En la España de 2019 coexisten, entonces, dos mundos paralelos y virtuales. Por un lado, una Catalunya dominada por un independentismo supremacista y totalitario, que aprovecha su control del Gobierno autonómico para perseguir a los disidentes y lavar el cerebro a la población; y, por otro lado, una España inquisitorial y cuasi-franquista, empecinada en destruir Catalunya y encarcelar a los dirigentes independentistas por sus ideas y voluntad democrática. Poco importa que estas caricaturas no tengan prácticamente ningún asidero en la realidad, ya que los hechos han dejado de importar. La política se ha transformado en un ejercicio de construcción de enemigos —sean los catalanes, los españoles, los inmigrantes o el feminismo—, para utilizarles como un mito movilizador del electorado. De este modo, no sólo se está dando carta de naturaleza a los instintos más bajos y egoístas de la ciudadanía, sino que también se han desterrado las políticas concretas del debate público, desarticulando, en consecuencia, la identificación de los electores con el tradicional eje izquierda-derecha.
por Juan Cristóbal Marinello.
Imagen / manifestación catalanista, 11 de septiembre de 2018. Fuente: Wikipedia.
Entre septiembre y octubre de 2017, en Catalunya se vivió una situación inédita en la historia reciente de Europa occidental. Un movimiento independentista amplio y transversal organizó un referéndum amparado en una legalidad paralela, cuyo objetivo era proclamar de forma unilateral una república catalana independiente de España. En otras palabras, una revolución política en pleno siglo XXI. Los hechos ligados a la celebración del referéndum del 1º de Octubre de 2017 son de sobra conocidos: la violencia policial, la suspendida declaración de independencia, la detención o fuga de los miembros del Gobierno catalán (Generalitat), y la intervención de la autonomía. Por este motivo, en el presente artículo me centraré más bien en reflexionar sobre lo sucedido en los últimos meses, con el objetivo de comprender el porqué, tras la fractura social aparentemente irreparable que había significado el referéndum, hoy en día se hace difícil imaginar un proyecto realista de independencia para Catalunya en el corto y mediano plazo.
Durante el último año y medio, la cuestión catalana ha estado dominada por la problemática de los presos políticos y los exiliados (o “políticos presos” y “fugados”, según las versiones). Las largas detenciones de la mayoría del gobierno catalán y de dos líderes de la sociedad civil (Jordi Cuixart y Jordi Sànchez) han representado un trauma colectivo para gran parte de la sociedad catalana, la cual, tras vivir en sus carnes la brutalidad policial, ha descubierto también el cinismo y la arbitrariedad de los jueces, la inhumanidad del sistema carcelario y la crueldad de la prisión preventiva.
La respuesta ha sido un amplio movimiento de solidaridad con los presos que ha monopolizado la atención del independentismo, asumiendo como emblema el lazo amarillo. Estos lazos han inundado el paisaje catalán, abriendo una particular pugna contra grupos radicales dedicados a retirarlos y, especialmente, contra el Estado español, originando situaciones esperpénticas como la requisición de poleras amarillas al público durante la última final de la Copa del Rey. Ahora bien, esta batalla por los lazos amarillos es un claro indicador de que la cuestión catalana ha abandonado —al menos de momento— la órbita de la política real para transformarse en una lucha principalmente simbólica.
De todas formas, comienza a hacerse evidente que desde un principio el procés independentista catalán fue un proyecto virtual. Al menos eso es lo que han declarado buena parte de los dirigentes procesados en el juicio iniciado el 12 de febrero último, y que ha contribuido a situar de nuevo la cuestión catalana al centro de la atención informativa. De este modo, los principales pasos adoptados hacia la declaración de independencia habrían sido meramente simbólicos, y nunca se consideró seriamente llevarlos a la práctica de forma unilateral. A pesar de que el contexto del juicio y las estrategias de defensa condicionan estos testimonios, lo cierto es que reflejan con exactitud los esfuerzos realizados por el Gobierno catalán para hacer efectiva la declaración de independencia de octubre de 2017, es decir, ninguno. En definitiva, un enorme bluff por parte de la dirigencia del movimiento independista, que sólo fue considerado como real por la mitad de la sociedad catalana que votó en el referéndum y por la derecha.
El problema de este bluff fue que el interlocutor del independentismo, el Gobierno del Partido Popular (PP), era incapaz de ofrecer una respuesta satisfactoria a sus reivindicaciones, tanto por el talante de sus líderes como por su propio ADN político, profundamente españolista y anticatalán. Para justificar su inacción, el PP se atrincheró detrás de la Constitución y los Tribunales, abriendo el camino a una judicialización del conflicto que se ha convertido en una barrera infranqueable para reabrir las negociaciones tras la llegada al poder de Pedro Sánchez en junio de 2018. Hay que señalar que, dada la falta de un tipo penal adecuado para perseguir las acciones del independentismo, los jueces instructores recuperaron dos figuras de una enorme gravedad, la rebelión y la sedición, cuyas penas pueden llegar hasta los 25 años de cárcel. Estos delitos, de claro sabor decimonónico, se sustentan en la presencia de un nivel elevadísimo de violencia, correspondiente a un alzamiento armado o a un motín popular, es decir, lo opuesto al siempre pacifista movimiento independentista catalán.
