Ante esta realidad, resulta evidente que la sola oposición a la anexión del Valle del Jordán y la mantención del status quo colonial no terminará con la opresión sufrida por la población palestina. Una agenda básica debe necesariamente contener como piso mínimo una retirada de las fuerzas militares israelíes a las fronteras previas a la guerra de 1967 -por lo tanto, el desmantelamiento del muro del Apartheid que Israel ha construido durante los últimos años, anexando de hecho numerosos territorios-, el respeto del derecho de los refugiados palestinos a retornar a sus tierras y a recibir una indemnización, la destrucción de los asentamientos coloniales ilegales construidos en territorio palestino, y la eliminación de la legislación que en el Estado de Israel degrada a sus ciudadanos palestinos a una segunda categoría.
por Felipe Ramírez
Imagen / Niños en Gaza. Fuente: Flickr.
El anuncio del Primer Ministro israelí, Benjamin Netanyahu, el pasado mes de septiembre durante la última campaña electoral, de que procedería a la anexión del Valle del Jordán y otras áreas relacionadas con los asentamientos ilegales que Israel mantiene en territorio palestino (que conforman el 30% de Cisjordania), recibió un rotundo rechazo por parte de la comunidad internacional como no se había visto durante las últimas décadas.
Para comprender cómo se llegó a esta situación, es necesario recordar algunos elementos que enmarcan la decisión israelí de oficializar el control que desde la guerra de 1967 mantienen sobre la gran mayoría del territorio palestino, a pesar de lo definido en los acuerdos de Oslo y Madrid en la década de los 90.
Así, la operación se sostiene en el “Plan de Paz” propuesto por Donald Trump y su yerno, Jared Kushner, que consiste en una arista económica con un fondo de inversión de 50 mil millones de dólares para 179 proyectos de infraestructura y negocios, financiado principalmente por Estados árabes e inversores privados, dividido en préstamos, subvenciones e inversión privada, reservando algunos recursos para proyectos en Egipto, Jordania y Líbano.
El objetivo de este fondo seria crear un millón de empleos, duplicar el PIB, reducir la tasa de la pobreza y el desempleo, y desarrollar un corredor que una Cisjordania y Gaza, infraestructura energética y turística, de salud, agua potable, y una universidad, entre otros ítems.
En términos políticos, el plan incluye el establecimiento de un Estado de Palestina cuatro años después de la ejecución del plan, y condicionado a que EE.UU. e Israel decidan que los palestinos cumplen una serie de criterios definidos por ellos, entre los que se cuenta garantizar la libertad de prensa, elecciones libres, el respeto de los DD.HH., la protección de la libertad religiosa, el debido proceso legal, entre otras, a través de una Constitución; contar con instituciones financieras transparentes, independientes y solventes, que pueda unirse al Fondo Monetario Internacional; terminar con los programas “incluidos los currículos escolares y los libros de texto que incitan o promuevan el odio o el antagonismo hacia sus vecinos”, y que se logre el control civil y policial sobre todo el territorio desmilitarizando a la población, entre otras.
A ello se suma que Israel mantendría el control de las fronteras del nuevo Estado y el espacio aéreo de Palestina, quienes podrían determinar cuándo terminar la ocupación militar que mantienen sobre los territorios palestinos o incluso retomarlo en caso de haberlo abandonado, si estiman unilateralmente que los palestinos no han cumplido, o incumplieron, los criterios definidos para tener un Estado.
Como si esto no fuera suficiente, en términos de territorios es la propuesta que le devuelve la menor cantidad de áreas a los palestinos, despojándolos del Valle del Jordán al ser considerado “militarmente estratégico” -a pesar de ser la fuente de recursos hídrico para 80 mil hectáreas de tierras agrícolas que podrían ser apropiados y desviados por Israel-, mantiene todo Jerusalén como capital “indivisible” del Estado judío, y entregándole el control de amplias zonas de Cisjordania a partir de la anexión de los asentamientos, con sus caminos de acceso incluidos. En los hechos, crea áreas palestinas inconexas e incoherentes política y económicamente, en lo que sólo puede ser descrito como bantustanes similares a los implementados por la Sudáfrica racista afrikáner.
Por supuesto este intento de Estado Palestino, subordinado a Israel y Estados Unidos, fue rechazado incluso por el burocratizado liderazgo palestino de la ANP, y el posterior anuncio de anexión llevó a los palestinos a denunciar que los acuerdos de Oslo se habían transformado definitivamente en letra muerta.
