Borradores sobre el miedo, las clases y la peste

Hace tiempo ya que la realidad llegaba sanitizada y mediada a los barrios de los profesionales. Allí la realidad era aquello que debían sufrir otros (los chinos, los negros, los venezolanos, los árabes o los pobres de la periferia). Por supuesto que esto parece el descubrimiento de un pije de capas medias de capital occidental, pero acaso ¿no ha sido esa la forma de clase crecientemente hegemónica en la última década? ¿No ha sido aquello, la imagen de ese envanecido ejército de profesionales, gerentes, creativos, esas personas autónomas y citadinamente globales, la referencia que se impone como modelo para la mayoría del mundo? ¿No hablan de ellas y sus vidas (o de su negativo, su imposibilidad o crisis) la mayoría de los productos culturales que consumimos, desde series de TV hasta viajes de placer?

por Pablo Pinto y Jacques Pantin

Imagen / La peste negra. Fuente: Flickr.


UNO

Siempre que la historia deja de ser esa pradera llana en que pocas cosas significativas ocurren, y el cielo se parte por el medio para desatar un acontecimiento que avanza siglos en pocos meses, nos vemos arrastrados, como cristianos, a interpretar lo que vemos como una batalla entre el bien y el mal. Perdemos de vista rápidamente toda la complejidad que se había descrito de nuestras sociedades y sus comportamientos políticos, económicos y sociales. La angustia suscita nuestras defensas más arcaicas. La política, incluso la de la guerra o la del hambre, era vista como un complejo campo lleno de actores difusos y de alianzas leves, sin articulaciones firmes en el tiempo. De repente, pandemia mediante, todo pareció tomar orden entre los que querían salvar vidas y aquellos perversos psicópatas que sólo quieren dinero. Se ha reflexionado todavía poco sobre la forma en que la pandemia ocurre para la mayoría que no se enferma y que tiene algo que perder con sus consecuencias. Un proceso que va de la incredulidad ante la caída de cualquier seguridad de clases medias integradas, al terror más salvaje. Camus, en un texto que se vuelve ya cliché citar, abrió la puerta al miedo a la crisis, identificado como la forma en que los sanos viven la peste:

“La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado precauciones. Nuestros conciudadanos no eran más culpables que otros, se olvidaban de ser modestos, eso es todo, y pensaban que todavía todo era posible para ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas eran imposibles. Continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo opiniones. ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas.”

El fenómeno que golpea a las mayorías del mundo no es la enfermedad, sino el miedo real de la muerte. Las reacciones frente a ello, situadas e historizadas, van desde la omnipotencia maníaca de la negación de la muerte, hasta el miedo y la angustia de vivir con ella. Los primeros, “soberbios e irresponsables” como les espeta la ciudadanía bien portada, ponen el virus; los segundos aportan con muertos que rápidamente se convierten en cifras terroristas. Estas distancias y medidas no son solo físicas, son también técnicas y profesionales. La técnica que nos acerca al saber de la verdad y a las justas medidas a tomar. La negación se vive como la incredulidad ante lo desconocido, que en su proximidad deviene en miedo. El miedo es a enfrentar desnudos la realidad. El miedo a sentir, por primera vez en la vida,miedo de verdad. En corto: miedo a la verdad de lo que hasta ese momento era imposible. En un reciente texto sobre la coyuntura de la pandemia, Santiago Alba Rico indicaba que “(n)unca una sociedad humana ha vivido más fuera del mundo que la nuestra”, advirtiendo que en esta crisis lo que nos amenaza son “los peligros de esta ausencia de mundo; es decir, de esta desinfección de realidad”. Es, entonces, el miedo a la desnudez por parte de sociedades acostumbradas a su sexualidad híperhigiénica; a evitar salir a la calle, pidiendo la comida a domicilio (y ahora ofrecen delivery con “contacto cero”); a vivir en barrios enrejados lejos de las periferias; en el fondo, acostumbrados a que siempre haya una página web o una app que nos evite la relación física, mientras aprendemos que las guerras son esos fenómenos que ocurren por TV y la pelean drones. Toda esa ficción de vida mediatizada se vive como una teleología del humano en nombre de la razón que avanza triunfante.

