Sin importar que actividad se realiza concretamente, con abstracción relativa de las cualidades específicas de las prácticas que realizamos, el imperativo de autovalorización patentiza la eficacia subjetiva de un deseo social de servidumbre inconsciente a los mandatos anónimos del capital, cuyos “objetos de satisfacción” fenomenológicamente más patentes en el contexto actual parecen ser: la hiper-productividad, la conectividad y conexión continua, la “opinología” (incluyendo este texto y otros tantos que hemos escrito en este tiempo), la auto-vigilancia, el anhelo de orden y represión, la exigencia de no mermar ni por un rato en los entusiasmos, el salutismo biologicista, el economicismo impasible, el hecho de no permitirnos siquiera momentos de pesar por el costo afectivo-subjetivo que conlleva nuestra decisión de sostener y respetar el aislamiento social como política cooperativa de cuidados, el terror a los otros, las dificultades del silencio.
por Emiliano Exposto y Gabriel Rodríguez Varela
Imagen / Pandemia en New York City. Fuente: Flickr.
1.
En lo que va del aislamiento social preventivo y obligatorio que tiene lugar en nuestro país como respuesta gubernamental ante la pandemia por el COVID-19, han circulado una serie de reflexiones y textos con pretensiones críticas respecto de los imperativos que matrizan las actividades en la llamada cuarentena. Los cuales han vuelto a situar sobre el tapete el problema político de los padecimientos que operan desigualmente sobre nuestros cuerpos a raíz de una multiplicidad de mandatos: productivistas, salutistas, inmunizantes, seguritistas, de conectividad y visibilidad, etc. En este texto, sin negar la realidad particular y relativamente autónoma de tales mandatos y del padecimiento desigual que los mismos producen, nos disponemos argumentar que los mismos y otros que podrían agregarse a la lista resultar ser efectuaciones derivables de uno y el mismo imperativo propio de la sociedad capitalista: el imperativo de (auto) valorización. Esto último remite a la eficacia subjetiva de un imperativo impersonal, fetichista y objetivado que nos gobierna de modo inconsciente más allá de nuestra voluntad. Y el cual es pasible de enunciarse en los siguientes términos: ¡VALORIZA-TE! ¡AUTOVALORIZATE! Conforme se genera su eficacia inconsciente en nuestra subjetividad, la contradicción entre la producción capitalista de valor y la reproducción de las vidas encuentra encarnadura conflictiva en los cuerpos mediante una disyunción históricamente específica de la dinámica del capital, esto es: ¡valor o muerte!
Si acaso algunas dinámicas productivas y de intercambio tienden a interrumpirse en estos tiempos de crisis, conflictos y contradicciones, no obstante las exigencias inconscientes de autovalorización parecen no tener descanso. En medio del impasse de la máquina social de producción, la máquina inconsciente de autovalorización intensifica su eficacia en esta coyuntura. El imperativo de valorizar(se), la exigencia que recae como explotación y autoexplotación sobre fuerzas de trabajo deseantes y semióticas cada vez más precarizadas, nos obliga a traducir de modo compulsivo capacidades, tiempos, espacios y energías en actividades de autovalorización sin miramientos por el sufrimiento psicosocial desigual que conlleva para quienes las realizamos. La enajenación de las potencias de las fuerzas de trabajo en potencias sociales del capital es decisiva del carácter constitutivo que nos configura como sujetos capitalistas que activamente reproducimos la sujeción a los imperativos del capital. Pues en el capitalismo, tanto el valor como la mercancía, el dinero o el trabajo, no son solo relaciones sociales objetivadas, sino también mecanismos productores de subjetividad mercantil. El carácter abstracto de las categorías objetivas-subjetivas propias de la sociedad capitalista, es decir la indiferencia frente a todo lo cualitativo y la indistinción ante todo lo particular y concreto que es inherente a las formas fetichizadas de relación social capitalista, en lo principal el valor y el trabajo, es constitutivo de esta dinámica anónima de organización social dominante que se produce sin importarle el sufrimiento desigual que produce. Esas categorías reales y anónimas resultan ser determinantes de la dinámica de la sociedad moderna, por lo que son estructurantes y son estructuradas por prácticas concretas que efectuamos a diario.
