Poco importa que el “ojo especializado” del arte agónico decrete la “obviedad” de las obras del movimiento social o ponga en cuestión su calidad de “arte contemporáneo” cuando las imágenes y experiencias son consumidas por miles, más allá e incluso en contra de este juicio. El arte que vimos por estos días en las calles, al contrario del habitual, es aquel que siempre soñó con la revuelta e imaginó previamente cuál sería su posición frente a ella. Un arte que cimentó en años previos la imagen cultural de un país libre y justo, deseádolo desde la cotidianidad feroz de una democracia encadenada. Desde una mirada desprejuiciada, quizás no hubo nunca antes mejor momento para algunas artistas y escritores para producir obras. Expresada en imágenes significantes, disrruptivas de cualquier “normalidad” conocida, la imaginación política de la vida cotidiana no había tenido mejor oportunidad para rebelarse al status quo de las “bellas artes” en casi cincuenta años, exhibiendo su real densidad histórica y magnitud cultural.
por Carolina Olmedo Carrasco
Imagen / Estado de Rebeldía de la Yeguada Latinoamericana de Cheril Linett. Fotografía: Lorna Remmele.
“La conquista del bienestar y de la fama resulta en verdad muy dura en estos tiempos. La burguesía quiere del artista un arte que corteje y adule su gusto mediocre. Quiere, en todo caso, un arte consagrado por sus peritos y tasadores. La obra de arte no tiene, en el mercado burgués, un valor intrínseco sino un valor fiduciario. Los artistas más puros no son casi nunca los mejor cotizados. El éxito de un pintor depende, más o menos, de las mismas condiciones que el éxito de un negocio. Su pintura necesita uno o varios empresarios que la administren diestra y sagazmente. El renombre se fabrica a base de publicidad. Tiene un precio inasequible para el peculio del artista pobre. A veces el artista no demanda siquiera que se le permita hacer fortuna. Modestamente se contenta de que se le permita hacer su obra. No ambiciona sino realizar su personalidad. Pero también esta lícita ambición se siente contrariada.
El artista debe sacrificar su personalidad, su temperamento, su estilo, si no quiere, heroicamente, morirse de hambre: de este trato injusto se venga el artista detractando genéricamente a la burguesía. En oposición a su escualidez, o por una limitación de su fantasía, el artista se representa al burgués invariablemente gordo, sensual, porcino. En la grasa real o imaginaria de este ser, el artista busca los rabiosos aguijones de sus sátiras y sus ironías.”
José Carlos Mariátegui
Ya asentado el escenario político abierto por la masiva protesta contra las indolentes medidas adoptadas por Sebastián Piñera en su segunda gestión presidencial, ratificadas en sus siguientes anuncios orientados a la criminalización de toda resistencia civil a la profundización neoliberal y la sugerida impunidad de los órganos represores, se hace necesario observar lo sucedido en las comunidades de trabajo en torno a la cultura y el arte en Chile durante el reciente alzamiento popular. Mirar su heterogeneidad de posicionamientos y actitudes como coyunturales, aunque fraguadas hace años en ese particular ámbito del trabajo y la expresión humana en Chile. Rescatar su honesta valoración como un espacio de reflexión tan elevado como “improductivo”, integrador de las problemáticas sociales aunque conservador de una cierta distancia respecto de la política debido a su imposibilidad de resolver las crisis de las que se ocupa. Es esta particular situación la que le otorgó a los programas públicos de artes visuales más de diez años de señales nítidas sobre de la fractura social que produce hoy el estallido, ante las cuáles sin embargo las autoridades e instituciones apartaron sistemáticamente la mirada, minimizando y poniendo en cuestión su aporte a un proyecto artístico nacional que se pensaba desde las instituciones “más allá” y “a pesar de” los/as artistas. En el capitalismo tardío aquello que no tiene una utilidad concreta no tiene cabida más que como excentricidad, y fue esta certeza acerca de la “excentricidad de la cultura” la que contuvo los flujos de un nuevo arte en el margen y la invisibilidad hasta que la revuelta social los obligó a salir a la calle junto a las barricadas, los saqueos y las ollas comunes.
Muchas de las huellas previas al alzamiento del futuro no gozaron de buena salud debido a su calce dificultoso con las visiones ya institucionalizadas respecto del arte y la política. Más aún, por la imposibilidad de encajar en los espacios de acción definidos institucionalmente por dicha forma de concebir al arte político y su contribución específica a una cultura nacional plural, abierta e inclusiva desde las instituciones hacia el mundo social. De este modo, mientras las grandes exhibiciones de “arte chileno” licitadas por el Estado mostraban al mundo un Chile que restituía simbólicamente a las víctimas de la dictadura de Pinochet en la cultura, sin ninguna verdad ni justicia ganadas en lo concreto; las obras de artistas emergentes y migrantes que desestabilizaban la institucionalidad pública tratando la fuerte represión estatal en democracia y la inhabitabilidad del orden neoliberal escasamente conseguían audibilidad o financiamiento.