Al interior de Israel se generó un potente movimiento de protesta, encabezado fundamentalmente por una alianza entre palestinos con ciudadanía israelí y judíos, entroncados en algunos partidos políticos -principalmente los que conforman la “Lista Conjunta”: Hadash (izquierda), Balad, Ta’al, Ra’am, pero también de la izquierda sionista como Meretz-, y organizaciones de la sociedad civil como “Breaking the silence” o “B’Tselem”, con masivas protestas en contra de la anexión y un inédito respaldo intracomunitario a la Lista Conjunta en las elecciones de marzo.
Un frente de oposición quizás inesperado para Netanyahu, se abrió entre los sectores más extremistas de los colonos judíos en Cisjordania, quienes cuestionaron el proyecto porque contempla una forma de Estado palestino, lo que para ellos resulta insoportable al dividir la Tierra Prometida.
Hasta el momento la anexión no se ha concretado, en gran medida porque la altísima presión interna e internacional -con la Unión Europea por primera vez tomando medidas concretas que obligaran al liderazgo de extrema derecha israelí a asumir costos por su agenda colonial- forzó a una parte de la coalición gobernante, el centro-derecha del general Benny Gantz, a privilegiar la lucha contra el COVID-19 y a relativizar la fecha de anexión.
Pero ¿es suficiente con frenar el despojo del Valle del Jordán? Por supuesto que no. El plan de paz de Trump y el proyecto de Netanyahu representa sólo el último paso de un proyecto colonial de carácter histórico impulsado por el sionismo en Palestina, que se sustenta en el despojo permanente y sucesivo de los palestinos a lo largo de décadas.
Desde los amplios esfuerzos realizados por los grupos armados sionistas entre el 47 y el 48 por expulsar a la población palestina de sus hogares -primero la Hagana, la banda Stern y el Irgún, y luego unificados como las IDF- en lo que ha sido catalogado por el historiador israelí Ilán Pappé como limpieza étnica, hasta la ocupación militar de Cisjordania y Gaza en la guerra de 1967, y la posterior construcción de asentamientos en territorio palestino protegidos por sus fuerzas militares de ocupación a lo largo de varias décadas, queda claro que el despojo es una práctica estructural y permanente del Estado de Israel.
A esto se ha sumado en el último tiempo la anexión oficial de los Altos del Golán, territorio de la República Árabe de Siria ocupado después de la Guerra de los Seis Días -algo rechazado por la población local, mayoritariamente drusa, que defiende su calidad de ciudadanos sirios-, y del reconocimiento oficial de Jerusalén como capital oficial del Estado de Israel por Estados Unidos a fines del año 2017, dos hitos que han elevado la tensión en la región.
La permanente negativa a permisos de construcción o ampliación de las viviendas palestinas, la destrucción constante de sus propiedades y de sus plantaciones agrícolas, la expropiación o destrucción de infraestructura incluso aquella que ha sido donada por organismos internacionales o la Unión Europea, la apropiación del recurso hídrico en beneficio de la población judía y detrimento de los palestinos, la generación de sistemas de carreteras diferenciados por criterios étnicos en los territorios ocupados -con las mejores para los israelíes y las más precarias para los palestinos- y los constantes obstáculos al libre movimiento de los palestinos -con su expresión más dramática en el caso de quienes necesitan trasladarse para recibir atención médica-, el bloqueo criminal del a Franja de Gaza, entre otros hitos, conforman un sistema de apartheid que se ha ido perfeccionado con el paso de las décadas.
Junto a las distintas formas de opresión que sufre la población palestina que vive en los Territorios Ocupados se debe considerar dos realidades distintas, pero determinadas por el mismo conflicto: la situación que viven los palestinos de Israel, y la de los refugiados que viven fuera de la Palestina histórica.
En el caso de los primeros, es necesario hacer un poco de historia. La mayoría de ellos, que alcanzan 1,837,000 personas -aproximadamente un 20 por ciento de la población de Israel-, son descendientes de aquellos que lograron permanecer dentro de los límites del Estado judío en 1948, ya sea porque sus villas o barrios no fueron destruidos, o porque en medio de la expulsión de población, se trasladaron a otras zonas que de todas maneras quedaron dentro de las líneas de armisticio. Por ello mismo, muchos fueron considerados “presentes ausentes” por las autoridades israelíes, confiscándoseles sus posesiones y propiedades y no permitiéndoseles retornar a sus hogares luego de la guerra del 48.
Esta población fue sometida entre el 49 y el 66 a la Ley Marcial, manteniéndose las zonas del Neguev, de Nazaret y Cisjordania donde se concentraban bajo administración militar. Diversos mecanismos como la Ley de Propiedad Ausente, la Ley de Adquisición de Tierras del 53 o la definición como zona militar cerrada la tierra de ciudadanos palestinos para luego aplicar leyes otomanas para apoderarse de zonas abandonadas, fueron utilizados para expropiar sistemáticamente sus tierras.
