Dicen que quema. Que la destrucción provoca malestar, por un lado, que la destrucción provoca entusiasmo, del otro. Pero qué hace el fuego. Ahí callan o retroceden a las causas. Los peores, intelectuales políticos o políticos intelectuales, manifiestan precauciones con este fuego. Este fuego necesita ser controlado, escriben, dicen, no apagado, por supuesto, aunque casi. No confían, porque la confianza en aquello que llaman pueblo es literatura o ingenuidad.
por A. S.
Imagen / Protestas en Chile. Foto: todosnuestrosmuertos
Hay fuego en las calles. Sin figuras retóricas: barricadas, incendios, molotovs. Las causas del fenómeno, las causas sociológicas estrictas las puede decir cualquiera. Basta poner un matinal y ver lo que responden las personas cuando son interrogadas por periodistas. No hay mucho más que decir ya, los detalles están en cientos de papers. Los textos al respecto sobreabundan sin nada nuevo. Las tesis al respecto se convirtieron en lengua franca, sentido común, objetividad.
No obstante, del fuego nada pueden decir.
Dicen que quema. Que la destrucción provoca malestar, por un lado, que la destrucción provoca entusiasmo, del otro. Pero qué hace el fuego. Ahí callan o retroceden a las causas. Los peores, intelectuales políticos o políticos intelectuales, manifiestan precauciones con este fuego. Este fuego necesita ser controlado, escriben, dicen, no apagado, por supuesto, aunque casi. No confían, porque la confianza en aquello que llaman pueblo es literatura o ingenuidad. En la política no se debe confiar ni siquiera en aquello que dicen que los inspira. Como no hay líderes ni estructuras que permitan comprender su intensidad o predecir su impacto, ni menos están ellos ahí mostrando un seno guiando al pueblo, surge la desconfianza, natural. Como no están ellos, llaman a sumarse con mucha cautela, más bien están pensando en la manera de ordenar esta majamama en instancias burocráticas regulares en donde su elocuencia y privilegio político militante dome esta bestia de siete cabezas, ra-zo-na-ble-men-te. Hay que pensar en el gobierno que viene, reclaman seriamente.
El fuego sigue. ¡Qué siga! Es literal.
Filósofos y poetas, dice la tradición, son quienes mejor podían darle sentido y expresión a lo inusitado. Pensar y representar la perplejidad de lo desconocido. Hacer hablar al fuego. Ahora no lo han hecho. También se han vuelto sociólogos, es decir, funcionarios, burócratas de la reflexión y el arte. Vuelven una y otra vez a la genealogía del fuego, sin entrar en él. Lo evidente dicho de otra forma, aburrida, redundante. ¿Pensarán acaso que lo único ahora que deben escribir para ser tomados en serio debe estar escrito en ese lenguaje, enmarcados en esa razón? O son prudentes. Hay que esperar para poder pensar o crear, dicen como si fueran Buda diciendo om.
En cambio, son las crónicas de la calle las que mejor han dado cuenta del fuego. Decir lo que ocurre en tiempo real es un acercamiento sin pedagogía a un presente de experiencia total que consigue expresar aquello que las reflexiones de cualquier tipo y las representaciones artísticas, hasta ahora, no han podido. Son los videos y fotos, innumerables, directos, con o sin arte, de épicas clichés y hermosas (¿no es así siempre el cliché?), precipitadas por las circunstancias, son todos esos videos y fotos que jamás podremos ver en su totalidad, siempre quedarán muchos sin ver, siempre nos hablarán de otro registro, siempre nos llegará un nuevo registro, esos registros son los que muestran, presentan el fuego. Comparten la sensación y experiencia del fuego. Nos llenan de emoción. Porque acá son las sensaciones y experiencias lo que determinan la política del fuego incombustible. Es la estética política, donde los cuerpos que se reúnen a diario organizan sus encuentros en una espera alegre y violenta. Es la espera que nada espera, pues su espera realiza un momento insólito de relaciones únicas, solidarias y fugaces. Alrededor de las barricadas y la violencia, con el sonido de los cantos repetidos una y otra vez, los cuerpos bailan y saltan con canciones que suenan a estadio e historia. Pasan las horas y los cuerpos, se renuevan, duran horas y aparecen otros y otras. Tapados, encapuchados o a rostro descubierto, se confía en todos los que ahí estamos. Se confía en los que entran a robar grandes almacenes destruidos para azuzar el fuego. En los que intimidan los fines de semana cuando salen de los estadios. Las familias ríen, los ancianos circulan entre la multitud orgullosos y la multitud también siente orgullo de que sean parte de todo. Entre medio suenan los disparos de los pacos y las lacrimógenas. La gente las sufre, se tapan la cara, se mueven ciegos, respirando apenas, para luego volver a sus lugares y seguir cantando y saltando. Otros se enfrentan a los pacos, con un bello heroísmo que la razón práctica desprecia como idiota e irresponsable. Todo heroísmo es así, dice la razón práctica: estúpido, irresponsable, ingenuo, es ineficiente, inútil, narcisista. Así son estos cabros, respondemos: hermosos. Ser parte de ellos, estar ahí con ellos es sentir una satisfacción incalculable, una admiración sin pliegues, una emoción abismal. No hay cálculo.