El segundo gobierno de Piñera aprendió rápido esta lección sobre el potencial comunicacional de la cultura y admitió la presencia de las problemáticas sociales agudizadas por la profundización del modelo neoliberal, aunque siempre desde su diferencia. Ejemplo reciente de esto es la indiferencia de la ministra Isabel Pla ante la evidencia de múltiples casos ya oficializados de violencia política sexual contra las mujeres y diversidades por parte de agentes del Estado durante la revuelta, y los cientos de casos ocurridos en estos días que se proyecta serán denunciados durante los meses posteriores. Esta indiferencia no es casual, sino que ha sido una actitud sistemática de la cabeza del Ministerio de la Mujer de Sebastián Piñera frente a las problemáticas expresadas por el masivo movimiento de mujeres en las calles. Dicha parcialidad conservadora no le impidió a Pla, sin embargo, reclamar su selfie junto a la obra feminista “Zapatos rojos”, confeccionada por la artista mexicana Elina Chauvet frente a La Moneda como método de denuncia acerca del femicidio y su rol aleccionador de las mujeres en la violencia política estatal latinoamericana. Nada en su actitud le debe haber parecido contradictorio hasta que la obra misma fue rehabilitada por grupos feministas como protesta en su contra, en las puertas del propio Ministerio.
En dicho escenario, asistimos en tiempo reciente a la proliferación de actitudes propias de un “capitalismo salvaje” en los diferentes espacios de trabajo en cultura, que hasta ahora habían permanecido en una cómoda atomización debido a la naturaleza de su dependencia subsidiaria del Estado y/o a sus distintos mecanismos construidos en los límites políticos de la transición (como la Ley de donaciones culturales y su confección desde el cobeneficio entre Estado y empresariado). En la institucionalidad cultural privada no hay un compromiso social mayor, sino al contrario: los nuevos espacios de la “alta cultura” contemporánea se mantienen impermeables a las transformaciones sociales utilizando como capa de resguardo a su imagen pública las carísimas exhibiciones del political world art que movilizan la parte más cool del mercado del arte internacional, y que le sirven tanto de pasaporte progresista como para retener de alguna forma las remesas impositivas del Estado. Así, el pulpo puede criticar con su tentáculo de banco, a través de fastuosas exposiciones en el centro y el barrio alto de la ciudad, la cuestión migrante en el Mediterráneo o la banalidad de la violencia en el mundo, mientras que con su tentáculo de periódico busca representar falsamente la igualdad de condiciones entre barricadas de palos y armamento de guerra en medio de una crisis democrática. El arte es su bálsamo y consuelo. Siempre lo concibieron como un placer propio de su clase y un medio para apaciguar a las masas, nunca algo que podría volverse en su contra. El inmutable silencio ronda entre sus intelectuales y artistas. Es más: cuando las exigencias populares alcanzaron la atención de proyectos artísticos institucionales de mayor audibilidad que incomodaron a las élites, siempre dentro de los límites de la “protesta cultural permitida” por los recientes gobiernos de Bachelet y Piñera, la reacción general de la tradicional crítica pompier idólatra de El Mercurio no fue sólo la superficialidad expresada en cuestiones francamente insensibles al bullente contexto social -como “si correspondía” o “no correspondía” exhibir obras contemporáneas junto a otras modernas, o si el discurso social se compensaba debidamente con el “buen gusto” exigido por el mercado del arte-, sino también un ofensivo silencio que revelaba indefectiblemente su abulia como clase privilegiada frente al tema.
El “partido del silencio” ante la expresión social no solamente es constatable en la crítica mercurial y los magazines galerismo privado, y se extiende a las huestes liberales del “nuevo coleccionismo latinoamericano”, a las nuevas escuelas de formación artística de universidades progresistas, a los bolsones intelectuales nacidos del modelo de gestión cultural “profesional” impulsado por la Concertación hasta el inicio del primer mandato de Piñera. Toda gente que transa en el mainstream del arte internacional la imagen de un Chile estable, que paga sus cuentas y se da un lujo, que ha dejado la violencia en el pasado dictatorial y que aunque aborda la desigualdad sentado en el corazón del imperio lo hace con un montaje impecable, hasta incluso agradable al patrón. La “tecnocracia” de la cultura que no supo opinar sobre esta realidad social antes de que les explotara en la cara, y que sin sorpresa hoy le teme. Tienen miedo y quieren que el “desorden” se acabe prontamente. En ese grupo también están los que anhelan que las pobres también seamos mansas.
I.
Haciendo propia una contundente verdad actualizada en lo reciente por la periodista Patricia Espinosa, vemos en la distancia insalvable entre el sector social que desea la revuelta y el que le teme el reflejo de cómo el poder ejercido por ciertas instituciones durante la transición “determinó quienes son y cómo son los otros”, fijando en el discurso oficial quiénes y cómo son aquellos que no se someten a la conducción cultural del gobierno regente, cuáles son sus límites y sus espacios permitidos para la acción / reproducción. Ello ocurre de manera casi imperceptible, aunque constante: “los diferentes al orden social son clasificados y tolerados. Mientras que los tolerados arman un lugar, una tribu, un ghetto al cual no cualquiera puede pertenecer”. En Chile vivimos el hartazgo de este sistema de compartimentación en el ámbito institucional de la cultura, que experimentó en los años recientes de emergencia ministerial el reconocimiento de nueve pueblos originarios a partir de la fijación tecnocrática de sus “identidades culturales” definida por su acceso ordenado al mercado del financiamiento estatal, el impulso de una línea de fomento a proyectos sobre derechos humanos con fuertes cercos políticos condicionantes a su apoyo, y la instalación de unas políticas del género y del trabajo que se proyectan sin reconocer la autodeterminación política de los grupos trabajadores organizados existentes en el contexto institucional, por mencionar algunas de las muchas modificaciones a los fondos públicos en cultura que reflejan cómo la clase dirigente acusa recibo de las demandas sociales y las transforma en bolsones de empleo precario. Las aborda desde el lenguaje neoliberal de las industrias que, basadas en la centralidad del producto, desatiende importantemente al contexto social en que estas labores productivas se desarrollan: altamente calificado por la expansión universitaria, de escasa experiencia “estable” del empleo y ampliamente feminizado en los últimos veinte años.