En medio de una crisis aguda de la reproducción de las vidas, en la cual se incrementa la sobreexplotación y se vulnerabilizan aún más los trabajos productivos y reproductivos recayendo con fuerza sobre mujeres, disidencias, cuerpos racializados, migrantes, etc., la contradicción entre capital y sostenibilidad de las vidas parece finalmente saltar a la vista de manera evidente adquiriendo por ello una centralidad política de gran importancia. En diferentes ámbitos provenientes de la intelectualidad crítica, las militancias y los activismos, se ha puesto en consideración la actual coyuntura destacando que la misma daría cuenta de algo así como de un síntoma del capitalismo que explicita la destructividad del capital como relación social antagónica, violenta y dominante, extendida a todos los tiempos y espacios de la cooperación social. Una expresión al extremo de las contradicciones y desigualdades estructurales del capitalismo patriarcal y colonial, en donde estas crisis generalizadas de la reproducción, ecológicas, subjetivas, sanitarias y económicas vienen justamente a recrudecer los mecanismos de desposesión, los privilegios de clase, género o raza, y las tendencias más catastróficas del “mundo apocalíptico” inherentes a lo real capitalista. Una manifestación pues de la “pulsión de muerte” que hace a la dinámica de la valorización del valor que “desea” siempre extraer más plusvalor. Es decir, una formación biocida del goce del capital que se satisface de manera indiferente en relación al sufrimiento psicosocial que suscita en los agentes concretos explotados que lo producimos. Sin dejar de atender a tales consideraciones, entendemos necesario realizar una mediación que aborde las prácticas concretas de las personas y grupos particulares, situando entonces como las formas objetivas de las relaciones sociales capitalistas operan a través de la encarnación activa del imperativo de autovalorización incesante en nuestras vidas. Esto último refiere a la realización de todo un trabajo inconsciente de nuestra parte que, tanto de día como de noche, entabla una distinción cada vez más difusa entre tiempos de trabajo y tiempos de ocio al entrometerse la autovalorización obligada en todos los poros del espacio cotidiano. Sin importar que actividad se realiza concretamente, con abstracción relativa de las cualidades específicas de las prácticas que realizamos, el imperativo de autovalorización patentiza la eficacia subjetiva de un deseo social de servidumbre inconsciente a los mandatos anónimos del capital, cuyos “objetos de satisfacción” fenomenológicamente más patentes en el contexto actual parecen ser: la hiper-productividad, la conectividad y conexión continua, la “opinología” (incluyendo este texto y otros tantos que hemos escrito en este tiempo), la auto-vigilancia, el anhelo de orden y represión, la exigencia de no mermar ni por un rato en los entusiasmos, el salutismo biologicista, el economicismo impasible, el hecho de no permitirnos siquiera momentos de pesar por el costo afectivo-subjetivo que conlleva nuestra decisión de sostener y respetar el aislamiento social como política cooperativa de cuidados, el terror a los otros, las dificultades del silencio.
2.
En condiciones objetivas cada vez cada vez más violentas, individualizadas y desiguales, el capital impone una necesidad de valorización constante a través de la eficacia inconsciente subjetivante, en cada uno de nosotros, del imperativo de autovalorización. Esto conduce a una exigencia inconsciente de trabajo que, incluso pesa nuestra voluntad consciente e intereses preconscientes de clase, tiende a matrizar el sentido (es decir la orientación) de nuestras acciones, decires y pasiones. Funcionamientos como objetos y agentes inconscientes de unos imperativos impersonales que nos subyugan, y al mismo tiempo no podemos dejar de experimentarnos como sujetos de la acción/pasión en nuestras prácticas con otros. La sociedad de la mercancía para poder existir nos impone, contradictoriamente, el comportamos “libremente” de acuerdo a una servidumbre inconsciente al valor como reverso de una servidumbre de sí que asume diversos modos de efectuación. Lo cual se debe a que las relaciones sociales del capital no solo son mecanismos violentos implicados en la extracción asimétrica de plusvalía en la explotación de las fuerzas de trabajo, pues las formas sociales objetivas de tales relaciones también se comportan como mecanismos productivos y constitutivos de modos de vida. De modo que en tanto sujetos capitalistas somos los agentes concretos en los cuales se elaboran activamente y debaten conflictivamente los modos individualistas, autocentrados y fetichistas de existir que caracterizan a esta sociedad. De allí la relación interna, en el seno de una misma economía política, psíquica, semiótica y libidinal que es históricamente peculiar de la modernidad, entre el narcisismo inherente a la forma sujeto capitalista (Freud) y el fetichismo de la forma mercancía (Marx). El capital es inconsciente; lo inconsciente es capitalista. No se trata pues de interpretar o solo descolonizar lo inconsciente, sino de transformar, suprimir y superar las relaciones sociales en las cuales eso se produce.
