No tengo ganas, ni razones para buscar la cita bíblica o académica que intente racionalizar el odio. Hacer esto sería encadenar el sentir. Ponerlo dentro de una jaula para observarlo como si se tratase de una bestia desconocida o salvaje -que por cierto también lo es, pero que de hacer un ejercicio semejante involucraría templar y/o socavar la naturaleza del mismo. Es decir, no mires tu odio, solo gózalo y déjalo en paz. Puedes darle un marco o acotarlo para que te deje descansar, como yo, ahora.
por Rodrigo Gahona O.
Imagen / John Cusack durante la filmación de High Fidelity, 1999. Fuente: Flickr.
En 1995 Nick Hornby publicó “High Fidelity” que después en el año 2000, de la mano de Stephen Frears se transformó en una película de segundo orden, con una banda sonora notable (hallazgos de Stereolab y The Beta Band). En donde un atribulado Rob Gordon (John Cusack) vivía la separación de Laura. Parte de él tenía una manía con transformar en índice partes de su vida, para esto componía todo tipo de listas posibles. Estaban la lista de las mejores 5 canciones para rompimiento, lista de las mejores 5 novias, lista de los mejores 5 trabajos soñados (bella y sabía -si caben los adjetivos- cronología para elegir cuando ser periodista en la Rolling Stone o productor musical del sello Motown). Todas las listas de Hornby-Gordon, todas las de Gordon-Cusack llevan implícito el amor como marco de contenido y razón para idearlas. Pues bien, a mí el amor en esos términos me importa un carajo. Un jodido vello en el último lugar de mis bolas. Nada. El amor ideologizado para consumo masivo enloda una buena película, un buen libro, una buena lectura. Rob Gordon no provoca más que una ternura infantil. Su ensoñada ira contra Ian es una párvula imagen con más miedo que odio. El sabio Jim Morrison dijo alguna vez que el odio es un sentimiento menospreciado. Yo le creo al viejo Jimbo, creo a pie juntillas que la rabia te puede mantener vivo, que, a través de una especie de alerta permanente, te hace más creativo, más culto y porque no decirlo, un pelín, un poco más inteligente o al menos te destraba cierta capacidad de análisis condenada al subterráneo de la actitud positiva y esperanzadora. A veces no hay espacios para nada que tenga que ver con querer. No es sobrehumano amar, es lo normal, es parte del manual para lo que estamos hechos. Odiar es lo distinto, odiar en grandes cantidades genera incluso un esfuerzo físico, esto porque controlar el sentimiento conlleva una contención emocional mayor, la corte social juzga el acto de odio (no escribo de crímenes o ese tipo de miserias) como si ese sentimiento fuera ajeno a la humanidad, cuando es justamente lo contrario. “Dr Banner, sería muy bueno que ahora empiece a enojarse. Ese es mi secreto capitán, siempre estoy enojado” es un dialogo entre Capitán América y Hulk, que suena y se lee en The Avengers. Odiar es autocontención, es domar al Hyde de Stevenson para que no se arrebate, aunque siempre con la posibilidad concreta de dejarlo libre.
No tengo ganas, ni razones para buscar la cita bíblica o académica que intente racionalizar el odio. Hacer esto sería encadenar el sentir. Ponerlo dentro de una jaula para observarlo como si se tratase de una bestia desconocida o salvaje -que por cierto también lo es, pero que de hacer un ejercicio semejante involucraría templar y/o socavar la naturaleza del mismo. Es decir, no mires tu odio, solo gózalo y déjalo en paz. Puedes darle un marco o acotarlo para que te deje descansar, como yo, ahora. Existe esa ausencia de odio, tanto en el libro como en la película. Hornby debió escribir en su libro un listado sobre el por qué Roby (nuestro little Roby) debía mandar al carajo a Laura. O a Ian o al gordo Barry (Jack Black) o a la idiota Charlie o a la imbécil de mierda maníaco-depresiva o los punkis que robaban discos o a la hermana entrometida (no crean que es una mala película, porque no lo es), lo cierto es que no lo hizo. No le puso una sola gota de oscuridad al nostálgico Rob Gordon, lo dejó así, semi-inmaculado, ofrecido como ciervo al sacrificio del amor por una bonita mujer.