Como reacción a esta situación y los cada vez más escasos fondos de cultura, en los últimos años hemos observado la multiplicación de los proyectos de autogestión, concebidos por fuera de los conductos regulares de sustentación o en coexistencia con ellos, aunque sin ningún anhelo de vivir de la producción artística. Sin ser algo nuevo entre los/as “artistas docentes” que persisten en nuestra historia del arte [1], el / la artista de condición precaria suele combinar sus labores con las del ejercicio de la enseñanza, el trabajo funcionario o la pequeña producción artesanal para la venta directa. A pesar de la gran extensión de esta realidad, posiblemente predominante entre el total de artistas existentes en Chile, las escenas artísticas vinculadas a universidades y museos continúan pensándose desde un modelo vertical, profesional y grandilocuente promovido por el modelo cultural euronorteamericano durante los años cincuenta en la región. Desde este espejismo del desarrollo en que sólo caben algunos pocos, la reacción de la “élite de los tolerados” y habitués de los Fondos de Cultura ante la proliferación de la autogestión fue en general la crítica y menosprecio: se las tildaba hasta hace no mucho como “poco profesionales” por no contar con un financiamiento proveniente del Estado, las universidades o instituciones privadas dedicadas a la filantropía cultural; se las denominaba como “perros chicos” por su falta de continuidad o pequeños tirajes; o simplemente se las estigmatizaba como “radicales”, “marginales” y “resentidas” visibilizando negativamente su nacimiento en otras escenas culturales distintas de las artes visuales, como las del punk, el feminismo y la protesta callejera. Junto con burlarse de la precariedad laboral implicada en compartir el tiempo de producción artística con un trabajo “para el que no se estudió” o “inferior” a lo esperable de acuerdo al millonario costo de matrícula de cualquier licenciatura en arte en Chile, como si el pago de un cierto dinero y tiempo pudiese certificar per se al “artista profesional”, el mainstream chileno cuestionó frecuentemente la autonomía cultural por su fuerte basamento en el amplio espacio social de quienes no pudieron o quisieron reconciliarse en 1990. La incomodidad de su arte era precisamente el deseo de seguir militando sin pudor y desde la práctica artística, ya sea en el activismo o en los partidos políticos, en una época en que la transición se esforzaba por instalar un ambiente posdicatorial de “fin de la historia” política y noción del “político profesional” como reemplazo del militante social que protagonizó el siglo XX.
La aparición de un discurso social del arte en espacios institucionales otrora reaccionarios, el surgimiento reciente de un “arte popular”, un “arte de mujeres”, un “arte mapuche”, un “arte de memoria” -entre muchas otras clasificaciones actualmente existentes en ferias de arte y museos de Chile-, nos muestra los límites del proyecto cultural de la transición en su interacción con la sociedad y sus grupos vivos que producen la cultura. El impulso de esta fragmentación, afirmativa de las “políticas de la identidad cultural” administradas por el Estado transicional y de la orientación neoliberal de su proyecto económico, no puede sino parecernos ficticia tras los acontecimientos del 18 de octubre y las semanas de revuelta popular que le siguieron. Ninguna de estas categorías del idealismo cultural tuvo vigencia frente al efecto aglutinante de la protesta callejera, unificada en un rugido masivo contra las medidas piñeristas de precarización de la vida. Tampoco en la forma de incidir en la movilización adoptada por ciertas artistas -en su mayoría mujeres-, que privilegió su afinidad con la situación multitudinaria y transdisciplinar de las calles antes que cualquier proyección de una autoría o profesión. A pesar de ello, la persistencia y aumento de estas preocupaciones en la institucionalidad cultural y educacional del Estado chileno da cuenta de un lento proceso de autodeterminación y demanda social, en el cual grupos movilizados de la sociedad experiencian la “normalización” estatal a la vez que construyen dentro de ella una expresión propia, calculada de acuerdo a sus límites y posibilidades. Esta es la situación de los últimos diez años de la noción “arte de mujeres”, que como categoría de tolerancia del establishment permitió a lo largo del siglo XX latinoamericano la reivindicación del trabajo femenino y las luchas por los derechos de las mujeres en el espacio del arte, así como también abrir paso a la valoración intelectual y profesional de las mujeres artistas “desde y para sí mismas” en un área en que han sido históricamente invisibilizadas y negadas.
