Ante este escenario, el gobierno tuvo que reformular su accionar y recurrió a los mecanismos que la Concertación desarrolló para desarticular los conflictos sociales. Piñera al menos tomó tres grandes aspectos de ellos: a) realizar anuncios de reforma o de supuesta profundización de agendas como respuesta a las demandas sociales; b) de mantenerse las movilizaciones y adquirir legitimidad, recurrir a un “cambio de gabinete” y ganar tiempo, para así buscar el desgaste de las protestas; c) en paralelo, desarrollar una serie de prácticas que frenaran las movilizaciones, restarles masividad en la calle, aislar a los sectores más beligerantes, criminalizándolos y buscando “policializar” el conflicto.
por José Ponce López
Imagen / Izamiento de la Gran Bandera Nacional. Fuente: Wikimedia.
Como ya distintos analistas han planteado, Chile vive una de sus principales crisis políticas y sociales de su historia, y la más importante de la postdictadura. Esto se ha expresado en multitudinarias protestas que superan 14 días consecutivos. Ellas, sumadas a la carencia de tempranas respuestas del gobierno a las reivindicaciones de las protestas, generó un impasse político-social que ha proyectado las movilizaciones hasta el día de hoy.
La respuesta inicial de Piñera fue la “militarización” del conflicto, sacando a las FF.AA. para imponer el orden, ante una desbordada policía. Luego intentó, inútilmente, frenar las protestas con el anuncio de congelar las alzas del transporte público de Santiago, sin visualizar que el conflicto había integrado distintas demandas político-sociales y la magnitud nacional que había adquirido. Por lo mismo, al mantenerse las protestas, su respuesta fue declarar a Chile en “guerra”. Luego, guardó silencio, esperando que las FF.AA y de orden atenuaran el movimiento. Sin embargo, esto no ocurrió. Al contrario, las personas movilizadas decidieron enfrentar con ollas, palos, piedras y otros artefactos a los militares y carabineros armados. La consecuencia era obvia: miles de personas heridas, violentadas física y sicológicamente, pero con una actitud combativa que no descendió. Es más, la fuerza social alcanzó niveles mayores, desplegándose un paro productivo en algunos sectores laborales y una posterior marcha que movilizó a millones de personas a lo largo del país, teniendo su epicentro en la capital.
Ante este escenario, el gobierno tuvo que reformular su accionar y recurrió a los mecanismos que la Concertación desarrolló para desarticular los conflictos sociales. Piñera al menos tomó tres grandes aspectos de ellos: a) realizar anuncios de reforma o de supuesta profundización de agendas como respuesta a las demandas sociales; b) de mantenerse las movilizaciones y adquirir legitimidad, recurrir a un “cambio de gabinete” y ganar tiempo, para así buscar el desgaste de las protestas; c) en paralelo, desarrollar una serie de prácticas que frenaran las movilizaciones, restarles masividad en la calle, aislar a los sectores más beligerantes, criminalizándolos y buscando “policializar” el conflicto.
En este sentido, en la segunda semana de movilizaciones, el gobierno desplazó su estrategia inicial eminentemente “militarizada” a una que partió con el anuncio de una “agenda social” el 22 de octubre. Esta, en realidad, era un “paquetazo” de medidas que articulaba las propuestas programáticas de Piñera en torno a previsión, salud y trabajo, además de algunas demandas “populares” como la rebaja de la dieta parlamentaria. Pero las propuestas se mantuvieron bajo la lógica de focalización de recursos que ha orientado las políticas del neoliberalismo postdictatorial, diferenciándose mínimamente de las implementadas por la Concertación. Tampoco el gobierno se distanció en la forma para lograr aprobarlas, pues hizo un llamado a la oposición para un “acuerdo” transversal, asumiendo que supuestamente había “escuchado” las demandas de la calle, planteándole a los sectores movilizados que volvieran a sus “casas” y que había llegado el tiempo de los “políticos”. No obstante los intentos de Piñera por apurar este proceso de gestión del conflicto, las movilizaciones llegaron a su climax, tras el paro productivo parcial y las enormes movilizaciones del viernes 25 de octubre. La fuerza social aclaraba que todavía estaba lejos de llegar el tiempo de los “políticos”.
