encuentra en las características mismas del proceso constituyente. Este es un problema que no se ha abordado bien desde una izquierda que debe asumir las dificultades que presentan los sectores transformadores y la fuerza social para ser mayoría en la instancia.
Creo necesario recalcar que el acuerdo que firmaron los partidos políticos en noviembre, y que dio luz verde al proceso constituyente, está hecho, precisamente, a medida de los partidos, y no pensando en la participación popular. La izquierda hasta hoy se debate entre una postura que celebra el acuerdo por concretar un itinerario constitucional antes imposible, y otra que ve cómo una vez más se intentó cerrar por arriba un conflicto que hasta ese momento tenía al pueblo y sus frágiles organizaciones como protagonistas. Más allá de las buenas intenciones y el acierto en lograr algo concreto de los sectores de izquierda que se subieron al acuerdo y lo defienden, está el hecho de que el consenso con la añeja institucionalidad no fue gratuito, y si bien abrió el camino para un nuevo texto fundamental, se preocupó estratégicamente de que el proceso para construirlo fuera difícilmente ganable por una mayoría transformadora.
El dilema de este itinerario acordado no solo está en el importante impacto del acuerdo “por arriba” en la ascendente movilización popular –siempre necesaria para impulsar cambios profundos-, sino principalmente en la imposición del juego electoral tradicional en el proceso. En ese sentido, el gran problema para la izquierda no está en el plebiscito, en el cual la victoria del Apruebo y la Convención Constitucional es casi segura, sino en la elección y funcionamiento de este último espacio.
Cuando afirmo que el proceso fue hecho por los partidos a la medida de los partidos es porque se establece la elección de las y los convencionales bajo el mismo sistema electoral del Congreso. Y, como ya está comprobado, éste favorece casi por completo el protagonismo de los partidos legalmente constituidos por sobre las personas de a pie y organizaciones sociales. Si bien en teoría el sistema permite candidaturas independientes, la dinámica de listas prácticamente obliga a contar con la venia de los partidos consolidados para tener posibilidades reales de salir electo/a. Asimismo, el tamaño de los distritos es tan grande que solamente organizaciones con maquinarias electorales instaladas y gran cantidad de recursos pueden permitirse una campaña realmente competitiva. Candidaturas alternativas o de organizaciones nuevas pueden apostar, en el mejor de los casos, a conquistar espacios que le permitan constituir una fuerza minoritaria. Finalmente, esta lógica electoral da una ventaja enorme a los partidos tradicionales y sus figuras políticas con amplio conocimiento público y fuertes redes en los territorios.
Sobre esto mismo, no es menor considerar también el efecto de la nueva Ley que limita la reelección de autoridades. Si bien la izquierda electoral se soba las manos pensando en los cupos que muchas figuras tradicionales difíciles de derrotar dejarán vacíos, no hay que descartar que muchas de ellas salgan antes de tiempo de sus cargos para ser candidatos/as a la constituyente. Si los sectores conservadores tienen visión estratégica, leerán que en el periodo que viene lo trascendental no se estará jugando en los municipios o el Congreso, sino en la Convención Constitucional, por lo que no descarto que políticos/as reconocidos/as y con vasto apoyo electoral sean cartas seguras del conservadurismo para redactar la nueva Constitución, reduciendo así las posibilidades de mayoría de la opción transformadora.
Al otro lado, la vasta fuerza social que se desató en el estallido y desconfía de los partidos políticos, corre el riesgo de quedar una vez más relegada al mero voto y la elección entre un abanico impuesto desde arriba, lo que crea un ambiente que favorece la abstención, con la consiguiente ventaja que esto trae para la derecha y su voto seguro. En cuanto a la participación en el espacio, sin representación directa la mayoría social puede quedar con la única opción de reclamar, lo que puede ser fácilmente ignorado por quienes terminen ostentando los cargos.
Con esta dinámica electoral que favorece notoriamente a los sectores conservadores y partidos tradicionales, también podemos esperar que el funcionamiento mismo del espacio replique las nefastas dinámicas del Congreso, lo que sería casi una derrota segura para las ideas transformadoras. Las personas que integren el espacio, así como los actuales parlamentarios, no están obligadas a consultar a nadie ni a rendir cuentas de lo que decidan, por lo que no sería extraño ver “cocinas” y acuerdos entre cuatro paredes que terminen por desvanecer el potencial radical del proceso. Especialmente si la mayoría de quienes participen en éste cargan con la cultura política transicional presente de forma transversal en los partidos de todas las tendencias.
Todas estas características son un gran problema que la izquierda no supo ver estratégicamente cuando se firmó el acuerdo en noviembre, preocupada más del hito de cambio constitucional que de las posibilidades reales de su disputa. Si bien son importantes avances posteriores como la paridad y los escaños reservados -que todavía se discuten en el Congreso-, la generalidad del proceso está pensada para mandar a la casa a las y los millones que se movilizaron y dejar que “los que saben se encarguen”. Si bien es de esperar que haya un debate público constante y muchos ojos estén puestos en lo que salga del espacio, sabemos, por la experiencia del Congreso, que eso no impide que lo que prime finalmente sea el lobby, la negociación y el consenso interno.
En este contexto, la izquierda tiene el deber de analizar bien las condiciones de disputa de la nueva Constitución e idear una estrategia tanto para impedir la sobre-representación de los sectores conservadores como para abrir el espacio al pueblo. Las condiciones del acuerdo son difíciles de cambiar, por lo que nos veremos obligados a buscar mecanismos para no terminar siendo vagón de cola de una institucionalidad neoliberal revitalizada.
En ese sentido, habrá que tomar decisiones programáticas y tácticas importantes. ¿Nos conformaremos solamente con reformar al sistema para mayor bienestar u orientaremos esas reformas hacia el horizonte radical de una nueva sociedad? ¿Disputaremos solamente derechos sociales o también sentaremos bases para el desarrollo futuro del movimiento popular? ¿Nos sumaremos a la disputa entre partidos, solamente con candidatos militantes que cuenten con la confianza de los grupúsculos internos o abriremos nuestros cupos para que también personas no militantes, pero con la confianza de sus comunidades u organizaciones, puedan acceder a la elaboración de la Constitución? ¿Queremos una Convención Constitucional con operadores políticos, tecnócratas y los mismos rostros de los últimos treinta años o con real representación popular? ¿Nuestros convencionales electos van a trabajar con sus amigos y asesores de confianza o fomentarán redes de cabildos permanentes en sus distritos para recoger de ahí los mandatos a disputar? ¿Vamos a confiar ciegamente en que el estallido de octubre se traducirá automáticamente en una votación por nosotros o asumiremos la distancia de la gente con todos los partidos y generaremos una estrategia acorde a esta realidad?
Finalmente lo esencial es que la izquierda no puede perder de vista sus principios y apuestas de fondo. No debe dejar que lo coyuntural, lo electoral y lo jurídico laven la radicalidad de sus propuestas, procurando construir su estrategia para superar los escollos, más que moderando sus posturas para adaptarse a ellos. En el desafío que viene la claridad política será central para que las reformas que impulsamos no se conviertan en reformismo, la flexibilidad política no termine en claudicación y los partidos de izquierda no terminen por suplantar al pueblo en vez de abrirle las puertas.
Mario Arredondo
Periodista, militante de Convergencia Social y del Frente Amplio.