[ROSA #02] ¿HAY FUTURO PARA LOS PARTIDOS DESPUÉS DEL ESTALLIDO… Y VICEVERSA?

Los partidos se debaten entre la utopía neoliberal de la post-política y el atajo demagógico de la anti-política. La disyuntiva, funcional al avance de un neoliberalismo cada vez más autoritario, amenaza la capacidad de las fuerzas de cambio para organizar el potencial democratizador de la revuelta. Con un pueblo harto de abusos, la UDI a la defensiva y el feminismo corriendo cercos, hay razones para la esperanza. Pero como izquierda debemos comprender que nuestra razón de ser no es sembrar sospecha y desconfianza, sino vocación de protagonismo.

por Francisco Figueroa

Imagen / protestas en Santiago de Chile, 2019. Fotografía de César Sanhueza S.


Después de la revuelta social iniciada el pasado octubre, cualquier movimiento que hagan los partidos políticos, sean de izquierda o de derecha, nuevos o viejos, parecerá un paso en falso. Lo que está puesto en cuestión no son sólo sus programas y métodos, sino los partidos mismos. Lo están no por convicciones ideológicas asentadas en la sociedad contra las ideas de representación y articulación colectiva de intereses. Sino por algo mucho más mundano: la mayoría los percibe como inútiles. Por eso quien se guíe buscando aplausos de ocasión con demagogia anti partidos deambulará sin destino y, de paso, ahondará el problema. Porque al hacerlo confirmará la banalidad que tiene la política en el suelo.

Lo fundamental es moverse en el corto plazo con la mirada puesta en lo que es necesario conseguir en el largo: reconstruir la utilidad de la política (democrática). Es decir, reconstruir el vínculo entre movilización popular y participación popular en la autodeterminación colectiva de la sociedad. Y resistir, con la mirada puesta en ese objetivo, los embates de la adversidad de corto plazo de la que ningún partido puede escapar, por el hecho de serlo. Esta es una advertencia desde y para la izquierda. Para la derecha, neoliberales conservadores y progresistas incluidos, los partidos políticos no sólo no son imprescindibles, sino que ha sido artífice de su desprestigio. De la democracia basada en la soberanía popular, más bien, de cuyo funcionamiento los partidos son instrumento.

Reconstruir la utilidad de la política en el sentido recién descrito pasa fundamentalmente por habilitarla para alterar estructuras sustantivas del orden económico y social. Por eso el proceso constituyente es tan valioso: es una oportunidad para destrabar los mecanismos que neutralizan la esfera política democrática. La neutralización de la política (democrática), sin embargo, ha operado no sólo a través de trampas institucionales “externas” a los partidos, reductibles a instituciones específicas heredadas del pacto pinochetismo-Concertación, como los quórum contramayoritarios o el rol de tercera cámara del Tribunal Constitucional, sino también de sus culturas políticas, de cómo sí hacen las cosas y conciben su labor, y no sólo de cómo la institucionalidad neoliberal se las impide.

La captura de la soberanía sobre los asuntos públicos a manos de la tecnocracia, bajo la utopía de la “post-política”, añorada tanto por la dictadura como por los mandarines de la transición, es un rasgo transversal a los partidos chilenos actuales. De tal suerte, unos partidos cada vez más deslavados y carentes de diferencias significativas se vuelven incapaces de generar identificación, arraigo y lealtades duraderas en la sociedad. Esta despolitización de los partidos ha creado las condiciones para un extendido cuestionamiento no sólo al tipo de política dominante en el país, sino a la política en cuanto tal. Así, comienza a tener como respuesta -sobre todo por derecha, pero también por izquierda- un culto por la “anti-política” que debilita cualquier intento de mediación colectiva entre sociedad y Estado, dejando a la mayoría en una relación de soledad individual ante el Estado y el poder económico.

Las masivas luchas por derechos sociales de la última década y la expansiva fuerza de las movilizaciones feministas son las principales canteras de producción de nuevas subjetividades democráticas en el Chile actual y de repolitización de la política, valga la aparente redundancia (véase Ferretti et al 2018, Miranda 2019). Pero de poco nos sirve en la izquierda estar de acuerdo en este diagnóstico si nuestra propuesta se reduce a refugiarnos en sus expresiones sociales para desde allí hacer agitación y “emplazar” a la política, como si la participación de estos intereses en la disputa por la dirección de la sociedad fuese algo a ser concedido en lugar de algo fabricado, conquistado y defendido.

