¿Cuál es el principal significado de la coyuntura actual? Podríamos argumentar que el ciclo histórico postdictatorial se cierra –claramente contradiciendo el cierre que institucionalmente promulgaron Lagos y Vidal el 2005- y se abre un horizonte, una apertura hacia un proceso de reactivación democrática que nos permite volver a sentirnos productores y fabricantes de la Historia –aquella idea que como profesores/as solemos repetir, a veces casi como un saludo a la bandera-. Y si es ese el horizonte a disputar y construir, ¿cuáles son, entonces, las posibilidades que permite el pensamiento histórico?
por Lorena Ubilla Espinoza
Imagen / J.M. Turner, “Rain, Steam and Speed – The Great Western Railway“
A diferencia de otros cientistas sociales, a los historiadores/as se nos convoca a hablar del pasado bajo la máxima (tan repetida en clases, manuales, conversaciones y libros) de que es necesario comprender lo que pasó para no repetir el presente. Sin necesariamente concordar con ello, sí resulta necesario preguntarnos para qué sirve el pensamiento histórico en una coyuntura como esta: ¿qué continuidades y cambios expresa el actual momento político y social?, ¿estamos en presencia de nuevos actores y nuevas demandas o se trata, más bien, de una re-significación de actores que han sido protagonistas de grandes revueltas, revoluciones y cambios a lo largo del siglo XX?, ¿qué es lo particular de esta crisis?, ¿qué comparte con otros tiempos de crisis y cambios históricos?, ¿cómo analizar en diversas temporalidades (cortas, medianas y largas) la situación por la que atraviesa el país?, ¿quiénes son los sujetos y colectivos llamados a pensar e imaginar formas de construcción social futuras? Sin ánimo de ser exhaustiva, ni menos aún con el afán de ofrecer una defensa disciplinaria, me parece que intentar responder a estas interrogantes permite comprender el sentido básico de quienes decidimos dedicarnos a esto: sentirnos sujetos históricos, cambiar la Historia y transformar las sociedades en las que vivimos. Es decir, dotar de sentido nuestra biografía y la vida colectiva.
En 1910, en la llamada crisis del centenario, diversos intelectuales y políticos se preguntaron qué debíamos celebrar y, más claramente aún, quiénes debían celebrar la independencia del país. La opulencia derivada de la riqueza salitrera convivía con el hacinamiento, la miseria, la explotación, las enfermedades (sociales, para unos, morales para otros) y los altos índices de mortalidad, sobre todo infantil. El cuestionamiento respondía a la misma cara de la moneda: la construcción del Estado consagrado en un parlamento oligárquico y en el orden portaliano, y la transición al capitalismo con su aberrante experiencia de miseria, explotación y desposesión. La crisis se sentía y se respiraba, aunque (y como hoy), pocos la vieron venir. Chile era el “oasis” del buen gobierno y, a diferencia de sus vecinos, el país había salido victorioso de un conflictivo siglo XIX.
En 2010, algo de esta crítica volvió a sumir al mundo académico e intelectual. Había ciertos elementos de continuidad: un Estado al alero del capital, un parlamento deslegitimado en sus prácticas políticas, un discurso democrático que poco convencía y alarmantes cifras de desigualdad que oficialmente se desconocían. Pero entonces, y a diferencia de inicios del siglo XX, nuevos aspectos dificultaron prever un “estallido social”: el descrédito hacia la izquierda y los partidos políticos que históricamente la habían representado, un mundo obrero desarticulado, el anacronismo (para muchos) de seguir pensando en clases sociales (resultaba y resulta más cómodo leer la estructura social a partir de la estratificación por quintil o decil), un imaginario democrático y emancipatorio cuestionado, una clase media real, sentida o imaginada que se distanciaba del pueblo (o de sus propios antepasados), y una mercantilización de gran parte de nuestra experiencia y vida cotidiana. Ni la Iglesia Católica se salvaba de este sentimiento de descrédito y malestar. Nuevamente cabía la pregunta: qué celebrar.
Si traigo la analogía es porque a inicios de 1900 la situación tan distinta no era. Sí lo era la esperanza en la izquierda y en los partidos que habían nacido con ella, así como también en el discurso y práctica del socialismo como forma de construcción de una sociedad futura. ¿Podemos decir lo mismo hoy? Sabemos que la palabra dignidad se ha tomado la agenda pública reivindicatoria. Sin embargo, no nos dice mucho. Sabemos que las personas están indignadas, pero tampoco ello informa mucho más. Si miramos el siglo XX, la respuesta era clara: socialismo o comunismo. Hoy, en cambio, hay muchas ideas flotando, hay diferentes visiones sobre la emancipación y diversas versiones sobre la justicia en la construcción de lo social.