La remergencia de viejas estrategias de resistencia cultural en medio de la intensa “racionalización” neoliberal de la vida del Chile actual da cuenta de un movimiento social amplio, vital, que consigue defenderse aunque aún se define importantemente en sus estrategias de supervivencia. Ya cuenta con múltiples hitos propios que señalan su inminente aparición, así como sectores de la sociedad a los que se aproximan a través de un lenguaje común, y a los que abordan como el “público” receptor de sus producciones más allá de los itinerarios establecidos. En esta revuelta y en las que le antecedieron en 2006 (secundarios), 2011 (universitarios), 2014 (docentes) y 2018 (feminismo y diversidades), el trabajo estético y político de agrupaciones jóvenes como el Taller de Serigrafía Instantánea, el colectivo gráfico feminista Diablas Sueltas de Tarapaka, el grupo multimedia Delight Lab y la Yeguada Latinoamericana de Cheril Linett, así como el de individualidades como los muralistas Inti y Giova, el proyecto Lienzo Viajero de la Coordinadora Feminista 8M, los viñetistas Malaimagen y Malditoperrito, ahondan intuitivamente la potencialidad de la contracultura crítica forjada en los últimos veinte años como una nueva cultura popular, multitudinaria, general, de alcance nacional. Un nuevo universo de sentido cuyo posicionamiento contra la cultura transicional amplía la aceptación de la gente común de un marcado retorno a lo político en el arte: la reinstalación del sentido político de la cultura como imperativo, y como respaldo mínimo a cualquier interpretación cultural que busque expresar públicamente la realidad de las mayorías.
Sin embargo, y aún a pesar de su contundente expresión en el presente ciclo político, esta potencialidad social de mayorías aún no consigue independizarse en lo cultural respecto del mainstream impuesto en por la anterior administración de los sentidos y significados asociados a las artes, materializados concretamente en la relación clientelar de las y los artistas con el Estado, los procesos de censura y silencio que devienen del sistema de financiamiento cultural, la persistente precariedad laboral de las y los trabajadores de la cultura, el sesgo de género que impide la igualdad de competencia entre hombres y mujeres en un sistema tecnocrático falsamente “objetivo”. En dicha maraña, la independencia cultural de los sectores populares resultaba impensable hasta que el estallido social la hizo evidente como única posibilidad de avance. Es en esta coyuntura que la distinción entre el compromiso político con una causa y el abordaje de esta causa meramente como un tema dentro de la producción artística se vuelven veredas distintas y horizontes incompatibles para las /os artistas pertenecientes a los sectores sociales movilizados. En cierto sentido, el estallido social y su discurso nítidamente clasista ha sido el punto de encuentro entre la debilidad extrema de la menguante hegemonía del mercado del arte, abierto progresivamente a la iniciativa de los sectores precarios a través del modelo de las “industrias culturales” (autogestión inducida), y el nacimiento de una nueva concepción cultural capaz de convocar a sectores hasta ahora ausentes en ella. Cumplir por la fuerza la promesa incumplida de la cultura como un espacio de expresión realmente abierto en igualdad de condiciones al total de la sociedad. Más allá del deseo de las instituciones que hasta ahora habían “mandado sin construir” al mundo social del arte.
II.
Tras una breve mirada a algunas de las principales escenas locales del arte en Chile activadas durante la revuelta, resulta indignante la repetición por parte de las élites de la cultura en el mundo público y privado del mantra “no lo vimos venir”. Invisible en los balances de la “década ganada” para el mercado del arte y el empleo profesional a punta de contratos desechables, nuestra realidad era eclipsada por las aventuras de más distinto tipo, incluyendo la privatización de la noción “arte contemporáneo Chile” en el extranjero con respaldo del Estado [2]. Las propuestas estéticas provenientes del cada vez mayor movimiento contracultural que irrumpieron en el mainstream fueron calificadas frecuentemente como ilustrativas, facilistas, grotescas, carentes ya de cualquier atisbo de novedad en un “mundo del arte” ansioso de novedades y nuevos medios. Ansioso de hacer lucir al arte chileno como cualquier otro en la OCDE. Al concebir la efectividad de la obra de arte siempre en el plano de las estéticas celebratorias del nuevo sistema-mundo y sus mercados culturales, sin cuestionar siquiera si la función estética continuaba su regencia entre las preocupaciones de una nueva cultura futura, continuaron la promoción de un arte centrado en producir objetos y experiencias transables en el mercado. A todo el arte que no se producía en su ley, correspondía la descalificación, la indiferencia, el silencio. A sus ojos, al no ser “profesional” no se trataba de “arte contemporáneo”, y por tanto se ubicaba fuera de su pertinencia e interés. Así es como estas/os “no profesionales” terminaron por aliarse con las alicaídas instituciones públicas, poco vistosas y financieramente limitadas para un mercado del arte cada vez más espectacular, y con las autogestiones que aprendieron a sustentar su trabajo en otros espacios de producción imaginaria (universidades, cines, okupas, movimientos sociales, partidos políticos, municipios, escuelas, etc.). Esto sin que el mundo profesional de la “alta cultura” muestre siquiera algún interés, como tampoco lo ha hecho durante estas últimas semanas.