Esto no es nuevo, sino un estandarte de clase. Hace tiempo ya que la realidad llegaba sanitizada y mediada a los barrios de los profesionales. Allí la realidad era aquello que debían sufrir otros (los chinos, los negros, los venezolanos, los árabes o los pobres de la periferia). Por supuesto que esto parece el descubrimiento de un pije de capas medias de capital occidental, pero acaso ¿no ha sido esa la forma de clase crecientemente hegemónica en la última década? ¿No ha sido aquello, la imagen de ese envanecido ejército de profesionales, gerentes, creativos, esas personas autónomas y citadinamente globales, la referencia que se impone como modelo para la mayoría del mundo? ¿No hablan de ellas y sus vidas (o de su negativo, su imposibilidad o crisis) la mayoría de los productos culturales que consumimos, desde series de TV hasta viajes de placer? La condonación de la relación con la realidad miserable y salvaje del capitalismo, la tendencia a distanciarla, es la marca obvia de grupos sociales que se definen por ser “medios”, y por asumirlo literalmente como destino. La misión es mediar, o bien, oficiar a modo de frontera. Una tarea que reconoce su especificidad material, por ser los más integrados a los guetos sanitizados de los ricos, y a la vez la primera línea de confrontación con el resto del mundo que puja con uñas y dientes por alcanzar lo que de esa mesa se cae a veces. La función del miedo para esas clases medias profesionales opera entonces bajo la forma de proyección de una verdad -la pandemia, el virus omnipresente e invisible- que no puede ser procesada, y que solo se puede vivir bajo la alienación de esa proyección. He ahí la bisagra. Todo lo que está por fuera de ese saber profesional y técnico, no es saber, sino dudosa experiencia provinciana, crítica radical adolescente o evidente conspiranoia, por lo tanto se traduce y se adiestra. Y los mecanismos de ataque hacia ese no saber llenan la web y se viralizan. Nos reímos del pobre que defiende el trabajo porque no dimensiona el efecto de su acción. Nos reímos de las precarias medidas de defensa de los pobres. Las hacemos meme solo porque nos causa gracia la distancia entre sus saberes y el saber profesional. He ahí el miedo como verdad que solo puede ser procesada como chiste en su valor inconsciente. El objeto del miedo, como dijo Byung-Chul Han en su muy criticado texto de coyuntura, es exagerado en sus tonos apocalípticos de fin de mundo, pero el miedo a empobrecer, a morir, a pasarlo horriblemente mal como nunca lo ha pasado esta generación de las capitales occidentales, en cambio, es un fenómeno apabullantemente real. El miedo a empobrecer por inutilidad profesional, a la obsolescencia de su propia nobleza moderna, es el que se esconde en el discurso de miedo al apocalipsis, al vecino paramédico y al que no usa mascarilla en el supermercado. Es la experiencia global que instaló la realidad como una urgencia ineludible y total a todo cuerpo, incluso a su interior. He ahí un ejemplo de esa nueva hegemonía de clase.

DOS

Aquel miedo entre los habitantes del intrarradio de las ciudades ultramodernas explica también el éxito de todo tipo de teorías sobre conspiraciones, verdades ocultas o mentiras espectaculares que rodearían la comprensión de los hechos. Si nosotros somos los buenos de una guerra contra un mal inexplicable, tiene que haber una mente maestra que lo haga explicable, controlable por la técnica y, así, neutralizable por el poderoso fetiche estatal-salubrista encarnado en “la vacunación”. Necesitamos reponer certezas sobre una realidad que volvió a ser desconocida, un más allá del fin del mundo (mundo que ahora se reduce a las paredes de la cuarentena, o a las horas sin toque de queda). Nos devuelve la calma saber que hay una conspiración que explica todo, que las cifras no son reales o que las esconden, o bien, que todo es una mentira sobre algo nada peor que una gripe común. El miedo necesita calmantes y, en su ausencia, se recurre a placebos. Y así cada una de esas formas de alienación se ofrecen como construcciones fantasmáticas donde el lugar que nos corresponde es el de héroes de nuestra historia. El mundo muestra al frágil sujeto desnudo la verdad de sus condiciones de existencia: la tarjeta black world member no contiene el coronavirus.