Y es violencia: hay heridos por los pacos, hay muertos por los pacos. Hay personas violadas por los pacos, abusadas por los pacos, nuevamente hay desaparecidas. Repito: nuevamente hay personas desaparecidas por los pacos. No estamos en dictadura y es un error decir que esta democracia lo sea. Así sin más hay que pensar esta democracia. La democracia, con su discurso de principio humanista en el marco de los derechos humanos, capitalista por esencia en su determinación de la administración de las vidas de las personas, puede hacer esto sin contradicciones. Hace rato que se escribe al respecto, no hay novedad en lo que digo ni es mi intención desarrollar esta reflexión, cuya filosofía tiene a Badiou, cuya historiografía tiene a Tronti, cuya Geografía tiene a Harvey, cuyo feminismo tiene a Federici.
El fuego es alimento, somos nosotros, es fascinante, acérquense, ¿no les parece así?
Los cuerpos desregulan toda circulación. Toda: física, económica, emocional. El fuego es el miedo y la seguridad. Es lo que nos protege y nos amenaza. Pero participar de ese fuego es ser parte de la amenaza. La gente lo sabe. Hay complicidad en las calles, porque el fuego ha desbordado las llamas modificando los encuentros cotidianos. La gente hoy dialoga más, se preocupa de los demás, se da cuenta más que existe otra persona. Por supuesto, tampoco hay que idealizar este fuego. Molesta, hiere, agota. Son más difíciles las cosas prácticas hoy, sí. No debemos negar esto. Son las circunstancias y punto. Basta de justificaciones. Así es y debe ser. Es necesario. No puede existir esta instancia provechosa de reclamo social masivo actual y todo lo que ha perturbado nuestras relaciones sin la violencia que desarma y destruye la cotidianidad regular. No hay separación posible. Es un engaño de la formalidad analítica pensar que podemos separarlas. Y esto no es un análisis. Acá hablamos de la política, de nuestra sensibilidad, de los cuerpos conviviendo de un modo que no perdurará pero que ha descubierto una forma inestable y pasajera de reunirse y organizarse. La apertura de esta experiencia conjunta es imaginar nuevas maneras de proyectar esto, de mantener esto que hemos descubierto y aprendido de formas originales, que se modele en nuestros cuerpos, en nuestros gestos y disposiciones. Haber comprendido que otras maneras de convivir, relacionarnos y acompañarnos fue, es y será posible. Que nuestros encuentros consentidos, deliberados y francos pueden remecerlo todo.