Este desafío nos pone en la encrucijada de reivindicar la política justo cuando la política está en el suelo. Con la complejidad añadida de que aún su reivindicación más moralista o metafísica no puede eludir el reconocimiento de la política realmente existente, sobre todo cuando se le practica y no solo comenta. Estos desafíos son perfectamente abordables, siempre que recordemos como izquierda que de lo que se trata no es de denunciar o sospechar del mundo, sino de transformarlo.

La utopía de la post-política

La credibilidad en los partidos políticos chilenos se encuentra en un mínimo histórico. Según reveló la última encuesta CEP (2019), sólo el 2% de la población confía en ellos y el 3% en el Congreso. Lejos de ilustrar un repentino desplome, estos números son expresivos de un proceso sostenido de desgaste, que completa casi ya tres décadas -si se compara la serie histórica de encuestas CEP desde 1989 hasta la fecha y otras encuestas que cubren el tema- y que sitúa a Chile entre los países con menor confianza en los partidos políticos tanto a nivel latinoamericano como mundial.

Lo que más sorprende, sin embargo, no es tanto la magnitud de esta crisis sino la porfiada resistencia a asumirla por parte de los propios partidos y otros círculos extrainstitucionales del poder. Hasta hoy prevalece entre los actores que más inciden en la dirección de partidos y en su estudio, la opinión de que el problema obedece a temas puntuales (corrupción, voto voluntario, desafección juvenil, mala comunicación partidista, etc.) y por lo tanto puede ser superado con medidas puntuales y de “especialistas”, o bien que no es síntoma de algo precisamente malo (subproducto necesario e inevitable de la individualización de la modernidad) y por lo tanto no hay en realidad nada verdaderamente profundo que hacer más que disminuir costos político-electorales .

Uno podría sentirse tentado a descartar como “falsas” estas hipótesis debido a la mala salud que exhiben en Chile todos los indicadores habitualmente utilizados para medir la vitalidad de un régimen democrático: los niveles de participación en las elecciones, la adhesión ciudadana a los partidos políticos, el interés ciudadano por la política o los números de militantes de los partidos (sobre esto, ver Luna 2017). En efecto, no es posible sostener en base a estos criterios que todo marche viento en popa. Pero ¿y si los criterios que operan son otros? ¿No es más útil, para comprender, habilitar la posibilidad de que por democracia (y, por lo tanto, por “buenos partidos políticos”) estén entendiendo completamente algo distinto a lo que tradicionalmente entendemos por democracia?

Lo que subyace a este optimismo es la tentativa de redefinir lo que entendemos por democracia de un modo que no dependa de la soberanía de la mayoría sobre el gobierno. En este predicamento, la desconexión ciudadanía/política es un asunto secundario y de importancia inferior a, por ejemplo, la estabilidad formal de las instituciones. En sus versiones más apologéticas, equipara la manifestación de opiniones individuales con participación y el desmoronamiento de instituciones mediadoras -como los partidos o los medios de comunicación- con empoderamiento ciudadano. Y al hacerlo moviliza dos supuestos de hondas implicancias prácticas: la política como una cuestión de preferencias individuales y la participación como un asunto desvinculado de la toma de decisiones. De lo que se trata es de habilitar la posibilidad de una democracia sin ciudadanía.

Esta versión empobrecida y procedimental de la democracia no nace de una desinteresada aproximación descriptiva de cientistas políticos. Es una lectura normativa para el futuro, que carga los fundamentos de la doctrina que devino dominante en la cultura política de la transición. Para los intelectuales orgánicos del pacto entre pinochetismo y Concertación, la fractura entre política y ciudadanía que tuvo lugar durante la dictadura más que un producto del autoritarismo, fue un producto irremediable de la “época”, un signo natural de la modernización capitalista, que había que estimular más que resistir, para dejar atrás el ambiente hiper-politizado del ciclo nacional popular en el que se habían incubado las condiciones de la polarización que condujo a la UP primero y al golpe militar después.