En el capitalismo, las necesidades y anhelos concretos de las vidas particulares se subordinan a la satisfacción de las necesidades abstractas de valorización del capital social global como relación general tautológica (d-m-d´), la cual funciona en tanto que forma histórica del metabolismo social en nuestras condiciones materiales de existencia. En la sociedad capitalista lo particular se pone bajo lo general, lo sensible opera como “soporte” y “agente” en donde se elabora lo suprasensible, la diferencia es suscitada y explotada de forma desigual por la indiferencia del capital, lo concreto se subsume a lo abstracto. En ese marco, el imperativo de autovalorización permanente resulta ser insatisfecho e inalcanzable por definición. Esta exigencia señala la eficacia subjetivante de la forma-valor como operación inconsciente que constituye formas de vidas concretas subsumidas tendencialmente a la materia espectral de las abstracciones sociales capitalistas. El imperativo del capital es posible de resumirse en la siguiente “ecuación práctica”: valer=ser. Pudiendo asimismo materializarse en diversas “formulas” bien concretas que comandan las acciones y pasiones de los actores sociales de espaldas a su voluntad consciente, demandas de grupo, interés de clase o representaciones. Por caso, las formulas tener=ser (propietarismo), producir=ser (productivismo), parecer=ser (espectacularismo), competir=ser (competitividad), consumir=ser (consumismo), etc.
3.
“No importa cómo, ni cuándo: ¡valoriza-te!” En el capitalismo el valor es la relación social que tiende a estructurar todas las prácticas concretas. Todas las formas de trabajo en esta sociedad (trabajo productivo, reproductivo, formal, informal, tele-trabajo, etc.) son explotadas de manera desigual en función de producir valor. El capitalismo, según la teoría crítica de Roswitha Scholz, Robert Kurz y Anselm Jappe, entre otros, instaura históricamente una escisión real entre valor (producción, trabajo asalariado y “libre” ámbito de los valores simbólicos e imaginarios remitidos a los cuerpos socializados como varones) y no-valor (reproducción, trabajo doméstico y “obligatorio”, tareas de cuidados, trabajo no asalariado, no reconocido o mal pago, y ámbito de los valores referidos a los cuerpos feminizados y racializados), subordinando la reproducción social de las vidas a las necesidades cuantitativas, abstractas e indiferentes de la ganancia y la acumulación ampliada de capital. En torno a esa escisión objetiva entre valor y no valor es que se organizan los dispositivos de saber, poder y subjetivación en la modernidad capitalista. La escisión producida por el valor implica que la subjetividad mercantil, colonial y patriarcal desarrolle principalmente las cualidades que son necesarias para el éxito en el mundo del trabajo y el mercado, las cuales podrían ser consideradas como cualidades históricas estructuralmente masculinas y cisheteronormativas, esto es: autodisciplina, racionalidad calculadora, predisposición a la competencia, dureza para sí y con los otros, etc. A pesar de su carácter abstracto, el valor y el trabajo capitalista no son relaciones sociales neutras en el plano del género-sexo, pues se basan en una escisión donde todo lo susceptible de crear valor es “masculino”, escindiendo y subordinando el ámbito de la reproducción asociado a los cuerpos socializados como mujeres y diversidades en disidencia con la norma mayoritaria de subjetivación del capital: varón, propietario, blanco, ciudadano, etc.
