A falta de definiciones colectivas, las respuestas aparecen de modo personal ante una u otra coyuntura, tan personal que los perfiles de facebook terminan siendo el espacio para la declaración y sus réplicas. En el contexto de la revuelta en Chile, la mayoría de los discursos de izquierda se han sumado, no sin algunas eventuales precisiones que pueden destacarse, al rechazo transversal a la violencia. Al hacer eco del sentido común, se apela a una izquierda responsable que busque transformaciones sin la violencia que parece injustificable, si es que no ajena, a la acción política. Venga de donde venga, reitera la muletilla de la crítica a la violencia recientemente repetida por Piñera, que justamente se jacta de no distinguir entre policías o civiles, gobiernos de izquierda o de derecha, saqueos o barricadas.
por Alejandro Fielbaum
Imagen / Enrique Muñoz
No quisiéramos pensar nunca en los hechos sangrientos y violentos para realizar los ideales puros de reformar el mundo malo de hoy, para tomarlo bueno y feliz. Mas la valla poderosa que nos coloca el egoísmo y la soberbia burguesa, nos indica que sólo la fuerza es lo único capaz de vencer.
Luis Emilio Recabarren[1]
El error de diputadas y diputados de Revolución Democrática y Convergencia Social de apoyar la idea de legislar contra los saqueos fue tan evidente que menos de 24 horas después el error fue reconocido como tal. Sus disculpas consuman la desorientación ante una revuelta en la que en lugar de defender los intereses de los grupos movilizados, motivo por el cual supuestamente existe, el Frente Amplio termina perdiendo legitimidad ante tales grupos. En un contexto en el que el Presidente goza de un apoyo menor al 10%, el bloque de oposición que debiera sintonizar con la revuelta no parece haberse debilitado menos que la alianza de partidos gobernante. Y es que rápidamente quedó la impresión de que nadie en la izquierda pudo haber estado a favor de esa idea de legislar, salvo quienes hoy reciben las críticas por parte de los mismos grupos que antes de la revuelta podían simpatizar, al menos, con las figuras más visibles del Frente Amplio.
Queremos mantener el supuesto de que las propuestas de ley se leen y discute antes de votar, junto a asesoras y asesores que para el caso podían aclarar lo que para cualquiera era claro. Quienes votaron sabían lo que votaban, al punto que su excusa no es mucho mejor que su voto: el error fue no anticipar que la votación se leería como criminalización, señaló Gabriel Boric en un video subido a su Facebook[2] (olvidando por cierto que ya existían leyes que criminalizan los saqueos a negocios u obstrucciones a bomberos que sí quería combatir). Pareciera que entonces se trata de un error comunicacional, como si la apertura a la discusión de una ley que puede penalizar un corte de calle con 5 años de cárcel fuese un problema menor.
Partimos también con otro supuesto de buena fe: las y los representantes de los partidos ya mencionados realmente apoyan las movilizaciones, como lo han señalado. La pregunta entonces es por qué podrían haber pensado que una ley contra las formas más corrientes de movilización, algunas de las cuales han contado con su participación o liderazgo hace no tantos años, podría no afectar las movilizaciones. Las respuestas posibles pueden pasar por múltiples especulaciones. Aquí solo nos interesa recorrer una, en parte porque es el objeto de una discusión eludida una y otra vez por el Frente Amplio: la pregunta por la eventual legitimidad política de actos ilegales, incluyendo actos violentos.
A falta de definiciones colectivas, las respuestas aparecen de modo personal ante una u otra coyuntura, tan personal que los perfiles de facebook terminan siendo el espacio para la declaración y sus réplicas. En el contexto de la revuelta en Chile, la mayoría de los discursos de izquierda se han sumado, no sin algunas eventuales precisiones que pueden destacarse, al rechazo transversal a la violencia[3]. Al hacer eco del sentido común, se apela a una izquierda responsable que busque transformaciones sin la violencia que parece injustificable, si es que no ajena, a la acción política. Venga de donde venga, reitera la muletilla de la crítica a la violencia recientemente repetida por Piñera, que justamente se jacta de no distinguir entre policías o civiles, gobiernos de izquierda o de derecha, saqueos o barricadas.