Mientras las diatribas de Pinochet contra los “señores políticos” y el programa de Jaime Guzmán representan la versión más dura y conservadora de esta doctrina, la de Eugenio Tironi representó la versión más sofisticada e influyente en la alta dirigencia progresista. Su doctrina fue la continuidad de la utopía golpista de acabar con un orden político esencialmente conflictivo y abierto, para fundar uno perennemente estable y cerrado, en definitiva, post-político. La tecnocratización de la política y el vaciamiento de sentido y fuerza de los partidos, avanzaron como resultados naturales de este proceso.

Embarcados entonces en una forma de competencia cada vez más carente de sentido para la ciudadanía, en la medida que sus programas se parecían cada vez más entre sí, y centrada casi exclusivamente en la captura de cuotas de poder en la burocracia estatal, los partidos se desconectaron de la sociedad. Es el capítulo chileno del declive de los partidos de masas en el mundo occidental del capitalismo avanzado, que Peter Mair (2013) caracteriza como gatillada por su retirada de la esfera de la sociedad civil hacia la del Estado, donde no pueden sostener el componente popular de la democracia y se ensimisman para terminar operando como un cartel.

Por añejos que suenen los nombres de los intelectuales y dirigentes que abrieron este camino en Chile, no es un asunto del pasado. La utopía de la post-política goza de muy buena salud en la actual cultura política chilena, incluso en sus expresiones más recientes. Y digo “utopía” con plena conciencia de lo que connota. No es una fría y calculada pose. Es con frecuencia una genuina ilusión por una política cada vez más “técnica” y “basada en evidencia”, menos “contaminada” por la competencia por el poder, una disposición a los asuntos públicos cruzada por una aversión muy sentida al conflicto y al reconocimiento de intereses en juego.

Piénsese, por ejemplo, en la impronta deslavada, tecnocrática y buenista de Evópoli, por derecha, y el peso del mantra de la renovación generacional y las buenas prácticas en sectores del Frente Amplio, por izquierda. O la naturalizada idea de que “hacer política” equivale a diseñar “políticas públicas”. En el corto plazo, esta cultura no parece afectar los prospectos de los partidos. Ofrece atributos de neutralidad, de estar sobre el bien y el mal, que son rentables en el mercado electoral inmediato. Una vez involucrado en la lucha política propiamente tal, sin embargo, estos atributos se desvanecen y no logran disimular la naturaleza intrínsecamente conflictiva y contradictoria del ejercicio del poder. Pero en el plazo más largo, además, inocula una incapacidad en los partidos para orientarse hacia la alteración de relaciones estructurales, vaciando de originalidad sus programas, y para comprometer a sus bases de modo estable con la participación política.

El estallido social ha puesto en serios aprietos esta tendencia, a sus artífices y herederos. Si hay algo que unifica la protesta a pesar de toda su inorganicidad y amplitud, es la búsqueda de una política capaz de emprender reformas sustantivas. El pueblo movilizado añora una política que funcione, que sea instrumento de su incidencia en el rumbo de la vida social. Por eso no sorprende el dato de la CEP según el cual el alto rechazo a los partidos convive con una alta expectativa de que éstos lleguen a acuerdos (que las élites interpreten este dato para validar su propio ensimismamiento es otra cosa) o la sensatez de las demandas que movilizan a quienes llenan calles y plazas (sobre esto, ver la encuesta de Nudesoc 2019). Que este ímpetu parezca radical no es tanto función de la naturaleza de la protesta, como de la rígida resistencia del régimen a reconocer e incluir a su disidencia.

El atajo de la anti-política

Pese al distanciamiento entre ciudadanía y política, la necesidad de la política para conectar con las personas y movilizarlas como electores o números favorables en las encuestas por supuesto se mantiene. Así, no es que el vínculo desaparezca, sino que se redefine. Independiente de qué viene primero, si la indiferencia de la ciudadanía hacia los partidos o el menosprecio de éstos por la ciudadanía, el asunto es que los partidos deben lidiar con esa indiferencia. Es así que la fabricación de lazos reales, en base a programas y prácticas de construcción social duradera, cede paso a la gestión de conexiones más efímeras y puntuales, como el personalismo y el cosismo a los que tan acostumbrados nos tiene la política local desde, al menos, la emergencia de Joaquín Lavín a fines de los ‘90.

