Es interesante notar que las medidas tomadas para repeler la amenaza del COVID-19 son virtualmente idénticas a las medidas que los activistas climáticos han estado demandando por décadas: menos viajes, menos trabajo y menos extractivismo medioambiental. Para detener el calentamiento global, arguyen, necesitamos enfocarnos en el decrecimiento -y eso significa trabajar menos y desmantelar las cadenas globales de abastecimiento. Como ir al trabajo se ha convertido en un asunto de vida o muerte, ahora es más evidente que nunca que el trabajo es tanto político como ecológico. Simplemente necesitamos extender esta lógica al caso más amplio del colapso ecológico. […] Necesitamos un estallido de la política. La pandemia del coronavirus es una inmensa tragedia humana y social; pero a pesar de eso, o quizá por eso mismo, también debería ser un verdadero punto de inflexión.
por Bram Ieven y Jan Overwijk (traducción de Jorge Cáceres)
Artículo original: Corona: Geen binnendringer. Dit is de normale orde. Traducción basada en el inglés, We created this beast. The political ecology of COVID-19.
Imagen / Estación de trenes vacía en Edinburgo, Escocia. Fuente: Flickr.
Dos mapas zonales de China. El mapa de la izquierda, de comienzos de enero de 2020, muestra cómo las nubes de nitrógeno anaranjadas se extienden sobre todo el territorio. En el mapa de la derecha, de un mes y medio después, esas mismas nubes han desaparecido. ¿Qué fue lo que pasó?
Fuente: https://twitter.com/BrunoLatourAIME/status/1234491625965019136/photo/1
Fue el filósofo francés Bruno Latour quien compartió estas imágenes satelitales en un tuit, señalando que un virus fue capaz de conseguir las medidas políticas que el Estado chino siempre creyó imposibles de lograr. El mapa de la derecha muestra a China después de paralizar su intenso tráfico interno, apenas unas pocas semanas después de implementar la cuarentena para contener la pandemia del COVID-19.
Bruno Latour ha abogado durante décadas por una reconceptualización de la política moderna. En lugar de pensar nuestro orden político como claramente separado de la naturaleza, en Nunca fuimos modernos (1993) Latour sugiere que lo político siempre está entrelazado con el orden natural del cual busca distinguirse. La pandemia del COVID-19 ha comprobado esto una vez más. Como sea que uno imagine la interconexión entre naturaleza y cultura, es evidente que los agentes ecológicos tienen una gran relevancia en la sociedad. La pandemia del COVID-19 nos fuerza a llevar esta idea incluso más lejos: es hora de afrontar el hecho de que nuestro propio sistema político ha tenido un papel preponderante en la producción de este nuevo actor ecológico. Nosotros estamos creando este “monstruo”.
No natural
En una economía global que interviene cada vez más en el ecosistema, no es sorprendente que aparezcan nuevos virus y que éstos migren de un lado a otro del planeta a la velocidad de un rayo. No hay absolutamente nada “natural” en eso. La velocidad con la que se está propagando el virus responde a la globalización económica, y la asimetría con que lo hace se debe a la desigualdad socioeconómica. Esto también aplica a la forma en que los virus como el COVID-19 penetran en nuestra sociedad.
Lo primero a entender, como recientemente propuso Dennis Caroll, director del Global Virome Project, es que, cuando se trata de estos tipos de virus, “cualquier amenaza futura que vayamos a enfrentar ya existe; actualmente está circulando en la vida salvaje”. En años recientes, hemos visto crecer la demanda por la vida silvestre en el mercado alimenticio. Con esta mercantilización de la vida salvaje estamos entrando en un contacto más cercano con ecosistemas milenarios, que anteriormente estuvieron cerrados a la interacción con humanos. Sobre la base de este argumento, el biólogo Rob Wallace, autor de Big Farms Make Big Flu, concluye en una entrevista reciente que, por medio de la deforestación y la mercantilización de la vida silvestre, “muchos de esos nuevos agentes patógenos previamente contenidos por ecologías forestales de larga data están siendo liberados, amenazando al mundo entero”.
