A medida que en el territorio de la empresa capitalista se profundizan los mecanismos que impiden a los trabajadores organizarse libremente, es plausible postular que el sindicalismo puede fortalecerse mediante un repliegue generalizado hacia el mundo reproductivo, especialmente en los barrios de familias trabajadoras empobrecidas. Tensionando la tradición sindical dominante, el desarrollo de vida sindical en los barrios precarios, específicamente en sus espacios comunitarios y hogares, podría forjar una conciencia de clase menos corporativa y más amplia e integral en torno a la vida del proletariado.
por Domingo Pérez V.
Imagen / Carteles de protesta en edificios de Santiago. Octubre 2019. Fuente.
INTRODUCCIÓN: DOS GRANDES MUNDOS ANTE LOS TRABAJADORES
En las zonas geográficas del mundo con una fuerte libertad de mercado defendida por el Estado (es decir, excluyendo básicamente Europa y China1, a la vez que focalizándose en los países con un neoliberalismo fuertemente instalado), la tradición territorial del sindicalismo tiende a asumir que la forma más adecuada para transformar las “relaciones laborales” es interviniendo el centro de trabajo capitalista, es decir, justamente donde aquellas nacen y permanecen aglomeradas. De hecho, esta es la génesis y la especificidad político-institucional del «sindicato»: la organización de trabajadores territorializada en el espacio privado capitalista, en última instancia mediante el fuero de los dirigentes. Pero esta tradición no es necesariamente perfecta en términos organizativos, ni tampoco está decidida con total conciencia ni menos libertad en los trabajadores. Más bien, se ha realizado por necesidad de sobrevivir y resistir a la dominación y explotación de las jefaturas y propietarios, en un territorio adverso y ajeno.
De forma opuesta, buscando tensionar y transformar una parte general de la tradición territorial sindical, en el presente texto se argumenta que los barrios precarios de trabajadores –denominados mediante múltiples términos en las distintas latitudes del mundo– pueden llegar a constituir los focos de emergencia de una fuerza sindical más amplia y poderosa en el proletariado. Todo esto, como propuesta a discutir y criticar, desarrollada a partir de corolarios plausibles de investigación social, enmarcados en una “geografía político-económica marxista” y/o un marxismo territorial.
En efecto, esta conclusión política y social se extiende desde tres ideas generales concluidas a partir de una aproximación marxista territorial a la relación capital-trabajo: (1) Existe una división territorial estratégica –la división territorial de la sociedad más importante impuesta por las clases dominantes– entre el mundo productivo y el reproductivo. (2) En este contexto, el poder político de los trabajadores tiende a ser cada vez más acotado y restringido en el territorio de la empresa capitalista (la tesis más estratégica a desprenderse del marxismo). (3) No obstante, para sortear este territorio ajeno y hostil que tiende a ser dominado por el capitalista, los trabajadores organizados buscan “espacios seguros” internos donde conspirar (cerrados a la vigilancia patronal y conectores de diferentes puestos de trabajo) y, más frecuentemente, espacios seguros externos al espacio de la propiedad, donde seguir fortaleciéndose más ampliamente.
De esta manera, en países de Estados mínimos que protegen mercados maximizados, los/as trabajadores/as organizados/as se cuidan con secretismo en la empresa y terminan por legalizar el sindicato lejos del capital: en sus casas, en sedes de otras organizaciones y en recintos público-comunitarios. Desarrollando una vida organizacional sustantiva, ejecutan asambleas usualmente en sedes prestadas, entregan informaciones persona-a-persona fuera de la jornada laboral, o hacen actividades para compartir entre las familias de los socios. Más allá, de extremarse las relaciones con las jefaturas e iniciarse una huelga, por ley deben retirarse de la empresa, pero, como reacción, despliegan una movilización en los contornos de la empresa, especialmente bloqueando los accesos y montando un centro de operaciones en la vía pública, a fin de maximizar las presiones al proceso productivo o derechamente dañarlo. De conjunto, estas tendencias a la necesidad de los sindicatos de aplicar un repliegue territorial momentáneo frente al centro productivo, ha encontrado, ya con mayor poder, experiencias históricas de territorialización generalizada en los trabajadores, especialmente en localizaciones de capitales industriales, donde se forjó una parte central del sindicalismo del siglo XX.
No obstante, ¿es posible extremar aún más toda esta dirección territorial necesaria del sindicalismo hacia el espacio externo a la empresa, y plantear ya derechamente la idea de que el sindicalismo también puede emerger, e inclusive con más poder, en el territorio “donde viven” o “habitan” los trabajadores? Vale decir, ¿es plausible arriesgarse a dar un paso más allá de la evidencia y argumentar por la potencialidad de trasladar la iniciativa sindical desde su lugar clásico y predilecto, el territorio de la empresa capitalista, hacia el polo opuesto en la estructura urbana: el territorio reproductivo del barrio proletario, donde están aglomerados distintos tipos de trabajadores y en general todo el proletariado (la familia trabajadora)?
Como se defenderá en este texto, en los territorios residenciales, comunitarios, barriales de los trabajadores, especialmente los más empobrecidos, es posible desarrollar más adecuadamente la conciencia de clase trabajadora, en cuanto se pueden resignificar los elementos laborales, experimentar una mayor libertad organizativa e integrar toda la estructura de la familia trabajadora; creándose un terreno organizativo más fértil para pujar, incluso, por la desnaturalización del trabajo doméstico no pagado, la “sombra” del mundo del trabajo.