Una de las principales características del tipo de identificación que queda con la política en Chile es que es una identificación negativa, principalmente contra algo antes que a favor de algo. Diversos estudios (véase por ejemplo Meléndez y Rovira, 2018) dan cuenta de que los eventuales electores de cada sector en su mayoría se inclinan a favor de sus alternativas en razón principalmente del rechazo de las contrarias. A sabiendas de esta realidad, cada vez más partidos ceden a las recetas de expertos en marketing y campañas que, en consecuencia, dictan dirigir los esfuerzos partidarios principalmente a la diferenciación en negativo antes que al cultivo afirmativo de identidades propias.

La campaña presidencial de Piñera en 2017 asumió al pie de la letra esta estrategia, centrando buena parte de su relato y despliegue en el rechazo a la Nueva Mayoría y, especialmente a Bachelet, en cuya figura concentraron las peores acusaciones. Conforme no pudieron seguir negando la existencia del Frente Amplio y su capacidad de conseguir votos nuevos, la derecha centró allí también esta artillería. De lo que se trata es de movilizar a los partidarios más duros y obligar al adversario a estar a la defensiva, dificultándole ir más allá de los duros propios. Puede ser un recurso de vieja utilización en campañas, pero lo nuevo es que deviene receta para la actuación permanente de los partidos en todas sus esferas (la lucha parlamentaria, la gestión del gobierno central, la producción de sus centros de pensamiento asociados, etc.).

Todo lo que va de segunda administración de Piñera ha estado teñido por este estilo. A sabiendas de que no contaba con los votos en el Congreso para aprobar íntegramente sus contrarreformas, el gobierno de Piñera emprendió desde los primeros meses de gestión una campaña destinada más que a defender sus iniciativas (era inútil para lograr concretarlas), a debilitar las posiciones de quienes las resistieran y desquiciar los términos del debate público si no lograba configurarlos a su favor. Por eso nunca el papel de los provocadores había sido tan central y protagónico como en este gabinete, con Marcela Cubillos como su exponente más hábil y los ex-ministros provenientes de la Fundación para el Progreso (Mauricio Rojas, Gerardo Varela y Roberto Ampuero), como sus exponentes más puros, pero también más brutos.

El núcleo de este guion es la crítica a la condición política del adversario. Lo que el gobierno de Piñera le devuelve a quienes se le oponen, rara vez es una respuesta en los términos del asunto en cuestión, rara vez es “programática”. Con una frecuencia que da cuenta de un patrón, lo que este gobierno ha desplegado es una campaña de desprestigio de sus adversarios en tanto militantes de partido, parlamentarios o partidarios de un programa o un ideal político. Con ello despliega una disputa no por los fines de las políticas sociales ni los medios más adecuados para conseguirlos, sino contra la política misma, en tanto mero ejercicio de ocultamiento de intereses particulares, pequeños, mezquinos y por definición contrarios a los intereses de “la gente”. Por cierto, nadie ha llevado más lejos esta actitud que la derecha radical personificada en José Antonio Kast.

Sectores de la izquierda también han caído en la moda de la anti-política, especialmente después del estallido social. Piénsese en el tipo de críticas al acuerdo que dio origen al proceso constituyente por parte del Partido Comunista y sectores del Frente Amplio bajo su influencia. En un gesto muy extraño a la cultura comunista, Karol Cariola apuntó contra el acuerdo por requerir la aprobación de un “Congreso ilegítimo”, el mismo que ella integra como diputada y al que el PC pudo acceder a través de negociaciones y acuerdos con la totalidad de las fuerzas políticas con presencia parlamentaria. Con similares argumentos, humanistas y referentes allegados al Frente Amplio desde el mundo de los medios de comunicación y la izquierda tradicional, se restaron del acuerdo y finalmente del propio FA. Misma cosa Unidad Social.

Es cierto que la decisión del PC obedece a su apuesta por acumular por izquierda en la coyuntura, apuntalando como alternativa presidencial a Daniel Jadue y desplazando de este nicho electoral al Frente Amplio. Es probable incluso que, como ha sido frecuente en su historia, esto no sea un “giro a la izquierda” sino un recurso táctico para mejorar la posición propia de negociación con el resto de la oposición. El dilema no es cuán legítimo y conveniente es un cálculo como éste, sino el costo del tipo de recurso que utiliza: agitar una repulsa cada vez más visceral a los propios medios a través de los cuales cualquier proyecto de izquierda serio tendrá que recurrir para articular mayorías políticas capaces de abrir un ciclo post-neoliberal, sembrando desconfianza y sectarismo entre el pueblo movilizado.