En y por el trabajo capitalista se disocia asimismo al “sujeto económico” del ciudadano y el consumir, a la naturaleza del humano, la esfera pública abstracta del mercado de la esfera privada concreta de la reproducción, la economía de la política, instituyendo finalmente una división histórica del individuo respecto de sí y los otros. El trabajo capitalista asume por lo tanto la forma de una actividad productiva e institucionalizada en un orden social dominante, la cual es realizada de manera privada e independiente siendo fundada en cierta división sexual, social y colonial del trabajo e investida de determinaciones patriarcales, generizadas, antropocéntricas, coloniales, capacitistas, etc. Así el trabajo capitalista se configura como una matriz instrumental de racionalidad (calculo autoreferencial de puros medio-fines) indiferente a los efectos concretos y desiguales que produce en las trayectorias de vidas que lo realizamos, oficiando de mediación fundamental del capitalismo al autonomizarse de otras actividades que son importantes para la vida; oficiando estas últimas como condición de posibilidad material del carácter abstracto del valor y del trabajo productor de mercancías. Nos referimos aquí a las actividades no reconocidas como trabajo, mal pagas, precarizadas o subvaloradas que remiten a la reproducción social tales como las actividades racializadas y generizadas de tipo doméstica, los juegos, o el cuidado de los mayores o los menores.
El trabajo productor de valor admite dos condiciones inseparables: trabajo abstracto y trabajo concreto. No se trata pues de dos tipos de trabajo disociables, sino de dos condiciones de uno y el mismo trabajo en la historicidad de la organización capitalista de la producción, el consumo y el intercambio social. El trabajo en principio es un modo de organizar la producción material en el proceso del metabolismo con la naturaleza y la relación de interdependencia entre formas humanas y no humanas de vida. Pero, en rigor, eso que llamamos trabajo en el moderno modo de producción capitalista no es una actividad común que sea extrapolable a todas las sociedades en la “historia de la humanidad”, ya que el trabajo productor de valor es una forma específica del capitalismo. El trabajo es socialmente determinante únicamente en el capitalismo, pues la relación social característica del capital constituye una forma social objetivada, dinámica, tendencialmente totalista, antagónica y contradictoria que es constituida por el trabajo. El trabajo capitalista entonces no es idéntico al hecho conjeturable como “universal” según el cual los individuos realizan actividades para transformar la naturaleza a los efectos de producir y reproducir sus condiciones materiales de vida, ya que en cambio designa una mediación impersonal del nexo social propio de esta sociedad la cual es indiferente al contenido y es independiente de las necesidades representaciones y voluntad de quienes lo realizamos volviéndose un principio abstracto que domina las relaciones sociales.
Las categorías universales de la dominación abstracta propias del capitalismo, nos referimos a las categorías objetivas de las formas sociales del valor y el trabajo principalmente, no resultan ser imparciales entonces en el plano de los géneros y modos de vidas racializados y existencias diversas, ya que tales categorías fetichistas expresan relaciones sociales antagónicas intrincadas con opresiones particularistas de raza, sexo y clase que refuerzan la eficacia explotadora del capitalismo colonial y patriarcal. En otros términos, en las categorías reales del capitalismo, como formas de relaciones sociales, se condensan los antagonismos y las contradicciones tendenciales del sistema. El trabajo capitalista constituye una relación social de producción, subjetivación y explotación clasista, generizada, racializada, etc., la cual es indiferente al sufrimiento desigual que produce en los actores concretos que lo efectúan.
El problema de una crítica radical, inmanente y materialista en el modo de producción capitalista no podría resumirse a la cuestión de la “desvalorización”, solo a denunciar la plusvalía, o a considerar positivamente de manera unilateral el “valor de uso” o lo “invaluable”. Las relaciones sociales capitalistas son positivas y negativas, puestos que en inmanencia a esas mismas relaciones históricas se construyen contradictoriamente tanto posibilidades emancipatorias como también posibilidades catastróficas. Tales contradicciones son disputables en la lucha de clases y en la contingencia de la agencia política. La historicidad de la lucha de clases trabaja desde adentro las continuidades y transformaciones contingentes de nuestras sociedades, pero lo hace bajo condiciones determinadas de modo inconsciente en el marco de la lógica fetichista y objetivada de la dinámica del valor. El capital solo existe a través de la lucha de clases, pero la lucha de clases es inmanente al capital. Lucha de clases y lógica del capital, contingencia política y necesidad estructural, son dos facetas contradictorias de una misma dinámica material. Por lo que no hay identidad simple entre las determinaciones necesarias de la lógica del capital y las contingencias históricas que se dirimen en el plano de la agencia política en las luchas de clases. Esta última no es derivable de las formas generales que admiten las relaciones sociales objetivadas, aunque se desarrolle sobre el fondo de ciertas condiciones estructurales que configuran el nexo social con independencia de la voluntad y las representaciones de los actores particulares y los agentes colectivos que protagonizan los conflictos sociales.