Resulta particularmente esclarecedor de esta separación de intereses el hecho de que el principal portal informativo sobre arte contemporáneo en la región guarde un riguroso silencio frente a la agitada situación política en países como Chile, Colombia, Ecuador, Argentina, Brasil y Bolivia, aún pese a que sabemos que en sus respectivos contextos de movilización se están produciendo acciones, obras y discursividades identificadas plenamente con el arte contemporáneo y latinoamericano. Ratifica esta desconexión el hecho de que entre sus escasos contenidos sobre la movilización en Chile -país donde se radica el equipo de la revista-, se dedique la mitad de éstos a la perspectiva de los artistas durante el periodo dictatorial, y la otra mitad a la perspectiva de los artistas de la transición. Es evidente que las formas estandarizadas por el duty free art no ofrecen ninguna fórmula para abordar la complejidad política y social que está experimentando Chile, así como tampoco -tristemente- para hablar de nada que no sea una mercancía avaluable en dicho mercado de poderes simbólicos y financieros. La invisibilización de las y los artistas nacidos en los años ochenta y noventa, y la de los protagonistas de esta revuelta aún más jóvenes, no es una maldad o negligencia de su parte. Se trata más bien del arraigo persistente al espacio seguro de las representaciones de la dictadura militar, discurso ya oficializado, ante la imposibilidad de tener audibilidad o posición transparente en un espacio social del arte que aunque fue su elefante en la habitación, nunca tuvo el “privilegio” de su atención a pesar de su masividad. Es también la expresión más sólida y honesta de su interés de clase, del temor a hablar en un contexto del que se quiere ciertamente huir.
En dicho antagonismo, la acción política dentro del espacio del arte en Chile en estas semanas se expresó visiblemente en dos dimensiones antes conformantes de un mismo cuerpo, que es el que hoy podríamos decretar desmembrado -quizás definitivamente- en dos. Tendencias permeadas entre sí constantemente durante la transición, y cuya relación se fraguó al alero de la profundización del mercado de la educación artística, la expansión de la burocracia estatal en la cultura, la progresiva “profesionalización” de los fondos de cultura con mayores exigencias normalizantes al mercado, la precarización del trabajo asalariado en cultura, y la emergencia de nuevas organizaciones orientadas a las cuestiones laborales y de la igualdad. La primera de estas dimensiones es la que conforman quienes intervienen en las discusiones públicas sobre arte y política en la arena de las representaciones: obras, escritos, exposiciones y contenidos educativos, cuya cara más reconocible es la del “artista político” o -en una dimensión más radical- la del artista militante en el movimiento social. Por otra parte, encontramos a la política institucionalizada de quienes profesionalmente resguardan los “intereses culturales” de las mayorías en distintas oficinas, departamentos y divisiones culturales estatales y privadas surgidas durante el periodo de la transición como una intermediación “profesional” entre las mayorías y el apoyo del Estado [3]. Un grupo humano que impulsó programas y equipos de trabajo ideológicamente antagónicos durante las dos gestiones presidenciales respectivas de Michelle Bachelet y Sebastián Piñera, pero que sin embargo en la práctica constituyó el continuum en la precarización y subcontratación laboral emprendida por el Estado en materia cultural. Este grupo constituyó la base social de un “gran programa cultural” centralizado, vertical y realizado por “especialistas” durante los últimos cuatro periodos presidenciales, en desmedro del protagonismo político de artistas y gestores/as que había caracterizado al pequeño ámbito institucional de la cultura preexistente.
Sin demonizar a unos y entronizar a otros, es necesario destacar cómo estas dos tendencias actuaron en la presente revuelta: mientras que ciertas/os artistas con un compromiso social mayor, desde la individualidad de sus trincheras intelectuales, se organizaron desde lo inmediato y produjeron acciones como un acto de instintivo entusiasmo; la arrolladora mayoría de las agencias relevantes del “arte político” oficializado por los fondos de cultura -incluídas agrupaciones gremiales de artistas como ACA y APECH- han guardado un incómodo silencio desde su especificidad profesional, adhiriendo más bien como manifestantes sin ninguna otra especificidad. De aquí se distinguen ciertamente las intelectuales feministas emblemáticas de la lucha contra la dictadura como Diamela Eltit y Nelly Richard, que apresuraron una declaración de rebeldía como feministas organizando una carta de repudio a la represión emprendida por el gobierno de Sebastián Piñera entre las académicas y filósofas reunidas en torno a la Universidad de Chile. No alcanzan algo tan significativo como esto la recientemente formada Red de Trabajadoras del Arte y la Cultura de Chile (TRACC), que aunque han adherido a las marchas no han sido capaces hasta hoy de producir un comunicado que revele su posición política más allá del activismo. A pesar de estos gestos, a salvedad de algunos apoyos individuales dentro de esta declaración encabezada por Diamela Eltit y Faride Zerán, no es posible una acción que pretendiera decididamente impactar el ámbito artístico y convocar a sus integrantes a manifestarse en cuanto trabajadores. Las instituciones del arte y educación artística dirigidas por mujeres o con presencia de feministas aún están al debe en su posicionamiento público, por ejemplo. Si bien las causas del mutismo son múltiples -la preferencia por la expresión individual, el desprestigio de la política dentro de las prácticas culturales, la impotencia ante la confusión e incerteza del contexto social-, lo cierto es que su silencio comprueba una vez más la baja eficacia y representatividad de las instancias de organización social establecidas durante la transición en el ámbito cultural. Su actual estado de decadencia y abandono, y en el caso de las más fuertes su constante asedio y burocratización.