De hecho, nos asusta infinitamente más la desorientación ante la verdad, su imposibilidad de comprender y menos de otear sus dinámicas, que el mito de una tragedia diseñada por un grupo de mentes malvadas. En el segundo caso sabemos más o menos qué esperar, en el primero todo es posible y eso aterra de verdad. Althusser lo remarcaba bajo sus categorías ideológicas, que se ofrecían como estructuras de representación de esas relaciones con las condiciones de existencia. Sin embargo, ahí ya no media la razón moderna, llega después. Mientras tanto,en un baile de máscaras, los profesionales de gobierno y los profesionales de la ciudadanía se tiran con pistolas de agua. En esa pelea, solo basta decir algo con la fuerza del Estado, no importa qué. Lo importante es no perder, y si hay que quedar en ridículo para ello, salimos vestidos de payasos a decir que el virus se puede poner “buena onda”, mientras los otros vuelven a hacer un libro de chistes sobre un presidente que, a pesar de ello, sigue siendo electo. Por otra parte, la teoría conspirativa, en cualquiera de sus formas (por ejemplo, aquellas que acusan las manipulaciones de los médicos, científicos o gobiernos), sugieren que, en el fondo, hay una racionalidad y hay certezas. El abismo que hay detrás de la endeble escenografía de la conspiración apenas se puede esconder. Es enorme y oscuro, y el vértigo que provoca es angustiante. Es saber que nadie sabe bien qué pasa y que probablemente los que mandan, incluyendo poderosos gobernantes y empresarios, avanzan tomando decisiones en terreno desconocido y con pasos muy inseguros. Lo que hemos vetado en nuestra mirada, lo que hemos convertido en tabú, es pensar en todo lo que significa que en términos de la experiencia y la ciencia, estamos navegando en aguas desconocidas y con mapas imprecisos o errados. Hasta ahora, pensar en el costo real a nuestro alrededor de la tragedia se ha vuelto algo a evadir, y lo hacemos imaginando que todavía hay formas de evitarlo, gritando la consigna que resume la obsesión miedosa por la técnica abstracta: “aplanemos la curva” y la absurda infinitud de gráficos que “demuestran” los efectos de lo que hacemos o dejamos de hacer.

Así, si para Gramsci era la filosofía idealista donde se expresaba ese mito de la independencia de clase de los intelectuales, hoy es la razón tecnocrática, con los médicos y los estadísticos a la cabeza, trabajando de formas que la mayoría no entiende, pero que hace vocerías en claros gráficos; la que llamó a la excepción como si fuese un sentido más allá de toda política, de toda clase. Las masas, presas del miedo, y agitadas por los profesionales fervientes creyentes de la neutralidad de la ciencia y de la técnica (olvidando 50 años de científicos que advierten en el sentido contrario), acudieron a pedir auxilio hacia la nueva fortaleza feudal: la cuarentena. El fantasma o la utopía social de correr a salvar la vida y la normalidad del pasado es hoy el fin de toda estrategia de las clases profesionales, cuyo pretérito cercano es la comodidad de su paulatino ascenso en el neoliberalismo. La posición melancólica se fascistiza porque extraña el pasado inmediato, lo desea y sabe que no lo puede imponer sino explotando todo alrededor: la democracia, las formalidades mínimas del Estado y la policía, la vida en la calle, la noche, todo lo que hace la ciudad más que un conjunto de casas y vías de autos… y también a los repartidores de-lo-que-sea, para negar su verdad primera y fantasmear así su existencia. Eso ha sido la forma y el sujeto de esta coyuntura histórica: una pandemia que le permite devenir en hegemonía a las nuevas clases medias y su razón estatista e higienista.