Si bien los conceptos más correctos y precisos para argumentar los fundamentos de este cambio de orientación son el «territorio laboral capitalista» por un lado y el «barrio proletario» o de la familia trabajadora por otro, para efectos de simplificación y contraste denominaré al primero como territorio productivo (TP) y al segundo como territorio reproductivo (TR). Desde el ángulo de la geografía política, estos son los dos extremos territoriales más significativos en la configuración de la sociedad de clases. Es decir, desde que nace la propiedad privada económica y se autodefine en contraste a los “asuntos públicos” o la estructura política (el Estado)2.
Para desarrollar los fundamentos de esta propuesta a debatir, a continuación se detallan las tres ideas centrales (i, ii y iii) arriba apuntadas. Luego, se argumenta la tesis de trasladar un sindicalismo territorial hacia el barrio proletario. Finalmente, se concluye y se plantea un debate.
TRES RESULTADOS GENERALES DE INVESTIGACIÓN
División territorial en la sociedad
Dos territorios claves estructuran la vida de la clase trabajadora (entendida en el sentido amplio, es decir, el proletariado): el TR y el TP. Cada uno de estos territorios impone problemas particulares a la organización de los trabajadores.
Por una parte, las restricciones en el TR son mayoritariamente superables mediando cierto proceso organizativo de masas, que agrupe a distintos barrios. En efecto, existe evidencia de organizaciones barriales que funcionan como municipios paralelos, asumiendo funciones en los suministros de educación, condiciones habitacionales, alternativas de recreación, prestación de salud, organización de la limpieza, entre múltiples ejemplos más. De todas formas, este es un campo de investigación científica difícil de ser copado en datos y teoría3.
Pero, por otra parte, de forma inversa al espacio público civil, las restricciones en el TP son especialmente totalitarias, arbitrarias, absolutistas: en la empresa capitalista los trabajadores carecemos de libertad de posición, movimiento, contacto, comunicación, reunión, propaganda y/o acción en general. Con todo esto, la conciencia tiende a ser manipulada. Por ello, el capital es el territorio quizás más hostil y enemigo para los trabajadores organizados. La empresa es un territorio políticamente dominado por el agente capitalista, en tanto este controla el ingreso, todas las posiciones internas (o los flujos) y las medidas de expulsión.
En este sentido, el TP es el lugar donde el despliegue de la democracia liberal del Estado capitalista encuentra su mayor límite, finalización y luego desaparición, pasando a permitir el despliegue de un régimen político micro a manos del capitalista4. La razón de ello es que el Estado liberal entiende que no puede estar del todo presente en la vida productiva y, por tanto, le cede una cuota de autoridad al capitalista, buscando que este resguarde el “orden público laboral”. Con esto, la empresa capitalista se localiza geográficamente dentro del Estado, pero estos experimentan territorios separados, en virtud de territorialidades paralelas.
Aun así, la tradición dominante en las ciencias sociales esquiva o invisibiliza permanentemente la tesis de que la empresa capitalista es un territorio5. Especialmente la tradición dominante de la ciencia política es la fuente más expresiva de esta invisibilización del territorio capitalista, postulando la existencia de un despliegue completo y sin fraccionamiento del Estado en el territorio nacional, solo debilitado significativamente en los barrios apoderados por el narcotráfico y en la geografía natural inhóspita. No obstante, existe demasiada literatura como para obviar que el Estado también se retracta significativamente en el TP. En efecto, el mismo derecho laboral nace singularmente como un derecho de partes desiguales para defender al trabajador, al contrario de toda la legalidad restante. Por ello, si en política se entiende la ciudadanía –pilar del régimen democrático– como un estatus basado al menos en el derecho a la libre expresión sin temor de persecución, la libertad de tránsito y la posibilidad de libre asociación, en el TP se niega entonces toda la ciudadanía civil y más aún la ciudadanía política. Así, en el TP, lejos del derecho de la “libertad sindical”, el cual debería garantizar que los individuos podamos “gritar” sin problemas en el trabajo la idea de crear un sindicato, más bien sucede que este tipo de organización debe construirse con sumo secreto, planificación y resguardo, a riesgo de no perder el puesto de trabajo.
Como resultado, la conciencia de clase contemporánea, relativamente cansada al interior de las empresas, prefiere no involucrarse ni comprometerse en tamaña tarea, donde se ve improbable obtener beneficios mayores. Así, la mayoría de las democracias contemporáneas se sostienen sobre múltiples pequeños absolutismos. El sindicalismo planteará como consigna, entonces, que la democracia, inclusive la restrictiva del liberalismo, llega hasta “las puertas de las empresas”, en tanto régimen político. Y como efecto ampliado, la división entre TP y TR se afianza como la división territorial más naturalizada y legitimada en el sentido común.
Territorialidad capital-trabajo
Pero fuera de este relato ideológico dominante en el sentido común, las políticas públicas y en las ciencias sociales, la empresa capitalista efectivamente constituye un territorio en permanente reafirmación y disputa en la relación capital-trabajo. En específico, un territorio inclinado al capital mediante diversos mecanismos. Un territorio políticamente dominado por el capitalista, aún frente a la territorialidad más amplia del Estado homólogo.
En detalle, con el trabajador “forzado” a vender “libremente” su fuerza de trabajo, en el proceso productivo se estructura una mezcla dinámica entre cooperación y conflicto, por lo cual la dirección de la empresa estructura un “Estado interno” para regular la relación capital-trabajo (Burawoy, 1989)6.