Al menos cuatro elementos de cultura política condicionan el anti-politicismo de cierta izquierda chilena actual. El peso de la narrativa de la transición como traición de las elites pactistas al pueblo, extendiendo este molde para mirar todo lo que vino después; la antigua reducción de la política a la agitación, aplicada al tema de la temporada; la exaltación del rol de los movimientos sociales como reemplazo de la lucha política, en una suerte de actualización de la estéril contradicción poder popular/institucional; y la desconfianza a la representación y desprecio por la conducción heredadas de la cultura asambleísta de los 2000 y en particular de la experiencia de movilizaciones de 2011 (sobre esto, ver Arellano 2017).

Mientras los primeros son problemas viejos y, en su forma actual, heredados fundamentalmente de la experiencia de la izquierda de los ochenta, los últimos son legado de la generación de los 2000, y como tal, enfrentarlos es una responsabilidad ineludible de nuestra generación. En tal sentido, haríamos bien en reivindicar el valor de la construcción y participación incidente de movimientos sociales en las decisiones públicas como algo radicalmente distinto a la exaltación acrítica del movimentalismo social. Del mismo modo, es imprescindible construir formas legítimas de representación y decisión colectiva en las nuevas fuerzas políticas, superando los aspectos más negativos heredados del asambleísmo, que ha dejado un reguero de fragmentaciones, caudillismos y militancias ensimismadas entre los movimientos forjados en las luchas de los dos mil.

La revuelta social tuvo el efecto de desquiciar internamente a la izquierda precisamente porque tornó relevantes estos problemas: la relación con lo social y la forma de conducir la acción colectiva (de decidirla, dirigirla, etc.). Sumidos como estábamos en el parlamentarismo, estos problemas eran críticos, pero estallaban en el vacío, no se les escuchaba ni despedían luz. Estallaron tan abruptamente que se dio la paradoja de que habiendo sido fuerzas determinantes y decisivas en la apertura del proceso constituyente (la verdad sea dicha, en ausencia del FA no habría existido plebiscito ni opción de órgano plenamente electo, sino una convención mixta), en lugar de liderar y ensanchar el flanco abierto a la política constituida, las internas se desquiciaron en recriminaciones mutuas y disculpas.

La responsabilidad de la radicalidad y viceversa

El estallido social ha situado a las fuerzas democráticas y en especial a la izquierda frente a la obligación de reivindicar la política para pasar de la fase de movilización a la de participación. Participación del pueblo movilizado no en tanto masa de electores, sino en tanto fuerza social portadora de unas aspiraciones no representadas por la política constituida. Me refiero así no a la tarea de “hacer votar a la gente” por una nueva Constitución o por sus representantes en la constituyente, sino al desafío de construir y organizar ese nosotros que a partir de la revuelta logre irrumpir en un tablero político que de lo contrario le dará sistemáticamente la espalda. Esto por cierto nos sitúa ante la paradoja de tener que hacerlo justo en el peor momento de la política en 30 años.

Si bien hay condicionantes sociales y culturales que hacen imposible un retorno a las formas de participación del siglo XX, jamás podemos reimaginar otras nuevas bajo el lastre de lo que aquí he llamado utopía post-política y atajo anti-política. Ambas actitudes suponen un desprecio por el vínculo entre movilización y participación, la primera por no concebir la democracia como basada en la ciudadanía y la segunda por agotarse en el momento agitativo de la movilización (le es suficiente para el ejercicio delegativo del descontento en el carisma del líder). El dilema es que al tener el monopolio sobre cada uno de los polos de la ética política weberania, los tecnócratas sobre la responsabilidad y los demagogos sobre la convicción torpedean la puesta en práctica de una política transformadora realista.

Por eso hay que desarmar este reparto espurio de las éticas políticas. La ética de la responsabilidad tiene que ver sobre todo con la capacidad de hacerse cargo de las consecuencias del acto político, mientras que la de la convicción con deberse a una causa. Nada más irresponsable que el fanatismo con que la tecnocracia resiste la apertura de la política, insensible a los efectos desintegradores de ceder al mercado lo que corresponde a la democracia. Y nada menos comprometido que el rechazo de los demagogos a cualquier articulación que no gire en torno a la desconfianza de todo lo que no sean ellos. Por el contrario, si hay algo responsable es abrir la política a los intereses populares excluidos y si hay algo comprometido es subordinar todos los medios de la política a la realización de ese fin.