Los esfuerzos por parte de la fiscalía para transformar un puñado de hechos semi-violentos aislados en una rebelión (como la vandalización de algunos vehículos de la Guardia Civil), resultarían cómicos de no ser por la magnitud de las penas a que se enfrentan los acusados. Además, está situación ha tenido graves consecuencias ya que ha contribuido a radicalizar el lenguaje de la política española. Los sectores políticos y mediáticos que consideran necesario un castigo penal para los dirigentes independentistas, han llevado adelante un ejercicio retórico constante de manipulación y exageración con el objetivo de construir una realidad ficticia en la que el referéndum del 1º de octubre se trasformaría en un intento de golpe de Estado violento y potencialmente armado, debido al supuesto apoyo de los Mossos d’Esquadra (la policía autonómica catalana).
La desproporcionalidad de la represión cogió al movimiento independentista desprevenido, fulminando cualquier capacidad de reacción y sumiéndole en una parálisis casi total. La exageración de las penas solicitadas y del relato de la fiscalía han hecho imposible, de momento, un debate abierto y honesto en el seno del independentismo sobre lo sucedido en 2017 y, en particular, con respecto a lo que a todas luces fue un sistemático engaño por parte de sus dirigentes durante años. El descabezamiento del independentismo ha significado también la incapacidad de elaborar una nueva hoja de ruta. La desorientación de los dirigentes y las bases independentistas es innegable; sin embargo, la situación de los presos ha permitido esconderla, justificando así un paréntesis de inacción hasta la resolución del juicio. Sin embargo, tras la sentencia el movimiento independentista se verá obligado a tomar una vez más la iniciativa si no quiere desaparecer, aunque la situación política española actual es muy diferente a la de 2017.
El desafío del referéndum provocó una reacción españolista en Catalunya y el resto de España, que resquebrajó la hegemonía prácticamente total que había gozado el independentismo hasta entonces. Las pulsiones revanchistas de amplios sectores de la sociedad española han sido capitalizadas fundamentalmente por las derechas, contribuyendo a desplazar en esa dirección el eje político. En un comienzo, el principal beneficiado fue Ciudadanos, cuya plataforma se centra casi exclusivamente en combatir los nacionalismos periféricos; pero esta reacción también sentó las bases para la irrupción de la extrema derecha de Vox, un fenómeno mundial del que España parecía haberse librado a pesar de la dureza de la crisis. Por el contrario, el PSOE y Podemos, partidarios de abrir (o al menos escenificar) un diálogo con el independentismo, se han visto sobrepasados por la virulencia e histerismo de las derechas, decididas a desalojar a Pedro Sánchez y acabar con los independentistas por los medios que sea necesario.
La hipérbole ha invadido el debate público español, y se ha transformado en la norma del lenguaje político. La necesidad de construir un relato violento para justificar la represión del independentismo ha roto los frenos inhibitorios en la retórica utilizada por las derechas. Siguiendo una lógica similar a la de las fake news, estos partidos han descubierto que resulta mucho más sencillo y efectivo construir un discurso que alinee la realidad a los prejuicios de los votantes, en vez de intentar convencerlos a través de argumentos racionales. De este modo, los independentistas catalanes han pasado a ser golpistas, supremacistas, nazis y proetarras, mientras que los tímidos intentos de diálogo entre la Generalitat y el Gobierno de Pedro Sánchez han sido tildados de “traición a la patria” y “felonía”.
La prensa y la televisión han contribuido en forma decisiva al auge de este nuevo lenguaje, que no resulta exagerado tildar de “guerracivilista”. Recientemente, se ha hablado tanto de posverdad que la constante manipulación de los medios tradicionales ha caído un poco en el olvido. Ahora bien, el tratamiento del procés catalán por parte de los medios españoles, tanto conservadores como progresistas (con honrosas excepciones), ha traspasado todos los límites deontológicos, derivando en propaganda pura y dura. Al respecto, es necesario señalar que una de las tesis favoritas de los sectores unionistas para explicar la masividad del independentismo es la idea de una “sociedad abducida” por los dirigentes catalanistas, gracias a su control de la educación y, en particular, de la televisión autonómica TV3. Al parecer, asumiendo en forma consciente o inconsciente esta tesis, los medios de comunicación españoles han considerado que la situación era lo suficientemente grave como para responder con las mismas armas. En la actualidad, crear la realidad se ha vuelto más importante que informar sobre ella, y ya no es necesario ni siquiera aparentar objetividad o profesionalismo.