Lo que caracteriza a este momento es la incertidumbre y, como historiadores/as, no podemos anticipar hechos ni hacer futurología. La evidencia es que tenemos demandas variadas y, yo diría, dos imágenes claras de la opresión. La desigualdad, por una parte, pero no entendida sólo como pobreza, sino como enriquecimiento ilimitado de unos pocos. Con datos obtenidos del Banco Mundial y The New York Times, la fundación Sol afirmaba en 2017 que el 1% más rico del país concentraba el 33% de la riqueza. Por su parte, y a partir de la información recogida en los registros tributarios, la CEPAL asegura en 2019 que la participación del 1% más rico en el ingreso total asciende a 22,6% y sube a 26,5% en el caso de la riqueza neta (activos financieros y no financieros menos pasivos). Datos más o menos, lo cierto es que el giro neoliberal no puede desligarse de la restauración del poder de clase de las elites económicas.
Y segundo, estamos en presencia de una “dictadura impersonal”, la del capital financiero y la expresa fabricación de un tipo de sujeto emprendedor que debe asumir de forma individual sus fracasos y éxitos. Se debe gestionar a sí mismo cual empresa e inversor en los diversos aspectos de su vida cotidiana, aumentando la sensación de precariedad emocional y social: en qué fondo invertir, qué seguro de vida contratar, en qué colegio/instituto/universidad estudiar, a qué psicólogo acudir para tratar el malestar, cuánto pagar por el derecho a vivir.
Por ello, mirado históricamente, pareciese que lo que está en juego (y en crisis) es la democracia representativa. Es decir, un tipo de democracia que caracterizó al siglo XX y que ha sido socavada y aplastada por el capitalismo. En la configuración socio-histórica del Estado de Bienestar nor-atlántico o, en nuestra versión del nacional-desarrollismo, la democracia representativa pudo poner ciertos frenos al capital (recordemos que ese fue el compromiso del Estado al actuar como mediador en el conflicto capital-trabajo). Con la privatización, con la gestión mercantil del Estado, parece evidente que existe una distancia con la promesa emancipadora y democrática, enarbolada bajo el paraguas de las consignas nacidas en la Revolución Francesa. Y ello tampoco es novedoso. Ya el mismo Marx denunció la distancia entre esta promesa moderna y la construcción social de la realidad. Por ello la historia no es solo teoría, es también práctica y, fundamentalmente, política.
Desde el punto de vista de las temporalidades históricas, pareciese que tampoco es correcto hablar de un “estallido social”. Ya desde fines de los ochenta, diversos actores y movimientos sociales denunciaron las trampas de la democracia, los amarres constitucionales y dictatoriales, y la prolongación del mercado en la vida cotidiana: el movimiento mapuche, el movimiento de pobladores, el movimiento estudiantil, secundario y universitario en 2002, 2006 y 2011, los movimientos medio-ambientalistas y de lucha por el agua y los territorios, el movimiento feminista, los profesores y gremios de la salud y el movimiento NO + AFP, entre otros. ¿Es nuevo el descontento?, ¿hay un hilo de continuidad?, ¿hay nuevos actores? Si las “largas sombras de la dictadura” implicaron que la política fuera casi un monopolio del gran empresariado y de la llamada “clase política” (término que en sí mismo revela una desconexión con los medios de producción, casi como se tratase de una casta), debemos entonces atender a los tiempos históricos de lucha y protesta social para analizar el momento actual. Lo que revela es la continuidad, bajo nuevos mantos generacionales, de un ciclo de protesta iniciado en dictadura, abierto tras el plebiscito y continuado en la transición.
En ese marco, más que nuevos actores o nuevas demandas, pareciese que asistimos a un cambio cultural relevante: cambios en la estética, en la relación con los cuerpos, en la sexualidad, en los repertorios de acción y en las formas de inserción laboral. Considerando el debilitamiento colectivo de los tradicionales movimientos sindicales, aquellos articulados en torno a demandas indígenas, feministas, estudiantiles o ambientalistas, han incrementado su presencia pública. No son tan novedosos –recordemos las movilizaciones de fines de la década del sesenta-, pero sí plantean un desafío a la hora de articularse y fortalecer las dinámicas de la sociedad civil, de reforzar sus intercambios y de no parcelar sus demandas para generar instancias de unidad social y política.