Pero dicho Estado puede describirse con mayor precisión de acuerdo a un régimen político determinado. ¿Cuál es, entonces, el régimen político distintivo del TP?
En general, es fácil observar que dentro del capital no hay elecciones democráticas, ni tampoco una dictadura violenta del capitalista7; las dos formas principales de gobierno nacional en los siglos xix y xx. Pero entre estos dos extremos, es plausible plantear que el “régimen absolutista” es la estructura política más regular en las empresas privadas. Tal adjetivo refiere, por una parte, a que el capitalista asume la materialidad de la propiedad privada como una fuente “sagrada” de poder total, de la que él es portador gracias a un derecho incuestionable; y por otra, que el capitalista reprime todos los espacios de autonomía de clase de los trabajadores, quitándoles así condiciones cotidianas de seguridad, socialización y libertad organizativa. Intenta suprimir todos los espacios autónomos de los trabajadores, para que la táctica sindical no emerja espontáneamente.
El factor de la economía política que más determina dicha territorialidad es el poder de la propiedad privada en la sociedad. Es decir, a mayor poder político de la propiedad capitalista, más “absolutista” tiende a configurarse el régimen interno de trabajo, reprimiendo todas las posibilidades del sindicalismo.
Ahora bien, para buscar el consentimiento por sobre la conflictividad, el capitalista abre necesariamente un margen de incertidumbre en el proceso productivo, mediante la posibilidad de que los trabajadores asuman un cierto control, aunque sea limitado, sobre el mismo, con lo cual obtiene la cooperación de ellos (Burawoy, 1989). A partir de aquí, la perspectiva territorial permite materializar la tesis de este autor, a saber: los trabajadores experimentan un control territorial marginal del proceso productivo, con el cual consienten la relación desigual del espacio de la propiedad (Pérez, 2019). Como se ha planteado desde hace varias décadas, el espacio constituye un medio de producción a la vez que un instrumento político (Lefebvre, 2009).
En general, por la naturaleza del proceso de trabajo, los trabajadores necesitan e incluso desean controlar su espacio para habitarlo y producir, llegando frecuentemente a tomarle afecto y sentido de pertenencia (propiedad piscológica). Justamente, con el territorio conocido y aceptado de antemano, el capital y más sofisticadamente el management (gerencia) calculan conceder espacios relativamente autónomos para los trabajadores en el proceso de trabajo. Aparentando estos espacios ser libres, les generan a los trabajadores en la conciencia directamente la ilusión de que les pertenecen (Pérez y Link, 2018). Así, los trabajadores sentimos orgullo y un gusto compartido por “nuestro” local de ventas; “autoridad” sobre el escritorio de la oficina y, más aún, sobre el orden virtual del computador allí situado; “control” sobre mi puesto de trabajo y sus máquinas específicas. Como lo apuntan los estudios psicológicos del management, el comportamiento territorial funcional del trabajador estimula su compromiso y disminuye su conflictividad con la organización (i.e., Brown et. al., 2005). Así, la experiencia de libertad territorial relativa que el capitalista administra para el trabajador, es explotada por el management como un recurso estratégico para asegurar, materialmente, el consentimiento.
Sin embargo, por la fusión inseparable entre cooperación y conflicto, el consentimiento es inseparable del antagonismo. Desde que se inicia el proceso productivo, la fuerza de trabajo al interior de la empresa constituye una fuerza territorial al servicio del capital. Pero el control del espacio por los trabajadores también constituye un problema permanente para el capitalista, en razón de que se puede tornar un recurso embrionario para la resistencia cotidiana y uno estratégico cuando la lucha trabajadora adquiere mayor elaboración agencial. En este sentido, el control territorial de los trabajadores socava la pureza de la propiedad privada y esto plantea, necesariamente, elementos políticos mínimos de ellos en el centro de trabajo, pero estructurales y de gran potencial estratégico (Pérez y Link, 2018).
En específico, los trabajadores especialmente con ánimos organizativos tienden a revalorar la territorialidad capitalista espontánea y, por ello, pasan a buscar estructurar “espacios seguros” dentro del TP, donde sea posible socializar tranquilamente, resguardarse de la vigilancia y manifestar críticas con menor preocupación por sufrir represalias.
Los espacios seguros (Scott, 2004) de los trabajadores son aquellos que han sido re-hegemonizados por los mismos, construyendo una micro-sociedad como un poder paralelo al centro productivo capitalista. Son espacios físico-sociales en la empresa relativamente dominados por los trabajadores, donde se han dado una privacidad dentro del espacio privado capitalista, aun cuando sean acotados e insuficientes en libertad. Frecuentemente, entonces, estos espacios son los que permiten e incluso estimulan la creación de una organización sindical.
Ejemplos concretos de los espacios seguros son los ángulos que no captan las cámaras y son utilizados para conspirar, las comunicaciones en los baños y los descargos en sus paredes, el espacio-tempo de la colación, los momentos de distensión ante la ausencia de las jefaturas. Es decir, los recovecos diversos de cada proceso productivo, donde es más posible conspirar y crear un secreto sindical.
Como se aprecia entonces, discutiendo la relación entre territorio-táctica-sindicato, la empresa privada determina que la estrategia general más poderosa para los trabajadores sea la defensiva. Los trabajadores necesitan asumir cierto nivel de repliegue ante el control patronal, para desenvolverse más adecuadamente, en especial ante la idea de un proyecto sindical.