Y es que nadie, salvo el capital y sus agentes políticos, quiere mirar de frente uno de los resultados del cálculo: muere gente, y va seguir muriendo gente. Ocurre, porque ese es el costo -ineludible- del capitalismo. Se supone que eso lo sabemos hace casi dos siglos. Las mejores almas de esas clases medias profesionales han anunciado por décadas la masacre que sostiene al capitalismo funcionando, pero ahora, sin ninguna razón, cree que se podrá inventar una jugada perfecta (y algunos voceros se debaten a tiros entre cuarentena total o mitigación) que evitará ese baño de sangre. Aquí se vuelve de vida o muerte, literalmente, responder a la pregunta sobre cuál es el lugar de la crítica, que se supone abunda en tales clases, en esa operación ideológica, o bien, lo que es lo mismo, cuál es el rol del miedo en impedir que esa crítica se despliegue. Tal vez sea tiempo de asumir el daño ya hecho, pensar en una política de crítica a la dominación con la pandemia incluída, asumiendo a los muertos, el dolor, la pobreza y la deuda que le acompaña, y sin esquivar el amargo sabor del daño; quizás sea tiempo de esa política y no de una en que corremos tras la utopía de impedir el caos, abrazando la alienación al (tele) trabajo sobre lo imposible.

TRES

El ejemplo de Trump escondiendo las cifras de desempleo para evitar pánico en los mercados, es la inversión misma de cómo el capital explica eso: las crisis provocan desempleo. Pero resulta que vivimos una época en que reconocer la verdad de la consecuencia de la crisis, el desempleo y el empobrecimiento, daña la sensibilidad de un abstracto inanimado, “los mercados”, y los espanta. El miedo es un indicador abstracto de la pandemia,  pero igual de global que los muertos. Así, nuestra supervivencia silente en la pobreza le garantiza al capitalismo seguir como si nada, desanclado de lo real, escondiendo lo real. Ya nada tienen que ver el bienestar de las empresas con mi trabajo, y menos aún con mi bienestar. El miedo de los mercados al miedo de los trabajadores, produce crisis, y de ahí, el miedo se vuelve real: de la amenaza al golpe, de la crisis y sus nervios al empobrecimiento y el malestar. Lo mismo sucede con las encuestas en nuestro escenario local: es la encuesta en tanto noticia -o visita a un matinal- la que afecta la medición de popularidad de tal o cual presidenciable, la que define la política y sus condiciones de posibilidad y avance o retroceso, no al revés. La encuesta, como su gráfico, no mide nada estable, y menos lo hace en este momento dominado por la falta de certezas. La encuesta es un evento de agitación de una mayoría circunstancial que sostiene la defensa de un interés. Sobre todo en tiempos de lealtades febles y desinstitucionalización de los sujetos ¿por qué serles leales a una persona, idea o partido si nada de ellos es leal contigo? Solo porque la incertidumbre aterra. El aumento de popularidad de Trump o Piñera son expresiones de que, aunque sabemos que mienten y que su liderazgo es falso, construyen una escenografía cuya imagen es la claridad, la certeza, aunque se vea que es solo tabiquería. Ya dijimos que el miedo se calma con placebos, vivimos nuestro tiempo no como algo que se termina, sino como algo agotado antes del propio tiempo, pero la crisis nos muestra una vez más que la letanía de lo cotidiano aún es capaz de sorprendernos y administrarnos.