Pese a su carácter consensuado, o quizá por ello, la negación absoluta de la violencia política por parte de la mayoría de los partidos políticos chilenos es o cínica o falsa. Así lo expresa el que el orden dizque republicano del que hacen parte ha sido fundado gracias a una guerra de descolonización contra la monarquía española que nadie deja de celebrar año tras año, sin cuestionar las acciones violentas que fueron necesarias para ganar esas guerras. Evidentemente, ello no quiere decir que una acción violenta en el presente tenga el mismo valor ético o político que en 1810 ante una Monarquía, sino que simplemente muestra una verdad que parece inconfesable: que en algunos contextos la violencia, sin excluir la que puede llevar a la muerte, puede ser legítima para conseguir objetivos políticos.
La política, de hecho, pasa justamente por la construcción de un orden (no necesariamente estatal, ni mucho menos nacional, por cierto) que pueda contener de manera justa la posibilidad de la violencia que nunca deja de acechar la vida y que cualquier persona no sádica querrá siempre minimizar. Esa construcción de un orden que minimice la violencia pasa por cierto grado de violencia, al igual que su defensa y también eventuales formas de resistencia a ese orden, en caso de que deje de considerarse justo. Para buscar ideas que así lo sostienen no es necesario leer teorías de la izquierda revolucionaria: la defensa del levantamiento contra la tiranía puede hallarse en el liberalismo temprano de Locke[4], así como en las conmemoraciones de las celebradas democracias europeas de sus triunfos bélicos contra el nazismo, por no recordar la más cercana y sombría defensa del Golpe de Estado y la dictadura cívico-militar que sigue ejerciendo la derecha que hoy gobierna, esa cuyas declaraciones sobre los derechos humanos no varían sustantivamente de lo dicho bajo el mando de Pinochet[5].
La pregunta entonces es la de qué contexto legitima qué tipo de violencia. Las democracias liberales en las que supuestamente vivimos dicen sostenerse sobre un consenso que distingue entre violencia legítima e ilegítima. Entre fuerza y violencia, por recordar términos de Jorge Millas[6], quien bien ejemplificó esta posición. La lógica de la democracia representativa supone que la ciudadanía escoge a representantes que generan leyes cuya violación amerita el ejercicio de la fuerza, regulada por esas mismas leyes, al igual que los procesos que dirimen los castigos que merecen quienes violan las leyes.
Intentemos pensar algunos párrafos en esa línea, por ingenua que sea. Si el Estado es lo que supuestamente es quienes apelan a la responsabilidad que distingue la fuerza de la violencia, no es políticamente equivalente la violación de las normas por parte de la policía que la que puede hacer quien se manifiesta, por el simple hecho de que la policía hace parte del Estado que debiera garantizar el cumplimiento de la ley y el segundo no, pudiendo ser juzgado por el Estado. Siguiendo esa lógica, si la ley es efectiva, son los procesos jurídicos los que han de dirimir la legitimidad de lo realizado por quien se manifiesta, no las opiniones de algún representante que la condenen o no. Quien quizá más seriamente lo expresó es Hegel al sostener que, gracias al derecho que se consagra en el castigo,el delincuente es honrado con la pena que recibe[7]
Por el contrario, si los agentes del Estado que administra la ley son quienes violan la ley, la condena pública sí resulta imprescindible, puesto que la institución que habría de regular la violencia es la que deja de hacerlo. Es por ello que incluso desde una lógica liberal la violencia policial sí es más grave que la violencia civil. Cuando un carabinero golpea de modo arbitrario a una persona que ejerce su derecho a la manifestación, o si durante su detención se le aplican castigos o procesos prohibidos por la ley, no es simplemente un error ético por parte de un sujeto cualquiera. Antes bien, su acción hace caer la lógica estatal que permite distinguir entre fuerza y violencia.