Tendencias hacia un sindicalismo territorial
En este escenario desnivelado, los trabajadores y el sindicato pueden tornarse más ofensivos en estrategia –y no fracasar a corto y mediano plazo– solo cuando aumentan su control territorial y adquieren una mayor cantidad y calidad de espacios seguros.
De hecho, la diferencia concreta entre el “sindicato” y las organizaciones pre-sindicales en la historia, es la existencia de un fuero para un grupo de delegados, amparado en el Estado: una garantía para que el dirigente formal pueda permanecer relativamente seguro y protegido de ser expulsado del territorio, aun cuando plantee una crítica abierta a los dominadores.
Todos estos hechos y contradicciones comunes se pueden resignificar amplia y flexiblemente como un sindicalismo territorial: los trabajadores organizados como una fuerza territorial, en distintos grados, posiciones y direcciones, para controlar el espacio como un primer recurso central en la lucha de clases.
La contracara de la iniciativa sindical territorializada en la empresa es que, con la acumulación constante del capital, la búsqueda de espacios seguros es una tarea cada día más compleja. Como la tendencia hacia la empresa moderna –la “gran industria”– estructura crecientemente un mayor control territorial capitalista mediante (i) un aumento de los trabajos de servicio de escaso control físico, (ii) establecimientos crecientemente fragmentados y dispersos geográficamente, y (iii) mecanismos de vigilancia patronal cada vez más robustos; los trabajadores organizados experimentan cada vez más dificultades para forjar “espacios seguros” internos a la empresa. Por tanto, el control territorial del capitalista expulsa cada vez más la territorialidad de la organización de trabajadores y específicamente del sindicalismo.
No obstante, ante esta fuerte clausura operacional que experimenta la “firma” en los países capitalistas liberales, los trabajadores pasan a valorar cada vez más los espacios seguros externos, desde donde pueden continuar la iniciativa organizativa. Así, diversos mecanismos han pujado a que los sindicatos exploten el espacio externo a la empresa, en función de que la conciencia no nace espontáneamente del “proceso productivo”, sino que tiende a provenir más bien desde fuera de la sujeción laboral: cuando hay condiciones materiales más adecuadas para la socialización y la reflexión.
En este sentido, (a) crear un sindicato, (b) preparar una negociación colectiva y (c) desplegar una huelga, son los tres derechos sindicales transversales en la tradición jurídica, los cuales los trabajadores no pueden desplegar libremente dentro de la empresa, pero que pasan a materializar en el espacio externo público.
De esta manera, los trabajadores organizados legalizan el sindicato en sus casas y barrios, en sedes vecinales o sindicales, y en espacios comunitarios en general, para luego volver como un caballo de Troya al centro productivo y dar la nueva buena entre los colegas. En su vida organizacional desarrollan asambleas, ejecutan talleres y reparten propaganda, regularmente en sedes prestadas o en el espacio público, en tanto no han acumulado grandes dineros colectivos. Finalmente, sin poseer normalmente un gran poder organizativo y sin leyes que reequilibren el desnivel en las relaciones laborales, la geografía de la huelga tiende a concentrarse, paradójicamente, fuera de los medios de producción, pocas veces logrado ingresar al meollo de las contradicciones.
Ahora bien, a partir de estas tendencias comunes, y en especial al observar momentos de la historia más agudos en la lucha de clases, es posible argumentar que el sindicalismo puede desplegarse y territorializarse más allá de la empresa mediante la construcción de “barrios sindicales”, y lo ha hecho, pasando a buscar transformar zonas transversales (espacios privado y público) de la ciudad capitalista. Los trabajadores más politizados tienden a experimentar que, natural y socialmente, el territorio es un recurso central y altamente valorado en la lucha de clases.
Naciendo desde el conflicto capital-trabajo, la territorialización sindical se puede profundizar en empresas que conforman una zona compartida de aglomeración económica. En una expresión mínima de este escenario, los sindicatos de una zona pueden conectarse forjando una red que comparte recursos, como una federación o confederación. Pero cuando este proceso de territorialización se acrecienta traspasando los límites de la propiedad privada y continúa proyectándose en el espacio urbano completo, el sindicalismo comienza a forjar lo que puede denominarse un “barrio sindical”, comenzando a hegemonizar tanto el espacio público como privado, creando su propio territorio. Por ejemplo, un sector industrial de la ciudad reconocido por la impronta político-social local de un sindicato, caracterizándose como un “barrio sindical industrial” en la identidad de los habitantes. Igualmente, un despliegue homólogo en una zona comercial, financiera o de servicios diversos. En términos prácticos, una dinámica recurrente de un barrio tal, casi un denominador común, lo constituiría una sede sindical abierta a los trabajadores de la zona mediante actividades comunitarias recreativas, desgastando poco a poco los llamados del corporativismo.
En este punto, no obstante, emerge una pregunta semejante, pero desde una orientación diferente: ¿por qué el proyecto sindical no puede recrearse mediante esta estrategia territorial, pero de forma constante en los barrios de trabajadores, específicamente en los barrios del segmento más aglomerado y precarizado de los trabajadores, producto del empobrecimiento material del capitalismo?
