La libertad de elegir prometida por el gobierno es una ilusión que esconde el verdadero objetivo de la reforma: ofrecer al empresario un amplio abanico de cláusulas tipo que éste podrá imponer a su antojo a los trabajadores según los intereses de su negocio. Así, los derechos de los trabajadores quedan nuevamente subordinados a las variaciones del mercado y al mayor beneficio empresarial, negando al trabajador su calidad de sujeto de derechos y tratándolo como un factor productivo más dentro de la empresa.
por Pablo Delgado
Imagen / Trabajadores del mercado central. Fuente: Pxhere.
La reciente “Modernización Laboral” anunciada por el gobierno busca introducir mayores niveles de flexibilidad laboral en las relaciones de trabajo. En concreto, propone introducir la posibilidad de que empresarios y trabajadores pacten una serie de cláusulas para modificar horarios de entrada y salida, distribución de jornada, remuneración de horas extraordinarias y una serie de materias ya reguladas como derechos mínimos por el Código del Trabajo.
El ejecutivo, a través del ministro Monckeberg, se ha desplegado profusamente en los medios de comunicación para difundir su propuesta. Su argumento central es el supuesto beneficio que la flexibilidad traería a los trabajadores y trabajadoras, con consignas como la “libertad de elegir”, el “adaptarse a las necesidades de cada uno” y la posibilidad de “conciliar trabajo y familia”. Su principal promesa, que los trabajadores y trabajadoras podrán gozar de jornadas flexibles para realizar actividades no remuneradas y disfrutar su tiempo libre.
Pero lo que el ministro deliberadamente omite son las condiciones en que se darían estas supuestas negociaciones. El marcado desequilibrio entre capital y trabajo que caracteriza al orden laboral chileno hace extremadamente difícil, sino imposible, que un trabajador individualmente considerado pueda negociar con su empleador el contenido de su contrato de trabajo. La idea de que cada uno podrá pactar sus condiciones laborales y la jornada que más le convenga está tan alejado de la realidad como pensar que un consumidor podrá negociar con su proveedor de internet o de agua potable las condiciones del servicio. Es precisamente a partir del reconocimiento de este desequilibrio que la legislación laboral establece pisos mínimos irrenunciables para toda relación laboral, como el sueldo mínimo, las horas de descanso, el límite de horas extra, el tiempo de colación y otras que con esta reforma quedarán al arbitrio del empresario.
La libertad de elegir prometida por el gobierno es una ilusión que esconde el verdadero objetivo de la reforma: ofrecer al empresario un amplio abanico de cláusulas tipo que éste podrá imponer a su antojo a los trabajadores según los intereses de su negocio. Así, los derechos de los trabajadores quedan nuevamente subordinados a las variaciones del mercado y al mayor beneficio empresarial, negando al trabajador su calidad de sujeto de derechos y tratándolo como un factor productivo más dentro de la empresa.
El desamparo en el que quedan los trabajadores y trabajadoras frente a esta propuesta debe entenderse en el contexto del orden laboral chileno, que suscita un férreo consenso en las élites políticas y empresariales. Al mismo tiempo que se intenta profundizar la desregulación de las relaciones individuales de trabajo, se mantienen intactas las restricciones existentes en materia colectiva profundizadas por la pasada administración Bachelet, cuya reforma laboral curiosamente también fue llamada “modernización”. Dicha reforma elevó los requisitos que los trabajadores debe cumplir para constituir sindicatos, negociar colectivamente y ejercer el derecho a huelga, dejando a los sindicatos en una peor posición para enfrentar la actual oleada de precarización y flexibilización.
Como ha sido planteado, el proyecto del gobierno no es más que una ofensiva empresarial en contra de la mayoría de la población que vive de su trabajo. En lugar de abrir una discusión sustantiva sobre la extensión de la jornada laboral y la posibilidad de conciliar trabajo y tiempo libre, el ministro Monckeberg ha privilegiado un despliegue comunicacional basado en consignas que terminan caricaturizando la discusión de fondo. Sólo a través del reconocimiento político de los trabajadores y trabajadoras como un actor capaz de dialogar sobre las condiciones de trabajo y el modelo productivo, será posible avanzar en modificaciones a la jornada laboral que vayan en beneficio de las mayorías. Es de esperar que el movimiento de trabajadores y las fuerzas políticas comprometidas con quienes vivimos de nuestro trabajo, contribuyan a frenar esta arremetida y a propiciar nuevos términos de la conversación donde los derechos de los trabajadores y trabajadoras, y no las utilidades de las empresas, estén en el centro del debate.
Pablo Delgado
Abogado, estudiante de historia y parte del Frente de Trabajadores de Comunes.