Sobre el nuevo pueblo chileno: esperanzas y desafíos presentes

El enjambre de aparato que fue manoseado durante tantos años, el empleado público que militó en esos partidos pero que no le alcanzó para nada más que comprarse un buen grupón de tanto en tanto; ese sujeto está tan confundido como todos lo estamos. Se debate entre viejos mitos: entre pedir la renuncia a Piñera, como si esto no fuera también contra los demás, y en reponer la imagen de la protesta social de los 80′, como si estuviéramos en la lucha contra Pinochet. Hay muy poca capacidad para encarar la realidad, para ver de frente el descontento, y es lógico en cierta medida, porque la política durante todos estos años se construyó a espaldas de esa sociedad mercantilizada. Pero los mitos son malos consejeros, sean de izquierda o de derecha. No volverán los 80′, no volverá el Sí y el No.

por Víctor Orellana

Imagen / Movilizaciones en Chile, octubre 2019.


Estos últimos días han sido muy esperanzadores, pero nos plantean también enormes desafíos. Trataré de sintetizar algunas ideas.

El descontento es muy grande, es muy significativo para cada persona, pero sobre todo es muy amplio socialmente. Es increíble, pero de Providencia a la Pintana, de Plaza Ñuñoa a Puente Alto, la gente sale a protestar. Lo que diferencia esta expresión de otras anteriores y que fueron muy transversales -2006, 2011- es que ahora, por primera vez, hay una identificación general, hay un “ellos” y un “nosotros”. Los chilenos, los hijos del neoliberalismo, ya no sólo apoyan protestas de otros -movimiento estudiantil, por ejemplo: por servicios que no funcionan ni se limitan a causas puntuales, sino que se sienten globalmente parte de algo y manifiestan un hastío general. Esto ya no es sólo por el metro, es por mucho más. Están, de una parte, los que trabajan, los que se sienten abusados por servicios caros y malos; y están ellos, de otro lado, los que se benefician del trabajo de la gente. Ese “ellos” es difuso, está la clase política, los militares -que no sólo mataron en dictadura, sino que ¡se roban la plata hoy!-, los empresarios que estafan, que cobran el triple de lo que las cosas realmente valen. Hay mucho de la dicotomía pueblo-élite en esto, una polarización social.

Se caen entonces muchos mitos. La legitimidad del mercado se derrumba, la gente se da cuenta que la estafan, que le roban. Sí, es la misma gente que compra en el cyberday, ¿quién no lo hace? La gente compra en el cyberday porque es lo que puede hacer, si da utilidad se usa; si no, no. No hay legitimidad ni encanto en eso, no hay valores de mercado que se respeten, porque todo se ve como corrupto. Sí, se puede protestar y comprar en el cyberday, si no entendemos eso, no entenderemos nada el país en que vivimos. Caen la legitimidad del mercado y de la política, que ya venía cayendo. Cae la Iglesia, caen los militares, los carabineros. No queda casi autoridad legítima parada. Se desconfía de los medios de comunicación. Las portadas de El Mercurio ya no logran configurar el miedo que antes instalaban. Los chilenos son cada vez más conscientes que hay un empresariado que se hizo rico robando su vejez, no “emprendiendo”. La estructura de la sociedad no es legítima, ni justa. La televisión intenta pautear pero no puede, por cada video que muestran en el whatsapp te llega otro con un poco de realidad. Creo que lo que está surgiendo, lo que nace, es la consciencia de un nuevo pueblo. Uso la palabra pueblo porque es eso: la gente por fin se está sintiendo parte de algo. Por eso en los cacerolazos, en la protesta, no vemos gente enojada, a pesar que están enojados por los abusos; vemos gente contenta, saltando, cantando, con la felicidad de sentirse por primera vez parte de una unidad mayor, de una unidad que te da poder. Ahí surge la posibilidad de una nueva política. Al revés, en el miedo, está la fuerza de la regresión.