Esta “inutilidad” que se devela hoy con violencia ha sido por años el contexto funcional del trabajo en cultura en Chile, y el sistema al cual han ingresado millonarios recursos y cientos de funcionarios que no se reflejan, sin embargo, en el precario acceso a la cultura que marca aún la realidad de todas las regiones del país. Incluso los programas más significativos de vinculación del arte contemporáneo con las regiones se sustentan en empleos estacionales y condiciones de vida durísimas a las que las/os artistas deben someterse para poder conservar dichos trabajos y continuar siendo consideradas “empleables”, otorgando un discontinuo “derecho a la cultura” a las comunidades que dependen de sus labores para proveerse de éste. Mientras el emprendimiento cultural y las industrias de mayor ganancia acaparan gran parte de los fondos estatales (cine, música y televisión), quienes trabajan en las artes visuales deben compensar con su propia precarización la escasa rentabilidad de su trabajo en un mercado en que las artes son puestas a competir por parte del propio Estado. Desde estos valores, la mayor parte de las plazas de trabajo incluyen condiciones cotidianas injustas y no remuneradas bajo una tenue capa de legalidad, cuestiones lógicamente redundantes en los productos culturales ofrecidos a la comunidad por estos agentes. En esta contradicción, la opción por invertir estos recursos sin progresar en la autonomía de las regiones en materia cultural devela el deseo de parte de un cierto “sector funcionario” por conservar las conocidas herramientas de la “representación cultural y política nacional” en su propio beneficio: la mediación y administración centralizada de una “alta cultura” metropolitana, inalcanzable, que se otorga a los espacios regionales desplazando cualquier intento de imaginación propia de un arte telúrico sin tutela.
Las cuestiones más nocivas de este tipo de mediación burocrática, sin embargo, exceden por estos días por mucho la mera “representación cultural”, y se han expresado en estas semanas incluso desde la “representación de los intelectuales de la cultura por la paz” frente a un presidente deslegitimado por declararle la guerra a sus gobernados. Desde una agenda propia barnizada de falso democratismo apoyada por 1300 firmas [4], la actriz Javiera Parada llegó a La Moneda a nombre de los intelectuales y artistas de Chile que conoció durante su gestión cultural en el primer gobierno de Bachelet a “sostener los estándares democráticos del país” sin consultarle a nadie, reaccionando con diálogo a la militarización emprendida por el gobierno condenada por gran parte de los partidos políticos incluyendo el suyo (Revolución Democrática). Para esta interlocución no utilizó el más mínimo instrumento democrático a su alcance: no acudió al partido político en el que militaba entonces para ganar semejante posición, ni tampoco a las organizaciones de la cultura realmente existentes, a las que conoció perfectamente como asesora “experta en gestión cultural” del Ministerio de Relaciones Exteriores a partir de 2006, y como agregada cultural del gobierno de Bachelet en Nueva York en 2014-2016. En esta movida se refleja su preferencia por adoptar el rol del lobbista tan propio del universo cultural bacheletista: el impreciso mundo de “lo cultural” como pasaporte internacional de los productos chilenos, mientras en el país su producción se proseguía por medio de una cruda represión y asesinato a las/los dirigentes de organizaciones que surgen en respuesta a la explotación. Sin embargo dicha actitud elevada a título personal es tan impresentable en medio de la crisis democrática abierta por Piñera que incluso el “príncipe” de los poetas de la Concertación, Raúl Zurita, sintió la imperiosa necesidad de desmarcarse de su postura en una carta en la que se identifica junto a los “cientos de miles de nadie, millones de nadie que vemos los rostros de los muertos cubriendo el horizonte”. La “sutil” diferencia que Zurita se esfuerza en mostrarle a Parada y sus 1300 adherentes en versos, la veintena de asesinados por el terrorismo de Estado, son el hecho contundente que separa por estos días la antigua forma concertacionista de la representación política y lo que exige el pueblo en la calle: dignidad, y sobre todo participación en el orden democrático que rige gran parte los aspectos de la vida civil en el país. Resulta sorprendente la invisibilidad de estos hechos para figuras otrora identificadas con la lucha contra la dictadura, pero que hoy se apuran a formar el partido progresista del orden junto a Parada: figuras que firmaron la declaración leída en persona por la actriz a Piñera [5] urgidos por volver a la administración del status quo antes que por asegurar condiciones efectivamente democráticas que no refundaran a su paso el nefasto rol legitimatorio de la DC en 1973.