Los dos grandes hitos en los que el pueblo fue protagonista en el “corto siglo XX”, la Unidad Popular y las jornadas de protestas nacionales en contra de la dictadura, terminaron en derrotas, dejando en entredicho la relación entre el Estado y la sociedad civil y el rol de los sujetos colectivos en el cambio social. Como sabemos, la evaluación de ambos momentos ha conducido al desarrollo de una izquierda difusa y diluida que participa del actual sistema político (llámese, con matices, “Nueva Mayoría”) y de otra que vive del pasado, rememorando glorias y añorando aquello que pudo haber sucedido. Así las cosas, uno de los mayores costos que dejó la transición fue la crisis de los partidos políticos que representan (o deberían representar) el sentir de una izquierda anticapitalista.
A diferencia del siglo XX, hoy circula la idea de que las instituciones están ocupadas por anti-demócratas, por el dinero y por una “clase política”, mientras que lo que queda de libertad son las calles y las plazas. Es decir, la ocupación de un espacio público que en diversos grados, físicos y simbólicos, se ha ido perdiendo. Esta disputa entre lo institucional y lo extra-institucional cobra importancia considerando el papel que cumplen los medios de comunicación al momento de juzgar el retorno al espacio público del “pueblo no organizado”. La mirada hacia la violencia, los saqueos, las turbas y hordas, en suma el “enemigo interno” del cual debemos protegernos, no difiere radicalmente de lo dicho en los periódicos a propósito del ciclo de huelgas de inicios del siglo XX (1903, en Valparaíso; 1905, en Santiago; 1906 en Antofagasta; 1907, en Iquique). Al igual que hoy, los “salvajes” invadieron la ciudad, el símbolo del progreso y la modernidad, y las “plagas” de vándalos recorrieron las calles y amenazaron (de hecho, quemaron) la propiedad y los símbolos del poder estatal.
¿Cuál es el principal significado de la coyuntura actual? Podríamos argumentar que el ciclo histórico postdictatorial se cierra –claramente contradiciendo el cierre que institucionalmente promulgaron Lagos y Vidal el 2005- y se abre un horizonte, una apertura hacia un proceso de reactivación democrática que nos permite volver a sentirnos productores y fabricantes de la Historia –aquella idea que como profesores/as solemos repetir, a veces casi como un saludo a la bandera-. Y si es ese el horizonte a disputar y construir, ¿cuáles son, entonces, las posibilidades que permite el pensamiento histórico?
En primer lugar, comprender que el pensamiento crítico se alimenta de las protestas en tanto expresan un cuestionamiento radical a las relaciones de poder.
Segundo, invita a re-leer el pasado y anticipar el presente. ¿Cómo? Re-leer el pasado para cuestionar las narrativas oficiales, sobre todo discutir la “excepcionalidad chilena” bajo la cual se construyó el mito del orden portaliano, hoy entendido por Sebastián Piñera como el “oasis latinoamericano”. De esta forma, podemos anticiparnos al presente para deliberar sobre cómo construir una nueva sociedad. Para ello, resulta importante volver a los enunciados de la Asamblea Constituyente de Asalariados e Intelectuales constituida en marzo de 1925 y derrotada, casi de un paraguazo, por el entonces presidente Alessandri.
Tercero, cuestionar los discursos esgrimidos fundamentalmente por cientistas políticos que ven a la sociedad como un agregado de individuos inmersos en una despolitización generalizada. Es cierto, las cifras de militancia en partidos, sindicatos, organizaciones y movimientos así lo refrendan. Pero, y como también ha quedado claro, resulta miope visibilizar –y estudiar- sólo a quienes se politizan al alero de estas instituciones.
Cuarto, para comprender los recursos que utiliza el poder para apropiarse de las consignas y desmovilizarlas bajo el manto del mercado (pienso en la fetichización de símbolos de rebeldía como el Ché, o lo que hoy hace la empresa Wom en sus avisos publicitarios).
Y por último, para dejar de entender que la historia se trata de aprender del pasado para no repetir los errores en el presente (idea profundamente desmovilizante), para dejar de pensar que la historia es cíclica y que los sucesos se repiten como tragedia o comedia, o para evitar que se vuelva una disciplina que estudia una sucesión de hechos que en un futuro pasarán a ser objeto de estudio. No busco ser novedosa. Creo que la necesidad y la demanda de la Historia hoy, al igual que antes, apunta a disputar los escenarios de poder y clarificar cuáles son nuestras luchas específicas en la transformación del presente.