Entonces, entonces, hay que inventarse una propia lista según los patrones de Nick y Roby, pero a la inversa. Aquí les va, Cinco razones para odiar, en orden ascendente:
1_ La conceptualización; Aquí hay ciertas sutilezas. Si bien sirve conceptualizar porque permite ahorrar tiempo y palabras, el uso excesivo y en las actividades en que por su propia naturaleza son ajenas a la rumia conceptual, debería a lo menos repensarse su uso. Alguna vez se oyó a Bielsa gritarle a Gallardo: “que la oferta del balón venga por el medio” en un partido de la selección Argentina. No dijo “que la pelota corra por el medio”, “tírala por el centro” o algo similar, Dijo “que la oferta del balón venga por el medio”, lo dijo en un partido, no en un entrenamiento. Lo dijo en una cancha con miles de personas ahí y un par de millones mirando por la pantalla. Ahí en donde cuentan las milésimas de segundos y en donde el diálogo debe desarrollarse en el mínimo de palabras y en la forma más simple, Bielsa grita: “oferta del balón”. Si eso no busca sobre conceptualizar lo simple no sé qué podría serlo. El tema es que busca esa conceptualización, ejemplificada aquí en Bielsa ¿Qué razón existe para complejizar lo simple? Porqué ha de aislar un método desde la palabra o el discurso y no desde el método en sí ¿Qué dice Bielsa cuando dice lo que dijo? Pareciera que su instrucción fuera dirigida a un niño indefenso, desde un superior jerárquico bonachón que lee en este acto la doble función de ordenar e instruir. O puede ser que con este tipo de discursivas el sabio argentino pretenda darle a la práctica del fútbol un ambiente menos bárbaro, menos básico, menos pobre y más elitizado, ¿sirve?, ¿sirvió? No lo sabemos, habría que ir con Diego Borinski (periodista argentino y biógrafo del muñeco) para saberlo. Lo concreto, es que todo esto es innecesario, un gesto fruncido, un intento fútil y pretencioso que intenta alejar a la pelota de su propia naturaleza. Los 2 juegan de 2 y los 4 de 4, la pelota al de tu misma camiseta y que la dirección del juego sea siempre hacia adelante. El resto solo engrosa tu lista odiosa. El ejemplo es usable a todo ámbito, a la tecnificación excesiva también. A esa necesidad ajilada de construir guetos desde parcelas palabreras con el único fin de cercar el saber, de llevar la construcción del conocimiento por caminos sinuosos y enlodados falsa y torpemente.
2_ La Fauna; Definida como el tumulto heterogéneo que se convoca en un mismo espacio territorial y que lucha por el poder (cualquier tipo de poder) dentro de ese mismo territorio. La fauna es la animalidad humana que se aferra a una identidad tan profunda como efímera. A la fauna pertenecen “Partisanos” de Curicó, “Maoistas” de Potrerillos, “Trotskistas-Stalinistas” del Cáucaso chillanejo, “otakus”, “pokemones” y otras y varios grupúsculos ínfimos que necesitan de unirse y aislarse a la misma vez y en un mismo acto temporal. Denme una razón, racional o fisiológica, que no justifique parir un odio en su contra y a toda su inacción programada. No es un odio estético o a sus estéticas, es a su propuesta de inmovilidad eterna. Entiendo la necesidad de sentirse parte de algo (cualquier cosa, pero que sea algo) pero que ese algo solo tenga como fin mirarse las poleras, recitarse “bakunineadas” a viva voz, admirarse los peinados, no dista mucho -en términos de diferenciación- de juntarse en una plaza a tomar. Y es más, creo que en este último acto hay más veracidad, belleza y clase que sentarse en círculos a repetirse verdades férreas sobre deberes y ataduras maniqueas.