En este orden de cosas, una izquierda comprometida con hacer del estallido social un hito de ampliación de la democracia, de reingreso de las mayorías a la política, no puede alinearse ni con el agitacionismo vacío de la izquierda tradicional, que no invita al pueblo más que a la sospecha, a estar a la defensiva y a fagocitarse internamente; ni con el ensimismamiento burocrático de un progresismo que no invita al pueblo a nada más que a esperar, votar y resignarse. Aun reconociendo la necesidad de un agrupamiento con estas fuerzas para acabar con la neutralización de la política impuesta por la hegemonía neoliberal (interviniendo coordinadamente en la constituyente y en alianzas que disputen las oportunidades abiertas por ésta, eventualmente incluso en coaliciones), dicho agrupamiento debe contener una fuerza cuya centralidad sea que el pueblo movilizado se apropie de los desafíos abiertos por la revuelta y enfrente sus contradicciones como tareas propias.

Este debe ser, si se quiere, el centro de nuestra convicción en el periodo actual: sembrar en el pueblo una vocación de protagonismo.

Nuestro sentido de la responsabilidad, en tanto, debe basarse en una toma de conciencia sobre lo que está en juego desde la perspectiva de los adversarios y de lo que son capaces. Eso es lo que nos permitirá saber cuándo nuestras diferencias son en realidad disputas banales y cuándo la conveniencia de nuestras apuestas debe medirse considerando también el efecto de su encuentro con las del adversario. Para ello, es preciso comprender que el asedio a la política es fundamentalmente una reacción de las elites económicas y tecnocráticas contra el ciclo de impugnación a la hegemonía neoliberal y patriarcal, que va desde el 2006 hasta las mega-movilizaciones feministas, pasando por el 2011 y NO+AFP, aunque también por el gobierno de la Nueva Mayoría, que, aunque neoliberal, a ojos del empresariado más retardatario fue una amenaza porque habría validado consignas y aspiraciones de “la calle”.

Así, durante un periodo de al menos 15 años, distintas fracciones del empresariado y la tecnocracia han ido tomando partido por el deterioro de la esfera política democrática –dado que neutralizarla no fue suficiente-, como paso necesario para impedir la extensión del principio democrático de la política a la economía y la sociedad (parafraseo aquí a Karl Polanyi (1935), que definió así la “esencia” del programa del fascismo), que es básicamente lo que significan las luchas del feminismo y los movimientos por derechos sociales. He ahí entonces una medida para nuestra responsabilidad: no llevar ni una gota de agua al molino de esta reacción, es decir, no contribuir en forma alguna a una auto-proscripción del pueblo en las batallas por democratizar nuestra sociedad, por tímidos que luzcan sus frutos al lado de la soberbia de nuestros sueños.

Bibliografía

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Ferretti, Irani, López y Miranda (2018). El feminismo como posibilidad de ampliación democrática. Cuadernos de Coyuntura – Fundación Nodo XXI, 21: 21-32.

Luna, Juan Pablo (2017). En vez del optimismo. Crisis de representación política en el Chile actual. Santiago: CIPER-Catalonia.

Mair, Peter (2013). Ruling the Void: The Hollowing of Western Democracy. Londres: Verso.

Meléndez, Carlos, y Rovira, Cristóbal (2018). Rethinking Partisanship. WZB Democracy Blog. Disponible en: https://democracy.blog.wzb.eu/2018/08/29/rethinking-partisanship/

Miranda, Camila (2019). Un Chile que cruje: el tsunami feminista. Aproximaciones al “8M” chileno. Cuadernos de Coyuntura – Fundación Nodo XXI, 23: 4-13.

Núcleo de Sociología Contingente (2019). Encuesta Zona Cero. Disponible en www.nudesoc.cl

Polanyi, Karl (1935). “La esencia del fascismo”. En Polanyi, Karl (2014). Los límites del mercado. Reflexiones sobre economía, antropología y democracia. Madrid: Capitán Swing.