Es así que la teoría crítica atiende tanto a las dominaciones históricas del capitalismo como también a las potencialidades y contingencias que se dinamizan en su seno pero que apuntaría más allá de él. La crítica respecto de la dominación entonces se dirige al valor en sí como forma social que tiende a dominar el conjunto las prácticas concretas, siendo incluso el “valor de uso” una faceta de la mercancía, y el trabajo el elemento humano (“capital variable”) creador de plusvalor inherente a la composición del capital en cuanto tal. Pero a su vez dicha crítica es una práctica de transformación inmanente que contesta la reproducción del campo fetichista propio del trabajo social y abstracto en el capitalismo, entendiéndolo como un tipo histórico y pragmático de relación social realizada por productores independientes de manera privada como mecanismo productor de valor signado por la explotación de clase. El problema reside así en la tendencia a devenir-valor de todas las prácticas, en donde solo lo que tiene un “valor” merece existir, convirtiéndose por esto mismo la autovalorización en un dispositivo inconsciente y ambiguo de subjetivación y sujeción conflictiva a los imperativos del capital.
4.
La mercancía es la forma elemental que asume la riqueza socialmente producida en la cooperación material entre los cuerpos. La contradicción entre las riquezas materiales desatadas por el capitalismo y su coagulación en la forma abstracta del valor expresada en la mercancía, actúa como la condición posibilitadora que está sociedad vehiculiza para emprender una crítica inmanente y autoreflexiva. Pero aquí la noción de forma no alude a una “abstracción intelectual”, sino al modo en que se organizan la relación entre producción, intercambio, distribución, consumo y reproducción social en la especificidad del capitalismo. La forma remite pues al modo de existencia de las relaciones sociales en una sociedad donde tienden a retroceder los mecanismos de dominación personal y servidumbre directa (coincidencia entre explotación económica y coacción política) en favor de formas objetivadas de dominación impersonal y servidumbre inconsciente configuradas en torno a la interdependencia de actores sociales “iguales, libres e independientes” en la compra-venta de la fuerza de trabajo en el mercado como resultante de la propiedad privada de los medios de producción y la desposesión proletarizante. La mercancía, en este marco, no constituye solo un bien auto-evidente o una cosa intercambiable. Es la forma de relación social que tienden a admitir todas las formas de existencia en la sociedad basada en el valor. El fetichismo del que hablaba Marx, justamente, señala la eficacia inconsciente de la fantasmagoría del valor y de la mercancía en las propias condiciones sensibles y pensantes de las vidas, puesto que en el capitalismo las condiciones objetivas y las subjetivas son dos facetas de las mismas condiciones materiales de existencia. El carácter subjetivante de las relaciones capitalistas está contenido en el “hecho social total” según la cual mercancía admite una estructura bifacética, según sea considerada como valor (expresado en valor de cambio) o valor de uso. El valor de una mercancía, importa aclararlo, no se confunde con el precio, el valor de cambio, la plusvalía o la ganancia del burgués. El valor constituye una relación social que domina de modo desigual las vidas humanas y no humanas, siendo en general una coagulación del tiempo de trabajo socialmente necesario para producir mercancías de acuerdo a los niveles de productividad global, las destrezas de las fuerzas de trabajo, etc.
