Cómo coproducir el nuevo orden: aportes de la crítica feminista a la soberanía y perspectiva socioindustrial para el nuevo Chile

La potencia de esta imagen de “la piel en lugar de muros” como sustento de la soberanía en un Estado Feminista resulta tremendamente pertinente si es que miramos el ejemplo de lo que inició el estallido de Octubre de 2019: el transporte público. Es evidente que la idea de “evadir” el pago del transporte público no se inició en esta revuelta, sino que se incubó como una institución informal que articulaba una relación rota entre usuarios y autoridades desde la implementación del Transantiago en 2007. La diferencia fue que, por el mayor control en las estaciones, esto sólo se hacía en los buses. Si en la concepción Hobbesiana el transporte sería simplemente un momento de tránsito entre el lugar privado de la vivienda al lugar privado del trabajo, en la realidad santiaguina el transporte corresponde a muchas horas humanas al día.  Ya no es un espacio vacío, sino que un espacio político donde surgió la resistencia a través de la evasión, y se incubó por más de una década. La revuelta ocurrió en la piel.

por Nicolás Valenzuela Levi

Imagen / Días de indignación, Paulo Slachevsky. Fuente: Flickr.


En el texto a continuación quisiera relevar la necesidad de añadir dos perspectivas a la crisis actual y la posible transición hacia un nuevo régimen en Chile. Ambas están ligadas: la primera tiene que ver con incorporar las críticas a la soberanía hechas por la teoría feminista, y la segunda con asumir una mirada socioindustrial hacia la promesa y concreción de nuevos derechos en un nuevo régimen. Esta necesidad nace de entender de que, aunque el foco de la lucha tiene por cierto que ver con el Estado de Excepción y la materialidad de la soberanía como ejercicio del monopolio legítimo de la violencia, también tiene que ver con la provisión de servicios públicos. A esto se suma que la definición de nuevos derechos implica tanto una mirada hacia los resultados, es decir bienes o servicios requeridos por dichos derechos (i.e. educación gratuita y de calidad, salud universal garantizada, transporte público digno y de calidad), como a los procesos para producirlos.

En primer lugar, aunque es parte fundamental de lo que hay que resolver, el problema de la soberanía a lo Hobbes, Schmitt o Agamben no alcanza a cubrir toda la materialidad que requiere el régimen distinto que se demanda en Chile. Teorías provenientes del feminismo han discutido la posibilidad de construir formas de autoridad y legitimidad sin basarse en la agresión y al miedo, propio de las nociones heteropatriarcales y testosterónicas de la soberanía clásica. La idea Hobbesiana es la preferida de los economistas neoliberales justamente porque se basa en que la justificación primaria de la existencia del Estado es que alguien proteja la propiedad, y por lo tanto haya intercambio y acumulación.

Evidentemente, este aspecto de la soberanía sigue siendo fundamental, y está brillantemente discutido en este medio en la columna “Chile y el fin del Estado de Excepción” de Francisco Ojeda. Sin embargo, es necesario mirar más allá. Podemos utilizar como ejemplo a Loïc Wacquant, quien a su vez utiliza a Pierre Bourdieu para referirse a las manos izquierda y derecha del Estado. Wacquant ya realiza una diferenciación entre lo femenino y masculino – a mi juicio insuficiente – en dos formas de presencia estatal que a su juicio están en constante disputa dentro del propio Estado. Mientras la mano derecha correspondería al lado masculino, y tendría que ver con el área económica, cortes presupuestarios, incentivos fiscales y desregulación, la izquierda correspondería al lado femenino, caracterizado por el gasto social en educación, salud, vivienda, seguridad social y leyes laborales. Frente a esta mirada, la disputa por derechos sociales tendría que ver con modificar la forma del Estado para privilegiar el lado izquierdo-femenino por sobre el derecho-masculino.

Sin embargo, la crítica feminista a la soberanía heteropatriarcal genera una distinción más profunda, que parece atingente para mirar a la situación en Chile. Por ejemplo, Jennifer Nedelsky comentaba en los 90s propuestas ecofeministas, y discutía la imagen del límite como muro que divide la propiedad de la tierra, los países, y que justifica la existencia del aparato militar y policial, planteando que podría sustituirse por el de la piel. En palabras de Nedelsky: “los límites no tienen por qué tener la cualidad de muros que (con nuestra visión orientada hacia la propiedad) ordinariamente asumimos (…) los límites pueden ser gruesos o delgados, sólidos o permeables, fijos o elásticos (…) los límites no son sólo barreras que nos separan sino también puntos de conexión y contacto. La piel humana es quizá la alternativa más llamativa a los muros como imagen de los límites: es permeable, cambia lenta y constantemente  mientras mantiene sus contornos básicos, y es una fuente de conexión sensitiva con el resto del mundo”. Esta imagen de la piel humana resuena con lo que Raewyn Connell, también en los 90s, denominó como un Estado Feminista, que tendría que proveer “una arena de democratización radical de la interacción social”.

La potencia de esta imagen de “la piel en lugar de muros” como sustento de la soberanía en un Estado Feminista resulta tremendamente pertinente si es que miramos el ejemplo de lo que inició el estallido de Octubre de 2019: el transporte público. Es evidente que la idea de “evadir” el pago del transporte público no se inició en esta revuelta, sino que se incubó como una institución informal que articulaba una relación rota entre usuarios y autoridades desde la implementación del Transantiago en 2007. La diferencia fue que, por el mayor control en las estaciones, esto sólo se hacía en los buses. Si en la concepción Hobbesiana el transporte sería simplemente un momento de tránsito entre el lugar privado de la vivienda al lugar privado del trabajo, en la realidad santiaguina el transporte corresponde a muchas horas humanas al día.  Ya no es un espacio vacío, sino que un espacio político donde surgió la resistencia a través de la evasión, y se incubó por más de una década. La revuelta ocurrió en la piel.