Es cierto, es una movilización “inorgánica”. No hay una organización social legítima que la represente, es producto de una sociedad de atomización e individualización extrema. Pero no por eso menos movilizada, he ahí la paradoja. Es que es la expresión de un país nuevo. Todos los modelos anteriores dejan de valer como valían. Para la generación de los ochenta los militares en las calles significan una cosa. Para las generaciones actuales, significan otra: no tienen miedo. Tal como las tomas de las escuelas se reinventaron en 2006 y significaron algo distinto, hoy las acciones significan de otro modo. No podemos limitarnos a reponer las distintas significaciones que cada generación hizo de las acciones; al revés, de su base, hay que ver directamente lo que ocurre, sin nostalgias. No volverán los ochenta, pero tampoco volverá el 2011. Una tremenda cuota de creatividad nos mostraron los secundarios: la acción directa para desobedecer. Los derechos no se piden por favor, se ejercen; la sociedad entendió que si los secundarios evadían el pago, dada las condiciones existentes, estaban haciendo algo legítimo.

Como era de esperarse, y profundizando su hundimiento, la política no supo ni sabe responder. El gobierno está sometido a una pugna en la derecha: un sector retardatario y conservador, ligado al empresariado rentista -que ya hace meses viene protestando contra Piñera porque quiere mejores condiciones aún para rentar- está pugnando por una salida autoritaria. Aquí hay un peligro real. Es este sector el que ha convocado la violencia. No nos equivoquemos, no nos confundamos: el estado de emergencia no fue convocado para evitar la violencia, fue convocado para producirla. Ellos quieren transformar la protesta en delincuencia, en saqueo. Han creado las condiciones para ello, desde que han excluido a millones de la sociedad, cuando les han recetado SENAME y cárcel a los más pobres, un sueldo mínimo que no alcanza para vivir, cuando han creado una cultura del winner y del “vivo”, cuando ellos mismos saquean con corbata… ahora prácticamente convocan a que esas condiciones sociales deriven en lumpen. Tienen el apoyo de una prensa servil, que no pone nada de las miles de imágenes que circulan por redes sociales donde se ve, claramente, quién está provocando la violencia. Lo que ellos quieren es hacer que la gente odie a la gente, que la energía se vaya en el pueblo contra sectores del pueblo. Sobre tal base, presionar una derechización del cuadro político, aún mayor a la existente.

El otro sector de la derecha no es que esté contra la militarización -o si está en contra no se atreve a decirlo-, pero tiene la lucidez de darse cuenta que esto no puede resolverse sólo con violencia y manipulación mediática. Se dan cuenta que esas salidas son inefectivas, y quieren, como han planteado Ossandón y otros, sumarse a esto y conducirlo a algún tipo de populismo de derecha. Piñera ha estado tratando de lograr síntesis entre ambas presiones, y es difícil saber cuál se impondrá. El riesgo de una salida autoritaria es real.

Del lado de las fuerzas de la vieja Concertación, la descomposición es total. El segmento que ya antes había empezado a meterse al gobierno, ese de la tecnocracia que se acomodó y capitalizó en el mercado de los servicios públicos, de los servicios caros y malos contra los que hoy cacerolea la gente. Ellos ya están llamando al orden. Avalan la presencia militar. Son casi una prolongación de la derecha, lo vienen siendo hace tiempo. No es que sea “la DC”, es un grupo transversal que si está identificado con algo, es con posiciones convenientes a la tecnocracia y mercados de esos que ellos mismos construyeron. Son los tecnócratas de los “paneles de expertos”, que cuidan su lugar en la cota-mil.

El enjambre de aparato que fue manoseado durante tantos años, el empleado público que militó en esos partidos pero que no le alcanzó para nada más que comprarse un buen grupón de tanto en tanto; ese sujeto está tan confundido como lo estamos todos. Se debate entre viejos mitos: entre pedir la renuncia a Piñera, como si esto no fuera también contra los demás, y en reponer la imagen de la protesta social de los ochenta, como si estuviéramos en la lucha contra Pinochet. Hay muy poca capacidad para encarar la realidad, para ver de frente el descontento, y es lógico en cierta medida, porque la política durante todos estos años se construyó a espaldas de esa sociedad mercantilizada. Pero los mitos son malos consejeros, sean de izquierda o de derecha. No volverán los ochenta, no volverá el Sí y el No.