Es este catastrófico entrelazamiento de capitalismo global y eco-colonialismo el que nos ha traído tanto la urgente amenaza epidemiológica como la destrucción climática global.
No una fuerza externa
Esto nos obliga a reconsiderar cómo pensamos la relación entre el virus y nuestro orden político. Realmente es demasiado simplista pensar que el virus es un intruso que nos amenaza desde el exterior.
Y aun así, hasta ahora la mayoría de la gente, al igual que los políticos, ha dudado en hacer tal conexión. En vez de eso, el COVID-19 ha sido descrito y conceptualizado como un extranjero, un intruso o incluso un invasor que amenaza la sociedad moderna, de la cual es esencialmente diferente. En una jugada típica, el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, se refirió al COVID-19 como un “virus chino”, una metáfora hipernacionalizada y racista, diseñada para resaltar tanto la xenofobia como la ingenua creencia de que la pandemia no guarda ninguna relación con la actividad humana. Además de esto, en los últimos años Trump ha despedido a los pocos especialistas que pudieron haberlo ayudado a combatir la epidemia.
Esta reacción es emblemática, por la fijación en el exterior y en la política de la otredad, a las que la mayoría de los políticos y legisladores adhieren religiosamente. El virus es representado como un invasor o un bioterrorista que, temporal pero radicalmente, irrumpe en “nuestro estilo de vida” -para parafrasear el eslogan estadounidense.
Entonces, en lugar de comprender el virus como un actor político que inherentemente pertenece al ecosistema que hemos co-construido, y en vez de concluir que este virus constituye literal y figurativamente una mutación en la política global del capital neoliberal, los políticos alrededor del mundo se apresuran en representarlo como un enemigo externo.
La verdad, no obstante, es que el virus no es ni una aberración ni un monstruo: solamente nos revela la monstruosidad de la normalidad [business-as-usual] en el capitalismo eco-colonial.
No excepcional
En la mayor parte de los países europeos, los políticos fueron relativamente lentos para reaccionar. Las medidas tomadas inicialmente por la mayoría de los gobiernos en las últimas semanas han sido completamente consistentes con el orden neoliberal, y estuvieron basadas en la idea de que el COVID-19 es un intruso que ha penetrado la sociedad humana, independientemente de cualquier cosa aún remotamente relacionada con la política neoliberal. Además, el foco inicial estuvo en las secuelas económicas que las medidas preventivas causarían -y casi nunca en las secuelas que el daño traería consigo.
En la primera fase, tuvimos el llamado totalmente descomprometido e individualizado: lava tus manos y continúa trabajando y consumiendo. En una segunda fase, los gobiernos a lo largo del mundo gradualmente tomaron medidas más amplias, aunque sin poner una gran carga sobre las cadenas globales de abastecimiento, o de producción y consumo.
Mientras China se está recuperando lentamente del brote de coronavirus, Australia y la mayoría de los países europeos han alcanzado ya la tercera fase, con los Estados Unidos a la zaga. Italia, España, Austria, Francia y Bélgica están en un cierre total. Alemania ha prohibido las reuniones de más de dos personas, Hungría pretende declarar un estado de emergencia indefinido. La Unión Europea ha cerrado temporalmente el Espacio Shengen y muchos otros países alrededor del globo han cerrado sus fronteras nacionales. La gravedad de la situación finalmente ha decantado: toda actividad social y económica se ha visto casi paralizada, y -con cuidado de la metáfora- sólo los sectores vitales se mantienen activos.
Con todo, la mayoría de la gente y de los políticos parecen incapaces o renuentes a repensar seriamente nuestra relación con el ecosistema. La mayoría de nosotros todavía considera la situación actual como un estado de excepción, o quizá sólo como otra oportunidad para que los regímenes autoritarios extiendan su control sobre la gente (lo que no deja de ser cierto). Estas medidas están planteadas como una estrategia excepcional para expulsar frenéticamente el virus del cuerpo político. Escribiendo desde Holanda, donde vivimos, hemos escuchado a nuestro primer ministro asegurar que “Holanda es ahora un paciente”. Exorcizar al invasor, restaurar la normalidad.