Tal vez el “aplaudan” de Piñera, en su solitaria conferencia de prensa, revela esto de forma trágica: cuando toda la escenografía pomposa y tardorepublicana de las cadenas nacionales se vuelve imposible de llevar a cabo, cuando no se pueden reproducir esas escenas que dan vergüenza ajena -como acuerdos de manos levantadas o firmas de proyectos de ley-, se desnuda todo el ridículo de un poder que realmente no controla nada. Piñera se reduce a un lector de noticias o a un policía.El primero anuncia catástrofes que vienen de lejos y que superan nuestras capacidades, estatales o privadas da igual, y luego viene el segundo para anunciar cómo mantendrá el control. En el mejor de los casos es un vocero desautorizado de las pulsiones de su propia clase. Retórica y espectáculo para sostener que el capitalismo juegue a salvar cuerpos sanos para el trabajo, sacrificando la vida que los anima, y también la de toda una sociedad. Como ya indicamos, ellos lo saben, quedan en ridículo, son incoherentes, contradictorios, etc. Pero todo eso no importa tanto cuando de lo que se trata no es de tener razón, sino de avanzar y defender tus intereses. Porque ellos sí son los dueños de esas formas imaginarias bajo las cuales se produce y se reproduce esa experiencia. Son clase y se organizan -más allá de lo que podamos pensar de sus formas de organización. La pregunta que queda es cuánto se demorarán en abandonar la pantomima del gobierno, en volver a sus oficinas corporativas, y restaurar la santa alianza en el Estado que se quebró con los gobiernos empresariales: los profesionales administrando la civilidad del negocio, ellos financiando y preocupados de los estados de cuenta. Este miedo actual parece estar preparando un buen fragüe.

CUATRO

El miedo de los funcionarios y la burguesía produjo al fascismo. El miedo presente exalta el llamado feudal al hombre fuerte, combinado con un llamado a estar a la altura del “espíritu de época”, a la ficción de la ética de la vida, al universalismo de los valores, al científico que resuelva esto (el fetiche de la vacuna, que nos devuelve la vestimenta para tapar la desnudez). Emerge un nuevo y gris consenso. El acaudillamiento, la idea del héroe (o un grupo de héroes especialistas, como los Avengers), de la salvación que aparece justo cuando todo parecía perdido, muestra cuán formateados estamos por las estructuras narrativas del mito (Hollywood, Almodóvar o el catolicismo), y cuán distanciados de lo que la experiencia material de la vida o el estudio de la historia nos dicen de lo que respira tras el velo de la ficción. Sigue habiendo barbarie en nuestras relaciones con la ciudad, y esta crisis sólo lo evidencia al extremar la situación. Así, caemos en la verdad radical de la ausencia de toda idea de ciudadanía. En último término, ¿cuál es esa experiencia pensada como común frente a la institucionalidad del ser ciudadanos? A todas luces, es algo que sólo existe  como discurso alienante a la mitología de lo común. La condición de circulación del capital contemporáneo conjura las identificaciones a toda experiencia común: la carencia de instituciones de vinculación, como por ejemplo, los derechos, los impuestos, las escuelas, los sistemas públicos, entre otros; bajo esa producción subjetiva del capital renuevan un vínculo a lo social que reivindica valores “originarios” por fuera de la única verdad posible: que la individualidad es un fenómeno en el seno de la experiencia social. Por otro lado, esos nuevo roles que emergen y se asumen como “nuevas experiencias” contemporáneas de lo social buscan la negación del valor de lo colectivo: los grupos de autoayuda, del “retorno al ser humano”, del “cambio interior”, de los ciclistas, los yoguis, las comunidades ecológicas, son formas subjetivas e identificaciones que producen valores incapaces de brotar en una dimensión dialéctica, y solo existen como restos de una negación de la experiencia colectiva. Algo que solo se radicaliza con orgullo de clase en la exhibición por redes sociales de la “cuarentena chic”.