El desafío tremendo es para las nuevas fuerzas. La realidad en su porfía ha demostrado que, si se quieren constituir definitivamente nuevas fuerzas políticas de cambio, no pueden reducirse a reemplazar a la agónica Concertación en el también agónico padrón electoral. Que no se trata de administrar con un conjunto de políticas públicas parciales, la inercia que venía del ciclo anterior, ni simplemente copar el Estado por copar el Estado. La sociedad no se iba a quedar callada tras 2011. Hoy sigue manifestándose: el feminismo, las AFP, la lucha contra el agua y ahora este estallido.

Esto parece claro, pero no lo es. Como un puro coro, a pesar de su descomposición, la vieja política marca un camino: que el movimiento popular legítimo termine. Con militares o golpes de efecto, contentos o tristes, como sea; quieren que acabe rápido como posibilidad de cambio porque están asustados. Si las nuevas fuerzas, por el argumento que sea, se ponen en disposición de acabar con el movimiento sin lograr nada, como si hubiera sido un exabrupto que interrumpía su calendario electoral, o si las nuevas fuerzas se ponen ansiosas tratando de procesarlo rápidamente por la vía tecnocrática o con simbolismos insustanciales, por el miedo a ser apuntadas en el “que se vayan todos”; si eso es así, serán parte del pacto de la transición que se hunde, y que supuestamente debían superar.

Al revés, desde una perspectiva de cambio el problema es lo contrario: cómo hacer que el movimiento siga y se proyecte, que escale en sus demandas. Sólo articulación política que genere soluciones, junto con el movimiento y no contra él, es lo que permitirá enfrentar la posibilidad de salida autoritaria. Para tal fin el movimiento debe protegerse, estar alerta para no ser manipulado por la trampa de la violencia. Pero eso para seguir avanzando, para escalar y crecer en su profundidad y alcances ¡no para ahogarse en nada! El fin del alza, por pequeña que sea, ha demostrado a la gente que es poderosa. Esto no se va a detener aquí.

Es difícil saber hacia dónde va todo. Pero al menos una cosa es cierta: la sociedad chilena debe ser reinventada. Hay que de verdad pensar cómo cambiarla. Cómo sacar a las AFP, cómo desmercantilizar la educación. Es un proceso muy complejo, que no tiene atajos. La descomposición de la política lleva a centrar esfuerzos en proyecciones electorales de corto alcance; en el campo intelectual, lleva a cuidar carreras muy especializadas y tecnocratizadas; y en el plano social, lleva al corporativismo. Muchas inercias que impiden apuntar a lo esencial. Ese proyecto de superación del neoliberalismo, que no existe, se vuelve hoy urgente. Sin proyecto, no podemos dar respuesta a la situación actual. Y el tiempo corre. Pueden surgir nuevos liderazgos autoritarios que aprovechen la situación. Kast guarda silencio, tal vez esperando una situación de mayor angustia; ya no se responde a eso con las inercias de ayer. Es un momento de mucha esperanza, pero también de mucha incertidumbre. Ese proyecto debe saber dialogar con el individuo real, con la sociedad chilena que realmente existe. Imaginar más libertad y autonomía personal, no menos. Emerge un país desobediente, y qué bueno que sea así, un país que ya no se asusta con los apellidos vinosos. ¿Estaremos a tono con ese nuevo Chile? ¿Se podrá construir en el seno de ese Chile una alternativa de cambio democrático y liberadora? Sólo la historia lo dirá. El resultado, como la vida, no está garantizado.

Víctor Orellana

Sociólogo, candidato a Doctor en Sociología por la U. de Chile, investigador asistente del CIAE en esa misma universidad y director de Fundación Nodo XXI.