Ahora bien, el gobierno se guardó la segunda carta que ha caracterizado la gestión de conflictos en la postdictadura chilena: el cambio de gabinete. Puesto que el Ejecutivo había anunciado solo unos días antes una supuesta variación en su agenda política, pospuso su renovación ministerial unos días. Durante un fin de semana corrió el rumor de un cambio de gabinete, diciéndose que incluso se integrarían militantes DC a una especie de gobierno de “unidad nacional”. Probablemente evaluando el devenir de las protestas al cumplirse una semana de su desarrollo, Piñera lo retrasó un par de días más. Pero las protestas no decayeron y en algunas regiones, como Valparaíso, incrementaron sus convocatorias. Por lo mismo, al no darse un desgaste sustantivo de las movilizaciones y sin “normalizarse” del todo el país el día lunes, Piñera terminó renovando sus ministerios el martes 28 de octubre. Esto fue doloroso, pues debió sacar a su círculo de hierro de los principales cargos del gabinete, entre ellos su primo y ministro del Interior Andrés Chadwick. A pesar de que este cambio venía anunciándose, tuvo como novedad la instalación de una nueva generación de militantes de derecha, en especial del Partido Evópoli, en los principales cargos de gobierno. Así, Piñera por un lado salvaba de mayores críticas a sus ministros de confianza, tomaba un poco de aire -ante un ambiente que clamaba por su renuncia o acusación constitucional; y, por otro, Evópoli pasaba al frente del gobierno en complejo escenario político, teniendo un duro “bautizo” en el poder Ejecutivo. Todo esto ha llevado a un énfasis gubernamental en un supuesto discurso “reformista” y una pseuda-apertura hacia las movilizaciones sociales “pacíficas”.
En tal sentido, aunque el gobierno parecía “desmilitarizar” el conflicto, en realidad lo “policializaba”. Apremiado por una posible venida de organismos de derechos humanos de la ONU, dada la difusión de centenares atropellos de las FF.AA y Carabineros a los manifestantes, Piñera replegó a los militares del control de las protestas. Así, la policía asumió en toda su magnitud la responsabilidad del orden, desplegándose en las movilizaciones con material antidisturbio más efectivo, además de comenzar una estrategia de detención y represión a dirigentes intermedios de organizaciones sociales. Por lo mismo, si discursivamente el gobierno, por un lado, diferenciaba las movilizaciones “pacíficas” de las más violentas, también ha buscado disolver más rápido a la masa social en las protestas. Además, por otro, se han comenzado a rearticular espacios de inteligencia, yendo a la caza de dirigentes organizados. De tal modo, se ha reforzado el discurso contrario a las protestas más beligerantes, calificándolas como actos “vandálicos” propios de criminales que deben ser juzgados por tribunales. Así, es “criminalizado” parte del movimiento, tal como hiciera la Concertación durante décadas para disolver las organizaciones sociales y políticas que pretendían proyectar las luchas tras los momentos más álgidos de los conflictos.
De tal modo, el gobierno ha trenzado estas dimensiones que sin duda han impactado en el caudal de personas movilizadas. El agotamiento por dos semanas de beligerantes protestas, ha fatigado a sus sectores más activos. Por lo mismo, se han tratado de reformular las estrategias para canalizar o reactivar la fuerza movilizada. Estas han oscilado desde intentos por lograr un “nuevo Pacto social” con el gobierno, particularmente entre los partidos tradicionales de la Concertación (PDC, PR, PPD y PS) y de los más moderados del Frente Amplio (RD, Partido Liberal y un sector de Comunes); mientras que otros han tratado de mantener una ofensiva contra el gobierno con una posible acusación constitucional a Piñera o la más recientes propuesta de un plebiscito que resuelva el camino para una nueva Constitución (PC, Convergencia Social, Humanistas y otros). Además, estos últimos junto a la plataforma Unidad Social han buscado instalar demandas específicas logrables en el corto plazo, pero que vayan al corazón del neoliberalismo (particularmente en lo laboral). Con cierta espontaneidad, aunque con el apoyo de los sectores que apuestan por una Asamblea Constituyente, se han comenzado a desplegar distintos cabildos “autoconvocados” para diversificar las acciones del movimiento. También, se ha vuelto a proponer la realización de un paro productivo de varios sectores laborales “estratégicos”. Algunos actores más radicalizados en la “base” social, han derivado en creer que la salida del conflicto solo se puede alcanzar con la renuncia de Piñera o la realización de una Asamblea Constituyente.
Con todo, vemos que, en la última semana, el conflicto ha transitado hacia una nueva etapa, tanto por el desplazamiento en la estrategia del gobierno, como también “por abajo”, al desplegarse nuevas formas para dinamizar la movilización. Aunque pareciera que el gobierno se acomoda y logra ordenarse tras una apuesta, que al menos le ha dado oxígeno, las fuerzas sociales a pesar de fatigarse y reducir sus acciones más combativas, aún siguen activando por momentos a enormes contingentes humanos y los planteamientos en su entorno no pierden legitimidad. Así, la “normalidad neoliberal” no se instala del todo y sigue la incertidumbre hasta cuándo los actores sociales mantendrán su fuerza y capacidad para presionar al gobierno. El conflicto sigue abierto y Piñera no deja de tambalearse en el poder.
José Ignacio Ponce
Historiador, estudiante del programa de Doctorado en Historia de la Universidad de Santiago (USACH) e integrante de “CLASE. Centro de estudios de la izquierda y la clase trabajadora”.
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