DERIVACIÓN Y GIRO – SINDICALISMO TERRITORIAL EN EL BARRIO PROLETARIO
Desde mediados de la década del 2000, la población urbana ha superado por primera vez a la población rural en el mundo, comenzando la primera a despuntar y la segunda a descender desde la cifra de los 3200 millones de habitantes. Y esto determina un peso gravitante de los barrios precarizados para la clase trabajadora global. Con el aceleramiento de la urbanización y la desigualdad del capitalismo, en las distintas ciudades del globo comienzan a explosionar y predominar las áreas urbanas hiperdegradadas, marcadas por viviendas deterioradas, hacinamiento y pobreza, las cuales cobijan ¾ partes la población urbana en los países menos desarrollados y al menos 1/3 de la población urbana global (Davis, 2004). ¿Qué implica esta aglomeración de trabajadores empobrecidos para sus formas de organización?
Si se continúa extremando la lógica territorial de las conclusiones arriba descritas –alejarse del territorio laboral capitalista para fortalecerse y luego volver en mejores condiciones organizativas–, es posible extender los alcances de un sindicalismo territorial más allá de su gravitación en torno al TP, al punto de cuestionar su tradición y, en un paso más allá, pasar a discutir la estrategia de un sindicalismo que emerja dentro y/o desde el TR, es decir, en los barrios precarios, donde toman vida los espacios comunitarios y las costumbres compartidas de la familia trabajadora empobrecida. Desde la geografía política, dicha tesis constituiría uno de los desplazamientos más extremos que podría vivenciar un tal “sindicalismo territorial”8: no simplemente un sindicato aumentando la escala y extensión del control en la empresa (desde el puesto de trabajo, pasando por secciones enteras, al conjunto del proceso productivo) ni en el barrio circundante (buscando forjar “barrios sindicales” de tipo industrial, comercial o financieros), sino ya un proyecto sindical reorientándose hacia el territorio residencial-comunitario-barrial del proletariado.
Los argumentos principales para el corolario presente surgen realizando un primer contraste entre la territorialidad barrial con la realidad dentro de las empresas. En específico, los alcances organizativos en el TR son especialmente relevantes para el desarrollo de la conciencia de clase trabajadora, por cuanto allí dicha conciencia (i) puede trabajarse de forma más integral, al interconectar distintos segmentos de trabajadores y sus respectivas experiencias laborales (empresas industriales y de servicios, grandes y pequeñas, de establecimientos geográficamente unívocos o fragmentados, formales y no formales); (ii) se desarrolla con mayor libertad organizativa, por no estar restringida al mando capitalista y el problema final del despido o expulsión territorial (por ejemplo, en el carácter menos limitado de talleres formativos, actos masivos, propaganda, en conversaciones estratégicamente dirigidas); y (iii) puede alcanzar una mayor amplitud y profundidad, por cuanto no se restringe al asalariado sino que abarca al proletariado.
En este sentido, el corolario apunta a una reorientación territorial extrema del sindicalismo desde el mundo productivo al reproductivo, lo cual subraya un cierto movimiento de repliegue frente al mundo de la empresa, pero, a su vez, uno de protagonismo ante el proletariado.
No obstante, entre diversas fórmulas posibles, “nadie” ha desplazado y extraído por completo la iniciativa sindical desde su territorio tradicional en la empresa hasta desplazarla para emerger en el extremo opuesto: en el TR, específicamente en los barrios de trabajadores empobrecidos. Si bien aquella orientación era gran parte de la tendencia del movimiento obrero socialista en su génesis, hoy en día la organización predominante en los barrios proletarios la desempeñan, más bien, los movimientos religiosos:
“En la actualidad, el islam populista y el cristianismo de Pentecostés (y en Bombay, el culto a Shivaji) ocupan un espacio social análogo al que ocupaban el socialismo y el anarquismo de principios del siglo XX. […] De hecho, la especificidad histórica del pentecostalismo estriba en que constituye la primera gran religión mundial que se ha desarrollado, casi por completo, en el suelo de las áreas urbanas hiperdegradadas modernas” (Davis, 2004:31).
Y tal como se ha introducido implícitamente y es de conocimiento común, las organizaciones barriales tampoco consideran el mundo del trabajo en su radio de acción ni de lucha cultural. ¿De dónde proviene esto? ¿Por qué las organizaciones barriales tienden a generar actividades en torno a diversos aspectos de la vida social (educación, deporte, espiritualidad, etc.) pero no sobre relaciones laborales? En general, la naturalización y legitimación de la división entre los mundos reproductivo y productivo es tan fuerte para el proletariado, que los movimientos barriales, aun siendo compuestos por trabajadores, tienden a no tematizar las relaciones laborales, como si estas fuesen una dimensión “ajena” a su ámbito de intervención, a pesar de estar aglomerados como trabajadores precarizados. E inversamente, los sindicatos tienden a no reflexionar sobre los problemas barriales y territoriales, menos generan acciones allí, como si las luchas barriales fuesen “secundarias” a la contradicción capital-trabajo.
Si bien esta especialización organizativa es comprensible en función de la realidad material territorial, no es igualmente argumentable que cada organización ignore por completo el mundo opuesto y, más aún, que asuman que ambos están realmente desconectados. De fondo, la razón de lo anterior es solo la aceptación, normalización y naturalización de la situación desigual en el trabajo y de la división socio-territorial entre las empresas y el resto de la sociedad. Por tanto, justamente en el cruce de las realidades territoriales, es posible construir nuevos elementos de poder trabajador y así, mediando la creación de una nueva ética, cuestionar las divisiones territoriales del mundo.
Por ejemplo, y como ejercicio de concreción para estimular este debate, las organizaciones barriales sindicales tienen la viabilidad de operar en los siguientes tipos de ejes, generando para los vecinos de un sector y durante todos los meses del año:
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Talleres de formación: historia del movimiento sindical, derechos laborales, realidad del mundo del trabajo, grupos económicos, sistema de pensiones, análisis socioeconómico de la ciudad, etc.