Es claro que el apoyo de ciertas individualidades del arte y la cultura a la tentativa corsaria de Javiera Parada no es casual o surgido de la confusión, sino un posicionamiento reiterado de ciertas figuras de la cultura tras su proyecto: desde la carta manifiesto #AguanteJavieraParada que apoyaba su candidatura a la presidencia de RD [6] a pesar de que el estatuto interno del partido estipulaba que no era posible por cuestiones disciplinarias, hasta la imagen de un amplio apoyo social y cultural “no partidario” que buscó reflejar luego su campaña a la presidencia de RD bajo el lema “Unidas para crear”, que a inicios de este año potenció propagandísticamente su imagen como asesora cultural descolgada del gobierno de Bachelet. Mientras Parada militó en RD, persistió en la articulación activa de un grupo de no militantes que presionaran desde lo público la autodeterminación partidaria, de acuerdo a sus intereses y proyecciones individuales como figura política del espacio.
Estos sectores de “representantes profesionales” o caudillos culturales, cuya ilegitimidad no nos parecía tan grave en el ámbito anecdótico del arte y sus tertulias de salón, se vuelven hoy un peligro ante la desorganización general del mundo de la cultura y su vacío de sentido democrático (organización, asambleas, sindicatos realmente existentes, etc.). Y sobre todo ante la insensibilidad de este propio caudillismo respecto de las consecuencias de sus acciones en una institucionalidad militarizada y fuertemente deslegitimada por los movimientos callejeros y el caos parlamentario. Aún más, estos sectores se tornan patéticos en su deseo de continuar la dinámica previa donde se les permitía mandar sin tener que ganar su rol de conducción dentro del Estado, reclamando nuevamente el papel del “tolerado” que la institucionalidad transicional se permitía cuando aún tenía el control de lo social. Hoy es inaceptable cualquier llamado a la “normalidad”, y cualquier retorno a los viejos valores operativos que permitían utilizar al ámbito de la cultura como una pasiva masa de maniobra por la reconciliación. Aún a pesar de la reciente reaparición de Parada alegando legitimidad como dirigenta ciudadana y cultural, el silencio de quienes “apoyan” su propuesta frente al reciente pacto constitucional nos confirma el hecho de que no encontraremos en la élite crítica transicional, en su cultura pactada y releída en clave de reconciliación, ninguna interpretación efectiva a luchas contra el status quo, mucho menos una salida efectiva al mismo. Tampoco en las organizaciones de base y trabajadores “oficializadas” tanto por el bacheletismo como por el mercado, que han asistido silentes a este espectáculo como meras observadoras. Su silencio muestra su inutilidad, justamente en el momento para el cual se suponía estaban hechas.
III.
Es de una gran insensibilidad social afirmar que “este no es momento para producir obras”, como si la movilización se tratase de una residencia de artes visuales o un programa de aprendizaje libre. Poco importa que el “ojo especializado” del arte agónico decrete la “obviedad” de las obras o ponga en cuestión su calidad de “arte contemporáneo” cuando a las imágenes y experiencias son consumidas por miles, más allá e incluso en contra de este juicio. Una discursividad fuertemente identificada con una élite cultural tecnócrata y de clases medias universitarias, que en su rol de “conciencia” del arte del pueblo no hace más que ratificar sus condiciones de continuidad en el rol de mediador entre la alta cultura y el pueblo. El arte que vimos por estos días en las calles, al contrario, es aquel que siempre soñó con la revuelta e imaginó previamente cuál sería su posición frente a ella. Un arte que cimentó en años previos la imagen cultural de un país libre y justo, deseándolo desde la cotidianidad feroz de una democracia encadenada.
Desde una mirada desprejuiciada, quizás no hubo nunca antes mejor momento para algunas artistas y escritores para producir obras. Es evidente en el trabajo situado y alimentado en el conflicto de artistas como Cristian Inostroza, Natascha de Cortillas, la Yeguada Latinoamericana de Cheril Linett y el colectivo Deligth Lab -por nombrar algunos- esta potencialidad social. Expresada en imágenes significantes, disrruptivas de cualquier “normalidad” conocida, la imaginación política de la vida cotidiana no había tenido mejor oportunidad para rebelarse al status quo de las “bellas artes” en casi cincuenta años, exhibiendo su real densidad histórica y magnitud cultural. Aunque este movimiento subterráneo no partió el 18 de octubre y tiene larga data, la revuelta contribuye a su consolidación al poner en el centro -sin ningún complejo ya de desear estar ahí- la pregunta sobre el papel jugado por el arte en su relación directa con la sociedad. Ambicionar por primera vez desde el fin de la Unidad Popular que la acción del arte tenga una utilidad concreta en las transformaciones que necesariamente deben acontecer en lo real. En esta producción cultural a la que me gusta llamar “del futuro”, ser mujer es tener poder, ser estudiante es ser portador de una tradición insurrecta, ser artista es tener una visión crítica activa frente al mundo y ser pobre es digno de ser conversado en las salas del Museo de Bellas Artes, entre las obras más relevantes del arte chileno.