Pero, ¿y si este así llamado estado de excepción es, de hecho, la normalidad del neoliberalismo global, aunque agonizante?
No proponemos esto en el mismo sentido que el filósofo italiano Giorgio Agamben, cuya propuesta en el periódico italiano Il Manifesto, de que el gobierno ha inventado una epidemia (“l’invenzione di un’epidemia”) para legitimar medidas autoritarias, no ha tenido suerte. Aunque, para ser justos, la velocidad con la que algunos regímenes neoliberales derechistas e intolerantes han utilizado esta crisis para clausurar las fronteras y regirse por decreto debería suscitar una reflexión.
En lugar de eso, lo que queremos enfatizar es que no es una coincidencia que los gobiernos neoliberales e intolerantes a lo largo de Europa y en Australia tiendan a privatizar la lucha política contra el virus tanto como sea posible, y que busquen proteger la acumulación de capital contra la ausencia o la disminución del empleo. Muy por el contrario, esto tiene que ver completamente con cómo el neoliberalismo siempre ha intentado contener las políticas de solidaridad y cómo ha usado el trabajo en tanto fuerza disciplinaria.
La política de contención
El neoliberalismo, antes que todo, siempre ha sido una política de contención. Mediante dosis de cuidado y conducción pretende contener cualquier política democrática real; es decir, una política basada en la solidaridad colectiva y la igualdad. Como el coronavirus, la política democrática es una amenaza al predominio del mercado. Friedrich Hayek, uno de los principales gestores del neoliberalismo, fue muy claro sobre este punto al afirmar, en su libro Derecho, legislación y libertad (1979), que “la política debe ser derrocada”.
Cualquier intento de cambiar la forma en que pensamos la política, cualquier intento de tomar conciencia sobre la urgencia de la crisis climática y la necesidad y posibilidad de la solidaridad, ha sido descaradamente despreciada por los políticos. Desde la izquierda a la derecha sonó el dicho que ahora, de pronto, parece extrañamente fuera de lugar: “no hay alternativa”.
¿Pero realmente no hay alternativa? Paradójicamente, las medidas actuales para contener el coronavirus arrojan una luz completamente diferente sobre la materia.
Todos los expertos parecen coincidir en un punto: la distancia social y el aislamiento son la mejor forma de contener y ralentizar la propagación del virus. En términos prácticos, esto significa que una de las mayores arterias de nuestra economía debe ser interrumpida temporalmente, o totalmente renovada: la racionalizada jornada laboral de ocho horas.
El auto-aislamiento colectivo y la distancia social a la que adherimos voluntariamente tiene todas las características formales de una huelga general. Como el trabajo se apoya en las tecnologías que ya lo estructuran, esta simulación de una huelga general parece torpemente adecuada. Por lo menos, es un experimento amplio para trabajar desde la casa; y, potencialmente, esto también podría convertirse en un experimento para recuperar un poco de control sobre nuestro propio tiempo y nuestras horas de vigilia, una promesa emancipatoria deformada por la fetichización neoliberal de la flexibilidad y la movilidad. También hemos aceptado que, durante este periodo, habrá menos trabajo ejecutado, y que, de hecho, habrá menos trabajo. Estamos siendo testigos de los vagos contornos de un día y una semana laborales más breves.
Combatir el virus por medio del aislamiento y el distanciamiento tiene el efecto colateral de mostrarnos cómo la organización de gran parte del trabajo asalariado está íntimamente conectada con la destrucción o preservación del ecosistema que encapsula todas nuestras vidas. Luchar contra el virus significa luchar contra el trabajo.