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Asesoría técnico-política para vecinos interesados y que soliciten el apoyo sobre: cómo instaurar un sindicato; estrategias y tácticas de negociación colectiva; formas de movilización; o problemas específicos frecuentes (despidos, cálculo remuneraciones, discriminación, hostigamiento, no pago horas extras, etc.).
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Recreativo-cultural. Celebración del Primero de Mayo, o de fechas históricas (o implementación de nuevos días históricos) con un cariz de agitación y propaganda.
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Redes. Con una fuerza organizativa estable, es posible comenzar a ampliar el radio de acción y comenzar a mapear las empresas aledañas al barrio, contactar a sus trabajadores y así fomentar la idea de que instauren un sindicato. Luego, seguir expandiendo esta red territorial, en especial con un medio informativo y campañas en el espacio público.
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Campañas y luchas. Tener ya una fuerza nuclear y luego expandir las redes, puede ser algo especialmente útil a la hora de ir a solidarizar con huelgas puntuales, o ya para gestar una coordinación espacio-temporal de diferentes huelgas entre las empresas de una zona, a fin de apoyarse mutuamente en una suerte de pequeña huelga general. Mismo escenario surge para ir levantando campañas de concientización y reivindicaciones, por ejemplo, una campaña de nuevo salario mínimo y ganancias máximas, una negociación colectiva territorial para los barrios precarios de la ciudad, o una campaña de sindicalización dirigido a un conjunto de pequeñas empresas.
Ahora bien, cualquiera sea la apuesta concreta de la idea general planteada, es posible sostener que existen dos ganancias concretas del trabajo sindical barrial, en contraste al sindical corporativo. Primero, aquél facilita significativamente la convocatoria de trabajadores/as no sindicalizados a participar en actividades organizativas, dada la cercanía geográfica e identitaria de la invitación (a realizarse en calles, sedes vecinales, canchas deportivas, iglesias, plazas, hogares). Y segundo, facilita la reflexión territorial sobre la relación capital-trabajo, al justificar su existencia, precisamente, por los problemas del sindicalismo en el mundo productivo; ampliando así el restringido campo de posibilidades señalado por los/as empleadores/as, la legislación y la cultura dominante, que difunden la idea de que la empresa no es un territorio (y que, por tanto, no es un espacio en disputa ni disputable).
En este sentido, es posible plantear que el cruce de las geografías de los sindicatos y las organizaciones barriales dinamiza la conciencia de clase trabajadora, pues en el mundo reproductivo amplifica su mirada al proletariado (la familia trabajadora empobrecida) y en el mundo productivo devela la geografía política adversa para el trabajador. Ciertamente esta es una estrategia más correcta para desarrollar lucha ideológica antes que una lucha organizativa (en el entendido de que no se pelea directamente por las condiciones de trabajo de las empresas, al menos en un primer gran periodo). Pero ello, aunque limitado, es el camino más directo para prefigurar un movimiento sindical desde los trabajadores empobrecidos.
Y en este punto del argumento, una de los indicadores más significativos para justificar la amplitud que puede desarrollar el sindicalismo al forjarse desde el TR, es que adquiere una cercanía territorial evidente con el trabajo más alejado y peor retribuido de la sociedad capitalista (y por lo tanto, el más dificultoso de ser organizado ante el TP): el trabajo doméstico no pagado y cargado históricamente a las mujeres, en la propiedad privada más gravitante de los trabajadores – el hogar o vivienda.
En efecto, a partir del tensionamiento que el feminismo le ha insertado al marxismo, se ha planteado que el capitalismo, altamente consciente de la importancia del trabajo, desde el inicio ha tomado conciencia de la situación estratégica de la mujer en la producción, en cuanto la mujer pare y reproduce la fuerza de trabajo, la mercancía más esencial del capital; constituyéndose así en el sujeto iniciador de la cadena de producción desde los hogares y sus cuerpos. En función de lo expuesto, el capitalismo expulsa históricamente a la mujer de la relación salarial en el TP, invisibilizando su valor económico y luego abaratándole al máximo el trabajo en el TR: sin pago alguno. Con esto, en el hogar y, así, en el barrio proletario, el salario resulta en un poder de dominación del hombre contratado frente a la mujer expulsada de los medios de producción, resultando una división jerárquica al interior de la clase, que se configura en el mayor freno a su desarrollo político (Federicci, 2014).
En este contexto, una demanda instrumental que han defendido iniciativas marxistas feministas es el pago remunerado al trabajo doméstico. Este exclusivamente como un medio para aumentar la independencia económica de quién sostiene el orden del hogar, ayudando a la capacidad material organizativa de la mujer; pero que también sirve como aporte a la desnaturalización del salario y, así, una demanda radical insostenible por el Estado capitalista. ¿Cómo acercarse a un movimiento tal? Por lo menos a partir del presente texto, se plantea que discutir sobre relaciones laborales en el barrio y en sus espacios comunitarios configura un terreno más fértil que la empresa para problematizar el valor invisibilizado del trabajo doméstico. Ciertamente la crítica al salario no ocurre espontáneamente por el solo hecho de organizarse a nivel barrial, aun con una impronta sindical. Pero subraya que las mujeres de los barrios precarizados son las únicas con la posición y masividad que les posibilita ser vanguardia en la exigencia de un pago al trabajo reproductivo. En este sentido, como se observa, el feminismo marxista entrega resultados de investigación que apuntan en una dirección similar o convergente con los corolarios extraídos de esta agenda investigativa marxista territorial.