Ante esa aporía, hay al menos dos respuestas posibles: que cualquier tipo de violencia deviene legítima, al menos hasta que se construya otro orden que pueda volver a distinguir entre fuerza y violencia, o que en lugar de replicar la violencia deben denunciarse los sucesos para restituir el Estado de derecho perdido. Las tomas de posición suelen oscilar entre una y otra. Una columna como esta está lejos de poder dirimir cuál es mejor. Y no tanto por la tradicional excusa de la falta de espacio, sino porque ese tipo de reflexiones han de ser colectivas, formar parte de las movilizaciones mismas. Que hoy la barricada de la “primera línea” sea celebrada, en contraposición al rechazo imperante a los grupos encapuchados en movilizaciones como las del 2011, es un ejemplo de cuán móviles son los límites de la legitimidad de la violencia, imposibles de definir de antemano, más allá de distinciones tan necesarias como genéricas, como entre violencia y crueldad.
En suma, parte de la construcción política de la izquierda pasa por la elaboración y defensa de nociones que no repliquen las del orden hegemónico que entra en crisis, incluyendo las nociones liberales sobre la violencia que hemos esquemáticamente presentado, las que han de ser sobrepasadas mediante un análisis histórico que pueda analizar las instituciones existentes más allá de sus definiciones jurídicas. Es decir, leyendo los distintos modos de violencia que producen y reproducen, y asumiendo que la resistencia a ellas mediante ciertas formas de la violencia ilegal sí puede ser, en algunas instancias que habría que dirimir, políticamente necesaria. De lo contrario, resulta imposible distinguir ética y políticamente entre el saqueo de una tienda y el corte de una calle, pues ambos son actos que violan la ley. Para asumir esa diferencia y poder condenar el primero de los actos sin criminalizar el segundo, como dicen que habrían querido hacerlo quienes votaron a favor de la ley que pierde de esa diferencia, es necesario asumir, con responsabilidades colectivas, que replicar el discurso dominante de la moral de la responsabilidad puede ser, en algunas ocasiones, políticamente muy irresponsable.
[1] Recabarren, Luis Emilio, “18 de marzo de 1871. Gloria a la Comuna”. Disponible en https://elpueblo.cl/2017/03/19/18-de-marzo-de-1871-gloria-a-la-comuna/
[2] Véase del minuto 4 en adelante en https://www.facebook.com/gabriel.b.font/videos/10156565952566835/?__tn__=%2CdC-R-R&eid=ARAalM6XEN4Hrf616mbWSE-1Fb_5qJv8XPxZpwLoR64LapbeQlpqpnhNMPfYpOER1eYOWrwnr_wq7V3w&hc_ref=ARSgOkJzTnKhQPvLnTpwIe6dLwedx5BJW7mUCwlJBRzPpfECeENuQP49gRG0iKvXzzE&fref=nf
[3]https://www.publimetro.cl/cl/noticias/2019/10/28/vallejo-boric-oposicion-condena-hechos-violencia-llama-marchar-manana.html
[4]Locke, John, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil. Un ensayo acerca del verdadero origen, alcance y fin del Gobierno Civil,Tecnos, Madrid, p. 229
[5]Baste con recordar la declaración de Felipe Kast, supuestamente renovador de la derecha chilena que abrazaría finalmente el liberalismo, que señaló que los derechos humanos solo son posibles en un contexto de orden, y no previos a cualquier orden. Declaración, por cierto, incompatible con la noción moderna de liberalismo.
https://www.meganoticias.cl/nacional/281470-felipe-kast-derechos-humanos-manifestacion-10-de-julio.html
[6]Millas, Jorge, “Las máscaras filosóficas de la violencia”, en La violencia y sus dos máscaras. Dos ensayos de filosofía, Aconcagua, Santiago, 1978, p. 18
[7]G.W.F. Hegel, Filosofía del Derecho, Claridad, Buenos Aires, 1967, p. 109
Alejandro Fielbaum
Sociólogo y Licenciado en Filosofía, Magíster en Estudios Latinoamericanos. Actualmente cursa un Doctorado en Estudios Hispanoamericanos en la Universidad París 8.