3_ Mercantilización o esa salvaje idea de transaccionar el aire. La imagen fetiche de tipos lanzando dinero a los pies de otros, para que estos otros sigan órdenes al tiempo que recogen los billetes. Esa imagen vulgar es testimonio fiel de una época de mercantilización suprema. Estamos a merced de una era en la que muchos parecieran querer la sumisión total de las capas medias e inferiores a través del ejercicio transaccional. Houellebecq ficciona la sumisión (en su novela del mismo nombre) mediante el control cultural-político del Islam hacia occidente, en Francia específicamente. Pero la realidad más pura obvia el asunto milenario de una cultura como el islam, en pro de la mayor vulgaridad existente, el dinero. Que tu existencia esté ligada a la plata es perverso, aparte de rasca e involucra un margen bárbaro de dominio. Ignorar la incubación de un odio hacia la metalización de tu vida es ir en contra la propia humanidad. De algún modo, todos tenemos a un Jordan Belfort, un lobito charcha de Sanhattan, lanzándonos billetes desde un yate. Existe aceptación de esa conducta. Hay ternura en no cuestionarla y un menosprecio hacia el ser humano en no condenarla y combatirla. La plata es algo que –conceptualmente- carece de todo valor. Odia el dinero por favor o disparate en la cabeza.
4_Progresismidad o el imperio dérmico ¿habrá que explicar esto? la voluntad de la espiritualidad en función de un viaje personal hacia una nubosa realidad cumular en donde todo flota y se mueve en el aire y en donde la vida funciona al ritmo de Brian Eno. Allí donde la voluntad política siempre se dirige hacia un centro consensuado y superfluo para no dañar la integridad de nadie que asome un pie sobre la tierra. Vidas superpuestas y en un orden sideral en donde ninguna se daña por la existencia de la otra. Toda esta perspectiva choca brutalmente con quienes hemos hecho de la trinchera nuestro querido hogar. No se trata de pisotear (aunque el corazón dicte que en determinadas circunstancias sea necesario) a siniestras y diestras. Se trata de no omitir el absoluto control que se ejerce sobre nosotros y que determina toda la relacionabilidad de tu vida. Hay que asumir trincheras, agarrar palas y picotas y cavar y resistir con uñas y tierra en ellas y avanzar tocando pieles y sensiblerías ajenas y cercanas.
5_Odio de clase, mi odio personal, mi odio más querido. El que diariamente cultivo cual flor en el jardín. El que no se somete a nada, el que representa una totalidad sin fin. ¿Qué odiamos cuando odiamos a la clase dominante? pues todo o, más integralmente, en cómo se plantean las relaciones y la asimetría de estas entre las clases, más específicamente entre quienes someten y yo y nosotros y todos. Hay un peso negrero en el discurso dominante, hay un valor en decirnos y tratarnos como subespecie. Hay un doble dolor en quienes asumen normalizadamente y corresponden este trato y lo recrean en otras relaciones menores. Esa cascada repugnante es quizá el proto-odio o el odio más puro. Allí donde te conviertes en uno de ellos sin serlo, sin tener peso en el entramado social para serlo. Allí en donde sucumbes y reproduces la relacionabilidad subalterna en otros, es donde nos sometemos y fundamos la derrota. Lo peor es que no es una derrota pasajera, es la derrota histórica. La de no generar un contrapeso al dominio de la hegemonía eterna e infinita. Como no odiar. El odio al ruciaje pedante, a los controladores fantasmales y los operadores gordos de masticar dignidades ajenas, ese odio es axioma. Es sangre y vendaval y también cruz, también karma y peso en el aire. El odio de clase es abrigo en la eterna noche.
Supongo, que plantearse una lista acotada de odio es un ejercicio gigante y fino a la vez. Es la sutileza con la que Hornby-Gordon-Cusak compone el playlist que le entregará a la periodista. Tiene que condensar sin apabullar, tiene que ser variada no sincrética. Debe poseer un hilo conductor. Nuestro Little Roby pareciera no tener el temple para odiar. Parece que Hornby tampoco. Quizás era el giro que le faltó a la novela para ser mejor. Meterle una pateadura a Ian, despedir a los esbirros de la tienda de discos. Ponerle un portazo a Laura cuando muere el padre. No habría falta de humanidad en ninguno de esos actos. Habría una sinceridad salvaje al amor propio. Algo de amor propio tiene el supremo acto de odiar.