En cuanto valor de uso (bien material, inmaterial y/o servicio) las mercancías pretenden satisfacer tal o cual necesidad particular, y se distinguen así las unas de las otras. En tanto valor, la mercancía tiene la propiedad de intercambiarse en proporciones determinadas –valor de cambio– con otras mercancías. Como trabajo concreto, producimos cierto valor de uso con una cualidad diferencial y un contenido peculiar determinado (sea material o inmaterial, bien o servicio, agradable o desagradable, útil o inútil). El trabajo abstracto, en principio, constituye un puro gasto de energía indiferenciada; consumo indistinto de “músculo, nervio y cerebro” que puede medirse de manera cuantitativa y equivalencial como cantidad de tiempo de trabajo socialmente necesario. Todo proceso técnico y material de la actividad del trabajo concreto es indisociable de un proceso social de la relación indistinta del trabajo abstracto. Ahora bien, el carácter abstracto del trabajo social capitalista no alude a una abstracción nominal o mental, ni una convención instituida en la circulación. Refiere a la reducción efectiva del contenido de toda actividad a un simple gasto indistinto de energía. No obstante, antes que una comprensión fisiológica del trabajo abstracto habría que entenderlo en un sentido lógico e histórico. La abstracción real y social del trabajo no proviene del pensamiento o de homologación natural, sino del metabolismo social categorial del capitalismo. Las categorías elementales de un tal metabolismo inconsciente no son otras que la mercancía, el dinero, el valor y el trabajo abstracto. El trabajo es la mediación lógica dominante en que se organizan las relaciones sociales básicas del modo de producción capitalista. En tanto que materializado de manera privada e independiente, surge solo en la modernidad como síntesis del nexo social reificado. En cuanto abstracto, el trabajo no produce ningún objeto, bien o servicio determinado, sino la forma social llamada valor. El valor no es una “forma natural”, sino que es una forma social prosaicamente real que signa la organización del metabolismo social inconsciente del capital.
5.
Imperativo de la información, imperativo de la salud, imperativo de la visibilidad, imperativo de expresión, imperativo de productividad, imperativo del consumo, imperativo de comunicación, etc., no son sino efectuaciones particulares derivadas, a nivel concreto, del imperativo de autovalorización. En términos generales, los mandatos propios de esta sociedad tales como competencia, meritocrática, recompensa, eficiencia, rentabilidad, autorrealización, mérito, rendimiento, empresario-de-sí, redituabilidad, empoderamiento, etc., también operan como mandatos inconscientes derivables lógicamente del imperativo del valor, los cuales tienden a una privatización de la experiencia de los actores particulares y a la fragmentación de los agentes colectivos los cuales se hallan divididos cada vez más de sí y de los otros. Así las cosas, las exigencias de autovalorización que conducen inconscientemente nuestros comportamientos, pensamientos y afectos se expresan y particularizan conflictivamente a su vez como mandatos mercantiles, generizados y colonialistas de optimización, endeudamiento, éxito, productivismo, virilidad, autodisciplina, dominio, iniciativa, posesión, conquista, dureza consigo mismo y con los demás, visibilización, privatización, negación de la vulnerabilidad, rechazo de la fragilidad, maximización, etc. Todos estos mandatos son imposibles de colmar pues por definición resultan ser insatisfechos, sin por esto perder su eficacia en la comandanza de nuestras vidas. Entre las consecuencias destructivas de las exigencias inconscientes de producir siempre más valor y de sus mandatos anónimos derivados, es posible ubicar la producción y reproducción de una tasa tendencialmente creciente de sufrimiento desigualmente distribuido para las personas y grupos particulares; al verse nuestros cuerpos violentados, normativizados, estigmatizados, disciplinados, vigilados, controlados y discriminados en razón de la eficacia subjetiva inconsciente de un tal imperativo. El cansancio, la depresión, la angustia, la apatía, la ansiedad, la indiferencia, el terror, el sentimiento de insuficiencia, por caso, no son sino algunos de los decantados afectivos que producen padecer desigual como resultado de las exigencias inconscientes de (auto) valorización.
6.