A partir de esto, es posible concluir que los territorios P y R son homólogamente estratégicos, pero con distintos valores de uso para el sindicalismo, constituyendo esto una paradoja relacional: la contradicción capital-trabajo se puede tematizar con mayor amplitud y margen de maniobra en el TR, aunque solo se puede afrontar más directa y concretamente en el TP. Frente a tal situación, los trabajadores deben (debemos) actuar en los dos espacios de nuestras vidas; no obstante, ciertamente el TR es el que ha quedado más abandonado, desde la iniciativa propia, para fines de la lucha ideológica respecto a la relación de empleo y trabajo capitalista.
CONCLUSIONES Y DEBATES
Como se ha planteado implícita y explícitamente a lo largo del texto, el territorio siempre presenta una dimensión escalar significativa para las orientaciones estratégicas.
En los países donde el Estado protege con fuerza la expansión territorial de la mercantilización de la vida, el sistema de relaciones laborales tiende a fragmentare y concentrarse en el nivel de la firma, emergiendo una lucha de clases restringida en un escenario que maximiza su desnivelación. En un sentido homólogo, fuera de la empresa, los sindicatos –así como las organizaciones comunitarias– tampoco logran extraer recursos sociales-políticos del Estado liberal, pues este se configura en un aliado de los capitales y, así, en una variable externa imposible de manipular (un adversario).
En específico, buscando comprender mejor la geografía política que ofrece el Estado capitalista frente a los sectores populares, quizás el mejor descriptivo territorial es reconocerlo como un “laberinto”: una fuerza y burocracia político-jurídica llena de caminos engañosos, contradicciones, ilusiones, rutas diseñadas para desgastar, espacios para cooptar; así como el mejor descriptivo escalar es apreciarlo como una “colina”: un aparato que no se puede escalar rápidamente y donde es difícil alcanzar la cima. De conjunto, un espacio estratégico imposible de ser controlado significativamente por el movimiento popular de trabajadores cuando este intenta renacer, e inclusive cuando ya está relativamente posicionado y avanzando9. Pero los trabajadores tienen otros espacios territoriales donde operar para fortalecerse, que a su vez constituyen escalas más asequibles. Y es justamente en estos espacios donde a los trabajadores se les expone de una forma más clara que, en una sociedad de clases fuertemente territorializada, ellos mismos son la única –y por eso la mejor– variable a problematizar, si están en búsqueda de transformaciones sociales profundas.
En este texto se ha argumentado la potencialidad de que el sindicalismo reoriente su tradición desde el mundo de la empresa hacia los barrios de las familias trabajadoras. Que los barrios precarios se constituyan en los centros y focos de actividad para los trabajadores organizados y especialmente aquellos que todavía no se organizan. Que las organizaciones barriales laborales y no laborales generen “vida sindical” en los vecindarios. De conjunto, la tesis de fondo es que el TR es el espacio más estratégico en sus atributos –aunque no por ello sea uno fácil– para recomponer un movimiento popular de trabajadores.
Ahora bien, por cuanto la teoría se comprueba en la práctica, a partir de lo expuesto no es posible asegurar, con total seguridad, que un sindicalismo territorial en el barrio proletario sea la estrategia que debe adoptarse, obviamente.
Pero sí es suficientemente cierto que el TP se presenta cada día más hostil para la organización de los trabajadores, especialmente con los cambios tecnológicos que continúan aumentando la fragmentación y dispersión del espacio laboral (la compartimentación y desconexión de la fuerza de trabajo), la automatización que debilita el control operario (menor control sobre las herramientas de trabajo) y la mayor capacidad de vigilancia patronal (cámaras de video que analizan quiénes interactúan demasiado, micrófonos que interceptan conversaciones estratégicas, celulares de la empresa en manos del empleado que remiten millones de datos). Por tanto, es necesario encontrar, al menos, alguna estrategia de organización en el TR que integre en su campo de visión la realidad del TP. En este texto, entonces, se argumenta una estrategia específica para dicho problema: que los barrios proletarios sean el hogar donde nazca, sino al menos se prefigure, un sindicalismo popular.
Desde el marxismo se ha señalado tradicionalmente que, en las huelgas, los trabajadores dinamizan el desarrollo de la conciencia de clase. Pero no es común que los trabajadores vivan esta rica experiencia de vida. Frente a esto, es importante subrayar que otra forma plausible de dinamizar dicha conciencia es mediante el cruce de las geografías de los sindicatos y las organizaciones barriales, problematizando así, desde una base mínima cotidiana e implícita, o ya quizás con procesos educativos más complejos y explícitos, la separación entre los dos grandes mundos de la sociedad capitalista.
Quizás el argumento más fuerte para defender una orientación sindical a los barrios pobres sea el hecho de que allí se aglomera el trabajo más desvalorado de la sociedad capitalista: el trabajo doméstico y reproductivo no pagado, cargado históricamente a las mujeres. La sombra del mundo del trabajo asalariado, pero también, en una escala mayor, de la familia trabajadora. En este sentido, es justamente en el TR, antes que, en el TP, donde puede forjarse un movimiento popular amplio que se oriente a revalorizar el trabajo doméstico ante el conjunto de la sociedad. Valga agregar que esto puede comprenderse o no, un sindicalismo territorial popular.