Por negación, constatamos la pérdida de ciudadanía que subyace en la demanda aterrada por aislamiento y neutralización de la ciudad, y por un gobierno de “los que saben”. Confirmamos una vez más que los subalternos se construyen como subjetividad política dentro y no fuera del sistema; institucionalizando su incomodidad y contradicción en redes y espacios de apoyo mútuo, organización y solidaridad. Dentro de la nueva narrativa mesocrática, tan piadosa y drástica como el viejo victorianismo, todo es posible, todo tiene lugar, incluso, las fantasías que apuestan por el aniquilamiento de los que desobedecen (sea por bala estatal o virus invisible) . He ahí una clave para pensar que el nuevo nacionalismo (ciudadanismo, humanismo, incluso, fascismo new age) es estatista, racista (o etnicista, o simplemente nacionalista). Busca por todos los medios recomponer la unidad de la humanidad en torno al saber, y a la vez, busca destruir la política parcial, la política del partisanismo. En esa dialéctica se desnuda la ruptura social. Es otro miedo al miedo, ahora de genética progresista y que se diferencia del viejo fascismo porque se defiende desde el deber ser de la ciencia y no del mito nacional. Pero aspecta igual de autoritario, estatólatra y violento. El miedo a temerle al pueblo, a tener que negociar con él, con un interés común que no solo niegue el valor de lo social, sino que lo dinamice. Es el miedo a tener que vivir en una democracia de confrontaciones, posturas y diferencias. Es el mismo miedo histórico de los patriotas a una tercera posición, disidente de cualquier idea de misión salvífica  (inter) nacional. Ya lo vivieron. Tienen memoria de la política en que las clases populares tienen agencia propia. Esta crisis obliga a los pobres y trabajadores a tener posición propia, y por eso el discurso de las clases medias profesionales insiste en llamar a la guerra contra el virus -en ausencia de la guerra real-, en llamar a la unidad nacional en torno al saber del gremio médico (un gremio ligado a los negocios de la salud y obsesionado con neutralizar cualquier autonomía popular sobre el cuerpo), porque así se sienten más fuertes para reprimir a los “irresponsables” que no se quedan en casa.

A esos pobres irresponsables el miedo los hace ejecutar la práctica racional de quienes tienen que seguir saliendo día a día a las calles apestadas, optando por todo aquello que les permite sobrevivir y mejorar sus condiciones de vida. El cuarentenismo popular ha sido una defensa casi espontánea, ante el abandono que hicieron de ellos los sacerdotes del teletrabajo y el encierro glamouroso. La simple reflexión de que tal vez no deberían sacrificarse por esas almas bellas refugiadas dentro de los muros del teletrabajo suena a insurrección. Bajo un argumento u otro sostienen su interés, el de sobrevivir, y eso, a los profesionales del otro lado del muro, nos da risa, ternura o rabia según cuán temerarios sean sus actos, porque el saber profesional nos dice que no entienden. Y en nombre del “saber hacer frente” al virus, vuelve la “señora juanita”, no como alguien en particular, sino como un lugar a ocupar por todo aquello que representa ese no saber profesional. La señora juanita nunca existió, y nunca existirá, porque solo es un lugar al cual dirigir la palabra que sostiene la ficción del profesionalismo y el esfuerzo. Es la contraparte de un diálogo imaginario de la mediación entre capital y sociedad. La señora juanita es la función que eclipsa esa verdad de la defensa del interés vestido de saber profesional. No deja de ser curioso que en Argentina pase de llamarse Juanita a Rosa, y que sea un lugar rellenado principalmente por el discurso macrista y de la derecha histórica, para oponerse al mito del peronista, negro, choripanero y disciplinado amante de su patria. La tercera posición, la crítica radical de clase, brilla por su ausencia. Mientras, ni Juana, ni Rosa ni Juan saben cuándo o cómo terminará esto. “Que ellos no se preocupen, que se queden en casa (o los baleo), que nosotros aplanaremos la curva”.

Con el miedo a la peste, con el terror como motor recorriendo los barrios blancos de las calles de las capitales de occidente, se acaba también la impostura progresista que apostaba a comprender a las clases trabajadoras. Llega a su fin el progresismo liberal, se suspende el rechazo a la vigilancia estatal y surge un tímido pacto con la supremacía de la técnica capitalista parida con 1968. Se abre una era de estatismo higienista y secularmente piadoso, preocupado de recrear el viejo guión de la integración en el estado, con su tono autoritario y bajo la dirección de “los que saben”. Como lo escribía Roberto Arlt, ¿quién indemnizará al jorobadito por el mal rato que pasará en nombre de tan altruista gesto de humanidad?

Pablo Pinto
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Psicólogo y magíster en psicología por la Universidad Denis Dedirot - Paris 7.

Jacques Pantin
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Estudiante de psicología en la Universidad de París.