Las formas sociales capitalistas no se resumen a ser instancias económicas con “determinación en última instancia”, puesto que las mismas atañen a la autoproducción de la sociedad en su conjunto, atravesando por ello todas las dimensiones de la cooperación social tales como la cultural, la política, la sensibilidad, las instituciones, las prácticas ideológicas, los imaginarios sociales, etc. En este marco las relaciones capitalistas de poder, saber, ideología, objetivación y subjetivación se encuentran realmente mediadas por el Imperativo Categórico del Capital. Hablamos de una servidumbre involuntaria a los imperativos y mandatos impersonales del capitalismo justamente para resaltar su carácter inconsciente. Puesto que entendemos que el proceso histórico que suscita la famosa crítica de la “servidumbre voluntaria” podría ubicarse como una obligación a servir (momento-de la Boétie), un hábito de servir (momento-Spinoza) y un querer servir (momento-Reich). Pero el problema clásico de la “servidumbre voluntaria” se desmonta en sus propios supuestos con la tendencial universalización del capital como Sujeto del metabolismo social inconsciente. Las tradicionales premisas (subjetivista) de concesión, consenso, compromiso o consentimiento del dominado con aquello que lo domina necesitan ser desplazadas por una politización radical de los procesos y relaciones inconscientes de la servidumbre desde el punto de vista del sufrimiento psicosocial desigual que nos producen. La presunta paradoja del dominado, por lo tanto, redunda en una responsabilización unilateral (victimizante en muchos casos, punitivista en otros). Es por eso que el tema de lo involuntario en la servidumbre resalta el carácter inconsciente de la dominación, indicando así la dificultad de no vernos implicados, en cada caso de forma particular y conflictiva, en la producción y reproducción general del imperativo de autovalorización, incluso sin miramientos respecto del sufrimiento desigual que la indiferencia de esos procesos capitalistas no pueden sino suscitar.
7.
Las luchas anticapitalistas no podrían resumirse a las prácticas “pedagógicas” dirigidas a la toma de conciencia, o a las siempre bienvenidas demandas democráticas en torno a la justa redistribución del plusvalor, la renta y la ganancia. Esto dejaría incuestionada la espectralidad de la existencia misma del valor como forma objetiva de relación con eficacia inconsciente en las formaciones subjetivas que se producen y reproducen en la sociedad. El valor, en su abstracción indiferente al sufrimiento social que suscita, es constitutiva de la forma sujeto capitalista. No podremos, por estas razones, superar la sociedad gobernada por el capital sin abolir el valor y el trabajo abstracto productor de mercancías, y con ello también la forma sujeto de la modernidad del capital. Por eso retomando a Moishe Postone es posible argumentar que la crítica materialista y radical contra el capital como relación social y ante el imperativo de autovalorización, no es realizable desde el punto de vista del trabajo (“ontología del trabajo” como “escencia humana” o “ser genérico alienado”), sino que la crítica se realiza desde y contra el trabajo dominante en tanto tal. En efecto, la teoría crítica del fetichismo de la mercancía en Marx indica que mientras existan el valor, el trabajo y el dinero, la sociedad estará gobernada por el movimiento de las “cosas encantadas”. El fetichismo nos señala, en esa línea, la eficacia inconsciente del valor en las prácticas, y no solo la mistificación de la explotación, un mecanismo “ilusorio” de engaño de masas o una fantasía ideológica encubridora. La mercancía, en tanto que fantasma social global, es la forma que tiende admitir todo producto y actividad concreta. Por eso la abolición del valor como forma social de organización de la producción y la eliminación práctica de la forma capitalista del trabajo que lo genera, es el horizonte último de todo proyecto revolucionario. Incluso en tiempos de crisis, muerte y enfermedad. O sobre todo, en tiempos en los que el carácter destructivo de la dinámica objetiva-subjetiva del capital es tan evidente como insoportable. ¿Qué posibilidades inmanentes se están instituyendo, aquí y ahora, en la dinámica contradictoria de la sociedad y en las luchas para realizar una crítica práctica de la relación social del valor y el trabajo? ¿Están las crisis actuales de las subjetividades o subjetividades en crisis conectadas con la crisis del trabajo? ¿Será momento de retomar la “vieja” consigna del rechazo del trabajo? ¿Cómo hacerle una huelga al imperativo inconsciente de autovalorización y sus mandatos derivados que tanto sufrimiento nos producen? ¿Cómo intervenir en un sentido emancipatorio en inmanencia a las situaciones concretas de sufrimiento desigual que nos suscita la eficacia inconsciente del valor? ¿Si no alcanza con la necesaria “toma de conciencia” respecto de los propios intereses de clase para interferir los imperativos capitalistas, como hacer de lo inconsciente el campo estratégico de una lucha de clases generalizada extendida en todos los poros de la sociedad? ¿De qué forma construir mediaciones políticas que creen colectivamente un deseo antagónico que conteste la eficacia del deseo inconsciente de autovalorización?