Pero a pesar de la situación inquietante y distópica en la que estamos, existe un destello de utopía: estamos trabajando menos, con más control sobre nuestro propio tiempo. Una utopía frágil, por cierto. También es crucial recordar que luchar contra el trabajo y luchar contra el trabajo asalariado son dos actos políticos diferentes, aunque potencialmente complementarios. En efecto, si bien los revolucionarios de 1968 demandaron la abolición del trabajo asalariado, lo que obtuvieron fue la abolición de empleos estables. El resultado fue la masiva precariedad de los trabajadores, quienes ahora están excluidos de este destello utópico, y, en realidad, deben sufrir o la pérdida del sueldo o el riesgo de infección mientras sostienen a una masa paralizada de trabajadores domésticos con el reparto de comida.
Un estallido de la política
Es interesante notar que las medidas tomadas para repeler la amenaza del COVID-19 son virtualmente idénticas a las medidas que los activistas climáticos han estado demandando por décadas: menos viajes, menos trabajo y menos extractivismo medioambiental. Para detener el calentamiento global, arguyen, necesitamos enfocarnos en el decrecimiento -y eso significa trabajar menos y desmantelar las cadenas globales de abastecimiento. Como ir al trabajo se ha convertido en un asunto de vida o muerte, ahora es más evidente que nunca que el trabajo es tanto político como ecológico. Simplemente necesitamos extender esta lógica al caso más amplio del colapso ecológico.
Ahora que hemos alcanzado este momento político, debemos romper con la normalidad [business-as-usual] y la política neoliberal de contención. Necesitamos un estallido de la política. La pandemia del coronavirus es una inmensa tragedia humana y social; pero a pesar de eso, o quizá por eso mismo, también debería ser un verdadero punto de inflexión.
Debemos politizar estos acontecimientos. La política oficial ha abierto la puerta al depender directamente de la solidaridad y el apoyo mutuo en la lucha contra el COVID-19, sacrificando en parte la contención del virus por la contención de la política. Es exactamente de este tipo de solidaridad que el neoliberalismo ha usufructuado en las dos últimas décadas.
Es hora de decir: no más. Es tiempo de abrirse paso. Ahora que hemos tenido un primer atisbo de lo que es posible, es hora de golpear la puerta.
Es necesario
Debemos comenzar a pensar de manera diferente la relación entre la sociedad y el ecosistema. Simplemente no podemos seguir viendo ese ecosistema como un puro “exterior” que está sobre y contra la sociedad; un “en otro lugar” [elsewhere] que podemos explotar, expropiar y consumir infinitamente. El brote de coronavirus requiere una actitud distinta. Como Bruno Latour lo dejó en claro: nuestro ecosistema es, en toda su complejidad, un actor político que es parte de nuestra sociedad tal como el ciudadano común. Cultura y naturaleza no se oponen entre sí, sino que están irrevocablemente entrelazadas.
Tal como el coronavirus es parte de la sociedad, la forma en que organizamos nuestra vida comunitaria y la forma en que trabajamos están inextricablemente ligadas a un ecosistema mucho más amplio. Esta es la gran lección a extraer de la actual catástrofe ecológica.
Así que si deseamos escapar de la contención neoliberal, debemos usar nuestro poder político y democrático para conectar estos dos asuntos: nuestra relación con el ecosistema y la organización de la vida y el trabajo en su interior. Esto apunta a la transformación a gran escala de nuestra sociedad, a menudo capturada por la consigna de un New Deal Verde. Nada de rescates financieros para las grandes empresas, pero sí para la gente y el planeta. Esto requiere grandes inversiones públicas para volver a nuestras sociedades neutrales frente al clima, implementando políticas de decrecimiento y una relación social diferente con nuestro medioambiente. Naturalmente, los beneficios y las responsabilidades deben ser compartidas equitativamente, de modo de poner en práctica una organización alternativa del trabajo.
Ya sabíamos que esto era necesario. La pandemia del COVID-19 dejó en claro que también es posible.