Debido a un paulatino proceso de “proletarización” de los palestinos israelíes a partir de restricciones al uso de agua y luz, y la imposibilidad de competir con las cooperativas estatales y las ligadas a la central sindical Histadrut -que no permitía la afiliación de palestinos-, muchos debieron abandonar la agricultura para transformarse en asalariados en áreas con baja calificación, golpeando sus posibilidades de desarrollo económico. Hoy en día el 44,2% de las familias palestinas en Israel son pobres, duplicando la media nacional.
El contacto que recuperaron con los palestinos de los territorios ocupados a partir de 1967, las arbitrariedades y abusos que continúan sufriendo, y la dura represión que han debido enfrentar en determinados momentos -la huelga general de marzo del 76, la muerte de manifestantes en octubre de 2000 en el inicio de la segunda intifada- ha dado un paulatino impulso al activismo de esta comunidad porque el Estado de Israel abandone su definición étnica, la que sin embargo fue reafirmada bajo la “Ley del Estado Nación”, que consagró su carácter de ciudadanos de segunda categoría.
En el caso de los refugiados palestinos, de los aproximadamente 5 millones, la gran mayoría se encuentra repartido entre los territorios ocupados, Jordania (dos millones), Siria (más de 500 mil) y Líbano (470 mil). El principal problema que los afecta es que muchos Estados, como Líbano, les niegan los derechos básicos al no ser ciudadanos nacionales, sufriendo discriminación a la hora de poder acceder a servicios de salud o educación, de habitación, e incluso en muchos casos se les prohíbe ejercer determinadas profesiones, debiendo vivir en los campos de refugiados levantados tras 1948. En particular las mujeres han sufrido un deterioro en sus derechos, habiéndose perdido derechos que estaban reconocidos para sus madres y abuelas debido al deterioro de las condiciones de vida y a los efectos de las guerras, en particular durante los últimos 10 años de la guerra en Siria.
Ante esta realidad, resulta evidente que la sola oposición a la anexión del Valle del Jordán y la mantención del status quo colonial no terminará con la opresión sufrida por la población palestina. Una agenda básica debe necesariamente contener como piso mínimo una retirada de las fuerzas militares israelíes a las fronteras previas a la guerra de 1967 -por lo tanto, el desmantelamiento del muro del Apartheid que Israel ha construido durante los últimos años, anexando de hecho numerosos territorios-, el respeto del derecho de los refugiados palestinos a retornar a sus tierras y a recibir una indemnización, la destrucción de los asentamientos coloniales ilegales construidos en territorio palestino, y la eliminación de la legislación que en el Estado de Israel degrada a sus ciudadanos palestinos a una segunda categoría.
Para avanzar en ese camino, es importante darle un respaldo activo a la campaña del BDS: Boicot, Desinversión y Sanciones, una alternativa pacífica que ha recibido el apoyo activo de organizaciones de la diáspora judía de carácter progresista sobre todo en Estados Unidos -Jewish voice for Peace, If not now-, y que forman parte de un entramado de sensibilidades dentro del mundo judío que se opone a la ocupación y la opresión de los palestinos, entre los que destacan medios de comunicación como las revistas virtuales “+972” o “Jewish Currents”.
Inspirado en las campañas contra el apartheid sudafricano, el BDS busca presionar a Israel para que respete el derecho internacional, finalice la ocupación de territorios palestinos, y asegure la igualdad de derechos de los ciudadanos palestinos israelíes, reconociendo el derecho del os refugiados al retornar, y se ha instalado como una poderosa alternativa ante la falta de caminos para que los acuerdos de Oslo se implementen, y ante la clara profundización de la colonización de los territorios palestinos durante los últimos 20 años, más aún tras los anuncios de anexión.
Nuestro país, además, puede optar por una serie de medidas que permitirían avanzar en ese camino, como terminar con los numerosos acuerdos de cooperación en materia de seguridad que existen con el Estado de Israel.
El reconocimiento a la existencia de dos pueblos con igualdad de derechos, el fin de la ocupación militar y de los proyectos de colonización y anexión, son los únicos pasos que permitirán abrir paso a la paz y la colaboración, al respeto de los DD.HH., y a la construcción de Estados democráticos para todas las etnias en la Palestina histórica.
Activista sindical, militante de Convergencia Social, e integrante del Comité Editorial de Revista ROSA. Periodista especialista en temas internacionales, y miembro del Grupo de Estudio sobre Seguridad, Defensa y RR.II. (GESDRI).