Momentos álgidos de la historia mundial han demostrado que desde los barrios populares es posible cambiar todos los niveles del escenario político en un país. En específico, desde ellos es posible construir un proceso de largo aliento que desencadene una protesta generalizada por reivindicaciones específicas. Un movimiento por un salario al trabajo doméstico. Una huelga generalizada –es decir, junto con los sindicatos en las empresas– por demandas relacionadas al centro productivo. O ya un enfrentamiento contra el Estado o parte de su aparato.
A modo de discusión pendiente, se plantea, por último, que parece difícil que se estructure una organización política fuerte y transversal de trabajadores (usualmente reconocida en la figura de un partido político o un instrumento social amplio) si esta no logra anclarse con la capacidad suficiente de poder saltar, dinámicamente y a voluntad propia, entre uno y otro mundo: el TP y el TR.
Por consiguiente, en una lucha de clases que nunca será justa y en un escenario altamente desnivelado: todo el poder, simultáneamente, a los sindicatos y organizaciones barriales populares.
Bibliogragía
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Evers, T.; Müller-Plantenberg, C.; y Spessart, S. (1982): “Movimientos barriales y Estado. Luchas en la esfera de la reproducción en América Latina”. Revista Mexicana de Sociología, 44(2), 703-756.
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Scott, J. (2004): Los dominados y el arte de la resistencia. Ediciones Era, México.
Notas
1 Aun así, los corolarios territoriales aquí planteados pueden ser de utilidad en dichos casos, por cuanto en estos la orientación sindical no suele extenderse ni descender, respectivamente, hasta la territorialidad y escala de la comunidad barrial de los/as trabajadores/as, ni menos focalizarse allí.
2 De hecho, entre estos polos de la estructura geográfica social, se despliega el espacio público-civil del Estado capitalista, lugar privilegiado de acción del progresismo y los movimientos sociales no clasistas, los cuales tienden a esquivar los TP y TR, quedando con ello entrampados en la disputa institucional-representativa. En otras palabras, operan con un margen de maniobra sin control material final; sin contacto con las contradicciones; y, mediante el uso de una injusticia de clase, restándole protagonismo a los sujetos de los territorios.
3 Se ha planteado que los movimientos barriales, los cuales emergen para combatir la pauperización de la esfera de la reproducción, poseen potencialidades claves y a la vez dificultades homólogas. En relación a las primeras, analizando la conciencia política, las organizaciones barriales permiten que sus “miembros tomen conciencia de la realidad donde viven, de los alcances y límites de sus propias fuerzas y del carácter de clase del Estado, y que adquieran alguna experiencia en una organización democrática de base”. En cuanto a las restricciones, se planteaba la complejidad de que “la miseria introduce a las acciones de masas una dinámica propia que fácilmente se puede descargar de manera inorganizada y sin orientación política. Esto a la vez contiene el peligro de que el Estado conteste a las protestas de las masas con un cada vez más alto grado de represión arbitraria” (Evers et. al., 1982:752).
4 Esto se refiere al régimen democrático liberal como el sistema político que más se ha expandido en el mundo. No obstante, también es plausible considerar que el socialismo-capitalismo de Estado mediante el caso de China es el régimen que pueda estar experimentando la mayor expansión a mediano plazo.
5 En el centro del debate está la esfera ética. El liberalismo político argumenta a favor de la propiedad privada porque esta es factible de que emerja con justicia en igualdad de condiciones; frente a lo cual, en términos morales, los humanos tenemos una dignidad abstracta común. Pero esta corriente, fuera de su filosofar abstracto, no responde cómo solucionar la desigualdad de condiciones que se arrastra desde el origen violento de las clases propietarias. En este sentido, no continúa el debate práctico sobre la justicia vigente de la propiedad, porque ello pondría en cuestionamiento sus propias condiciones materiales de existencia; ante lo cual, con una racionalidad situada, más bien se deciden por defender, como mínimo, su reproducción de clase. Al contrario, definir que la empresa capitalista constituye un «territorio» es asumir, ética y ontológicamente, que representa un espacio originariamente disputado, actualmente en disputa (contradicción capital-trabajo) y a futuro disputable. Lo cual hace cuestionarnos, en una escala ampliada, si como sociedad podemos desarrollarnos o no mediante territorios públicos, estatales, sociales y/o comunitarios de producción (Pérez, 2019).
6 En este sentido, los “micro-estados” no solo cobran realidad en los condominios de los ricos (Harvey, 2013) o en la gobernanza que han desplegado religiones en barrios hiperdegradados (Davis, 2004): también existen en la empresa capitalista (i.e., Burawoy, 1989; Pérez, 2019).
7 Entre estos dos tipos-ideales, es de conocimiento común que la democracia (que se traduciría, por ejemplo, en votaciones para decidir el propietario de la empresa) nunca ha encontrado excepciones, ya que ello torna a la empresa privada, más bien, en una cooperativa. Mientras que la dictadura, por ejemplo, castigo físico a los trabajadores, sí ha encontrado frecuente realización.
8 Desde esta línea argumentativa, más extremo quizás sería que el sindicalismo emerja desde el movimiento barrial popular.
9 La referencia de “laberinto” ha sido utilizada en distintas fuentes escritas, pero no de forma sistemática. La referencia de la institucionalidad como “colina” proviene de Ernesto “Che” Guevara. La referencia de “espacio estratégico” proviene de Nicos Poulantzas.
Domingo Pérez Valenzuela
Investigador del Observatorio de Huelgas Laborales, del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES) y la Universidad Alberto Hurtado (UAH).