Esta no es una política de gobierno: esto no hace gobierno, no pretende hacer gobierno. ¡Acá nadie gobierna! Aquello que está ocurriendo ahora mientras se incendia no se reduce a lo que la gente reclama, a un clamor cuyo contenido habrá que comprender, acaso descifrar. Basta de misterios. ¡No es la esfinge ante Edipo! Tampoco se trata de una teoría del estado, de sus poderes, su responsabilidad, su configuración, su genealogía ni del estado que quisiéramos. ¡No hay amor por el estado! ¿Han salido a la calle? ¡Eso es! Aquello que está ocurriendo ahora mientras se incendia el ahora. Aquello: el encuentro por sí solo, cuyo fin es sí mismo: autotélico. Olvidémonos de los pretendidos objetivos políticos y comprendamos lo que emerge ahí. La reunión del colectivo por sí solo, en sí mismo: eso es todo. Nada más nos interesa. Ahí está toda la política que nos interesa encontrar. Esa política, la de los cuerpos que han descubierto un encuentro diario, ocupándose en esa concentración apretada por los tiempos de la rutina obligada del trabajo. Una estancia colectiva común excepcional que abre relaciones de diálogos y potencia encuentros y acciones plurales, creativas, extraordinarias, que logran ampliar el campo estricto de la marcha y la “concentración política” a intervenciones de muchos tipos (desde asambleas, formas de intervenciones artísticas a la modificación ligera, como un fuera de cuadro fotográfico, de las maneras en que la gente se mira, se saluda y abre un diálogo en el cotidiano) conectadas todas por vasos comunicantes de una subjetividad de conjunto, de bloque. Aquello que está ocurriendo mientras se incendia no es una herramienta de nada. No es un instrumento. Es una finalidad. Esto es un hecho para quienes han experimentado el estar ahí. Por eso los políticos intelectuales y los intelectuales políticos en su cálculo de futuro (de un futuro institucional) no solo no entienden, revelan una razón miserable. Y por eso nos urge ahora imaginar formas de mantener esta experiencia política sin hacerla perdurar tal cual.
No se trata de acampar en Plaza Italia, no se trata de tener una hora de desahogo a la salida de los trabajos y las escuelas y las universidades que se vuelva rutina. No, no y no. Se trata de imaginar. Imaginar un porvenir que no dirija su mirada al estado, al gobierno, a los gobiernos, sino de ocuparnos en cómo mantenemos aquello que rasgó la experiencia ordinaria de vivir y del imaginar mismo. No se trata, entonces, de instrumentalizar este común que nos implica sin homogenizarnos. ¡El mayor fracaso es ser ciego a esto! ¡Olvidémonos del gobierno! Aunque siga ahí después del final de los tiempos cuando despertemos, como el dinosaurio de Monterroso. No es un llamado a derrocarlo ni a destruirlo. Es a la indiferencia lúcida y estratégica. Darle la espalda para reunirnos en el desorden. Potencia profunda que abre un espacio crítico radical a todo aquello que se estructura en un potencial gobierno y que mira al gobierno con deseo y envidia. Una potencia que experimentamos como testigos del incendio, no de un derrumbe, nada se derrumba. No hay ruinas que contemplar románticamente. Es un incendio que se propaga porque es la fuerza que nos hace iguales. El rechazo inicial que compartimos al orden actual de todo, a la vida como hoy ha sido gobernada y sometida. Es una subjetividad si se quiere de origen afectiva que expresa el rechazo en una acción de reunión y violencia.
Lo que se incendia puede incendiarse en todos los territorios inscritos en la tradición moderna occidental que ha sido llamada capitalismo históricamente y hoy globalización. Esto que está ocurriendo tiene la potencia de replicarse en cualquier lugar y de abrir esta experiencia. Una grieta luminosa por pensar en la modernidad, abierta de súbito. Todas las personas se fascinan hipnóticamente con el fuego, con las llamas. Nuestra actividad ahora es concentrar fuerza y creatividad en potenciar aquello que invocamos cuando se incendia. Multiplicar estas actividades de todos los modos posibles con objetivos políticos diversos, objetivos políticos que no reducen ni agotan los encuentros. Lo que constatamos: una subjetividad política que reconfigura la experiencia colectiva en relaciones sensibles que no pensábamos posible. Esta es una consigna, un panfleto, o si se quiere, un manifiesto.
El espacio público ahora, precisemos, es común. La diferencia entre público y privado, binarismo autoritario y cada vez menos útil, debe ser traspasado por lo común y lo que no es común. Lo público es del estado, debemos siempre saberlo. Es él (estado siempre masculino, hombre, padre de familia, jefe de empresa) quien nos autoriza para poder o no ocupar políticamente, socialmente lo público. Lo común no le debe permisos ni respetos al estado. Lo común son los espacios y tiempos que exigen sin exigir una participación ociosa y colectiva sin trabajo. ¡Libre! Esta experiencia de la libertad, que permite la relación del orden del diálogo y la cortesía con el del caos de la hostilidad y la violencia, es nuestra experiencia política, nuestra subjetividad política intensa, colmada, total.