Las obras de arte más significativas para la sociedad chilena de los últimos 20 años son aquellas que precisamente buscaron remecer la naturalización de los pilares del orden que hoy decae: la desnudez como un antídoto al tutelaje moral de la iglesia y la derecha sobre la nueva democracia, la insurrección frente al endeudamiento por derechos básicos y la cooptación mercantil de la vida en sus albores, la insolencia de artista pobre frente a los Fondos de Cultura como bolsas de precariedad. Al mismo tiempo que eran las obras más criticadas, conversadas, comentadas y requeridas por el público de a pie, fueron igualmente las más negadas por el medio especializado, que siempre las juzgó de “impropias” de un arte lacónico, sobrio, correspondiente a un país en la OCDE. ¿Cómo podía comprenderse el quemar pagarés de endeudados por la educación como una “práctica artística” semejante a la de quien ocupa la mayor parte de sus horas en postular en inglés a cuanta residencia se abra en la Unión Europea, o a cuanto master se pueda anotar en la Complutense? Quienes fueran calificados como “obvios” e inútiles en este diagrama mercantil hoy tienen una oportunidad de oro: la alzada les ofrece un espacio otro en el cual construir nuevos sentidos culturales, al mismo tiempo que en su avance la marcha multitudinaria les comprueba que incluso la “certeza institucional chilena” no es más estable que la precariedad a la que esas instituciones arrastran cotidianamente al mundo social. A diferencia del mainstream, sin embargo, este arte del futuro siempre tuvo en la caída su mejor escuela: la frivolidad de las becas y la marginación de las galerías constituyen hoy su principal potencial, y nuestro más enigmático milagro.
NOTAS
[1]. cf. Berríos, Pablo y Cancino, Eva. Un tiempo sin fisuras. La institución moderna del arte en Chile (1947-1968). Estudios de Arte, Santiago de Chile, 2018.
[2]. Sísmica, marca sectorial de las artes visuales chilenas en el extranjero, es una iniciativa de la Asociación de Galerías de Arte Contemporáneo (AGAC) y ProChile, la oficina del Ministerio de Relaciones Exteriores dedicada a la promoción de productos y servicios chilenos en el ámbito internacional. Según la información que ellos mismos otorgan públicamente, los beneficiarios directos de su instalación privilegiada / normalizada en el mercado internacional del arte son organizaciones que en este caso se han arrogado la representación de todos quienes trabajan en el sector de las artes visuales a pesar de su baja representatividad: la organización gremial Arte Contemporáneo Asociado (ACA) -en constante crisis de gestión y representatividad-, la galería D21 y la alicaída Feria Ch.ACO. La escasa -casi simbólica- representación de las organizaciones sociales y sindicatos de artistas y trabajadores de la cultura que han proliferado durante los últimos años hacen muy cuestionable la preocupación financiera del gobierno por este tipo de iniciativas del duty free art frente al escaso presupuesto de las instituciones públicas dedicadas a las artes visuales, el precario financiamiento a las producciones culturales, la escasa voluntad de difusión del arte contemporáneo realmente existente y de éste como instrumento de educación e integración. cf. https://www.sismica.art/sobre/
[3]. En Chile, la mayor parte de las instituciones privadas dedicadas al arte contemporáneo recibe algún tipo de financiamiento estatal para su funcionamiento público. Un abordaje más acabado del sistema chileno de financiamiento público a la cultura durante la transición es consultable en un escrito que realicé para la Fundación Nodo XXI en 2017, cf. http://old.nodoxxi.cl/wp-content/uploads/CC17_Cultura.pdf
[4]. El control de los y las firmantes fue tan escaso que incluso constaban en el listado Jaime Guzmán, Augusto Pinochet, Lucía Hiriart e Ítalo Nolli.
[5]. Entre las y los firmantes del mundo de la cultura y la intelectualidad destacan figuras de distintas generaciones de la experiencia cultural bacheletista: músicas como Javiera Mena, Colombina Parra, Denisse Malebrán; autoras/es como Francisca del Solar, Rafael Gumucio, Carla Guelfenbein, Alejandro Zambra, Rodrigo Guendelman, Pablo Simonetti y Constanza Michelson; gestores públicas de carrera como Ana Tironi y Ricardo Brodsky; académicas como Adriana Valdés; así como figuras del teatro como Luz Croxato, Tamara Acosta y Cristóbal Gumucio Aninat. En el mundo cultural cercano a las artes visuales destacan Carolina Castro Jorquera, Gregorio y Pablo Brugnoli, Claudia Zaldívar, Bruna Truffa, Elodie Fulton, Irene Abujatum, Enrique Rivera, Voluspa Jarpa y Gonzalo Díaz. Entre las figuras de la “antigua política” que aparecen como adherentes de la carta están Carolina Tohá, Claudio Orrego, Cristóbal Bellolio, Lily Pérez, Mariana Aylwin, Ricardo Lagos Weber, Alejandra Mizala, Sonia Tschorne y Fulvio Rossi, por mencionar algunos.
[6]. Entre otras mujeres de la política, firmaron la carta adherentes de signos tan opuestos como Carolina Tohá del PPD y Cecilia Pérez, vocera del gobierno de Sebastián Piñera.
TRES PROYECTOS ARTÍSTICOS DESTACADOS EN ROSA
♦ Estado de rebeldía, de la Yeguada Latinoamericana de Cheril Linett (performance de confrontación)
♦ Noticias de Chile, de Magdalena Jordán (pintura)
♦ Zapatos rojos, de la artista mexicana Elina Chauvet (intervención urbana)
Historiadora feminista del arte y crítica cultural, integrante fundadora del Comité Editorial de Revista ROSA.