Este conflicto reside en el epicentro de la promesa liberal. El problema del ejercicio de la soberanía clásica hay que entenderlo en relación a la promesa de libertad de movimiento e intercambio que supuestamente está en el centro de la “normalidad” en el estado liberal Hobbsiano. Lo que no considera la teoría clásica sobre soberanía son cambios fundamentales ocurridos en la segunda mitad del siglo XX, en un país como Chile. Fue el momento en el que se expandieron las ciudades con desregulación y segregación de los pobres en enormes áreas donde sólo hay viviendas sociales. Por lo tanto, se necesitaron más viajes, y se hicieron más largos, siendo Santiago el ejemplo más extremo. Al mismo tiempo, más mujeres se incorporaron al trabajo remunerado y por lo tanto empezaron a viajar día a día, más jóvenes pasaron a tener que movilizarse por la expansión de la matrícula de educación superior, y creció la cantidad de adultos mayores desplazándose por la ciudad. En esta época además se expandió el parque vehicular, fundamentalmente con acceso masivo a créditos y a importaciones de automóviles desde Asia, y aumentó el precio de los combustibles fósiles. Todos estos factores explican el gasto en transporte de los hogares, que se compone de adquisición de vehículos, operación de éstos, y pago por servicios de transporte. Según datos del INE, en las capitales regionales este gasto es 15,2% del presupuesto de los Hogares, habiendo aumentado un 50% desde mediados de los 80s. Este gasto es una especie de “costo hundido” de las personas para acceder al supuesto ejercicio de la libertad.

Es decir, aunque eventualmente siga siendo necesario el “orden” clásico asociado a los cuerpos militares y de policía, a la soberanía como monopolio de la violencia legítima, y a la libertad entendida como ausencia de agresión gracias a dicho monopolio, falta una presencia adicional del Estado. “Orden” es también la prestación de servicios públicos críticos y permanentes (en ciudades que prácticamente ya no duermen). El anhelo de un orden social distinto y legítimo requiere la coproducción permanente, entre usuarios y el Estado, de servicios como el transporte. En el espacio público de la movilidad cotidiana, la lucha de géneros y clases también se da en el manejo del tiempo, en la prioridad a distintos modos. Quien conduce un automóvil lujoso es parte del mismo sistema circulatorio que los usuarios del transporte público, los ciclistas y los peatones.

Esto se reproduce en otros sectores, en los que la concreción de un “derecho social” ya no puede darse solo por decreto, sino que tiene que implicar la modificación o creación de nuevos servicios públicos. Es así como se vuelve importante la perspectiva socioindustrial. Este  término elabora sobre el concepto del “Complejo Social-Industrial”, planteado por Michael Harrington a fines de los años 60 en los Estados Unidos. Dicho autor, fundador de los Democratic Socialists of America, denunció una dependencia mutua entre los intereses de las políticas sociales y nuevos sectores industriales como parte central de la provisión de derechos sociales propios del New Deal de ese país.  En su descripción, esta dependencia se parecía a la generada por el “complejo militar-industrial”, en relación a una captura del Estado por parte de las empresas que se benefician del aparato bélico. En este caso, estaría sucediendo algo similar con las compañías proveedoras del aparato social. El ámbito más obvio donde el término ha continuado utilizándose es en la salud, y particularmente la industria farmacéutica.

Evidentemente, el conflicto socioindustrial está en el centro de las demandas del pueblo chileno. Sin embargo, lo está de manera principalmente negativa, y reducida a los aspectos de participación pública propios de la primera mitad del siglo XX. Es en el ámbito de la provisión de derechos sociales como salud, educación, o pensiones, donde el modelo Chileno ha extraído directamente renta que ha transferido al sector financiero. Se demanda que eso termine. Sin embargo, temas como el mismo transporte, la salud, el agua, la energía, el internet y el espectro radioeléctrico sobre el que funcionan los medios de comunicación,  corresponden a sistemas socio-técnicos en plena evolución, donde no están tan claros los proyectos alternativos. Aunque en la salud, la educación y las pensiones sigue habiendo un imaginario claro de servicio público estatal, en estos otros ámbitos el encogimiento del Estado neoliberal ha implicado que nos falte imaginación respecto a cómo podríamos coproducirlos de una manera distinta.

Tal vez el ejemplo de un sistema popular alternativo, vivo y resistente, que se visibilizó durante el alzamiento de Octubre, es el de las ferias libres y almacenes de barrio en contraste al del retail como modo de distribución de ítems de consumo básico. Ahí quedaron en evidencia dos formas de producción de un mismo servicio bajo dos modelos alternativos: el popular y el oligárquico. En tiempos de crisis, el pueblo dirigió su resentimiento contra el segundo, y el primero probó estar firme junto a la gente. ¿Por qué? Porque en la feria la sobrevivencia de los vendedores depende de la de los compradores, cosa que no ocurre para Walmart. Si deja de ser rentable el negocio, se van del país. Eso no lo pueden hacer los feriantes.

En resumen, un ámbito de legitimidad y nuevo “orden” en una nueva forma del Estado en Chile no depende sólo del problema del monopolio sobre el uso de la violencia, ni en decretar  nuevos derechos concentrándose en el resultado. También requiere que se provean las condiciones básicas para ejercer la “conexión sensitiva con el resto”, abordada por la crítica feminista a la soberanía estatal, lo cual demanda concentrarse en los procesos de coproducción de nuevos servicios públicos.

Nicolás Valenzuela Levi

Investigador de doctorado en la Universidad de Cambridge.