En la España de 2019 coexisten, entonces, dos mundos paralelos y virtuales. Por un lado, una Catalunya dominada por un independentismo supremacista y totalitario, que aprovecha su control del Gobierno autonómico para perseguir a los disidentes y lavar el cerebro a la población; y, por otro lado, una España inquisitorial y cuasi-franquista, empecinada en destruir Catalunya y encarcelar a los dirigentes independentistas por sus ideas y voluntad democrática. Poco importa que estas caricaturas no tengan prácticamente ningún asidero en la realidad, ya que los hechos han dejado de importar. La política se ha transformado en un ejercicio de construcción de enemigos —sean los catalanes, los españoles, los inmigrantes o el feminismo—, para utilizarles como un mito movilizador del electorado. De este modo, no sólo se está dando carta de naturaleza a los instintos más bajos y egoístas de la ciudadanía, sino que también se han desterrado las políticas concretas del debate público, desarticulando, en consecuencia, la identificación de los electores con el tradicional eje izquierda-derecha.
El próximo ciclo electoral que se desarrollará entre abril y mayo (generales, municipales y europeas), se presenta como un punto de inflexión crucial para el futuro de España y Catalunya. Ante la compleja aritmética electoral y las incompatibilidades entre partidos, es tan probable reeditar un Gobierno del PSOE con el apoyo de Podemos y los nacionalismos periféricos, como un frente único de las tres derechas. Debido a la falta de fiabilidad de las encuestas durante los últimos años es difícil hacer predicciones, aunque los sondeos coinciden en señalar dos tendencias muy preocupantes: la irrupción de Vox y la caída de Podemos. Alejarse de los principales partidos situaría a Podemos en una situación sumamente incómoda, reduciendo sus opciones a convertirse en muleta del PSOE o facilitar el acceso al poder de la derecha. Una posición en que ya se vio con anterioridad Izquierda Unida, y que le llevó al borde del extraparlamentarismo en los años de Zapatero. Si además de un mal resultado en las generales se pierden las alcaldías de referencia, como Madrid y Barcelona, el proyecto original de Podemos y el ciclo iniciado con el movimiento del 15-M se podrían dar como finiquitados en forma definitiva.
El independentismo catalán, dividido y falto de proyecto político, está más pendiente del veredicto del juicio que del resultado de las elecciones, si bien las derechas han amenazado abiertamente con intervenir las instituciones autonómicas en caso de acceder al Gobierno. Lo cierto es que el independentismo se ha quedado sin una alternativa creíble que ofrecer a la sociedad catalana: la vía unilateral de sus dirigentes se ha revelado un bluff, y la negociada nunca incluirá un referéndum en el contexto actual. De este modo, lo único que les queda es estirar lo más posible el llamado “procesismo”, una serie de gestos simbólicos —tan vacíos como ineficaces— para dar la sensación de seguir avanzando. Una cortina de humo que sólo seguirá siendo posible hasta que el desencanto de los electores les prive de la mayoría en el parlamento catalán.
En síntesis, tanto la izquierda española como el independentismo catalán viven hoy en día un momento extremadamente duro y peligroso, caracterizado por el agotamiento de un proyecto sin que se vea la posibilidad de construir otro. Desde mi punto de vista, la única salida es una alianza de largo recorrido entre ambos movimientos, enfocada en un proyecto constituyente republicano que tenga como eje los derechos sociales y nacionales, con el objetivo de sumar al resto de los nacionalismos periféricos y arrastrar a la izquierda del PSOE. Un proyecto que asuma un modelo territorial confederal, en el que se garantice a las nacionalidades históricas un estatus adecuado a sus aspiraciones, además de incluir la celebración de un referéndum de independencia tras un período razonable de tiempo. Un proyecto de este tipo sería, con toda seguridad, largo y difícil de realizar, pero es el único capaz de sustentar un frente unitario de los opositores al régimen del ’78, en vez de la suicida división de fuerzas actual. Por una parte, abriría la posibilidad de llevar adelante trasformaciones políticas y sociales profundas, y, por otra, ofrecería a Catalunya (y el resto de las nacionalidades históricas) tanto la posibilidad de irse como razones para quedarse. Lamentablemente, en un momento en que nos cuesta acordarnos del “tema candente” de actualidad sobre el que discutimos con pasión la semana pasada, resulta cada vez más utópico pensar en la elaboración de proyectos estratégicos de larga duración que trasciendan la contingencia electoral.
Juan Cristóbal Marinello
Historiador, Doctor en Historia en la Universidad Autónoma de Barcelona y actualmente reside en Cataluña.