¿Cuál es la democracia que queremos? Es la pregunta que se banalizó entre tecnicismos y sistemas electorales más o menos viciados. Sin embargo, la esencia misma de este cuestionamiento proviene de otro origen, y por medio de este escrito buscaremos plantear una alternativa de respuesta.
por Alejandro Berezin y Francisco Núñez
Imagen / Concentración de apoyo al “No”, campaña para el plebiscito de 1988. Fuente: Wikipedia.
Venezuela y su situación sociopolítica han sido un tema de profundo debate desde hace años, y por más que en reiteradas oportunidades la derecha chilena ha instrumentalizado la crisis venezolana para desviar la atención de temas nacionales o para alegar una -totalmente ilegítima- superioridad moral, no podemos esquivar la relevancia de la discusión sobre la república bolivariana ni mucho menos hacer “ojos ciegos” frente a la situación crítica a nivel humanitario que están viviendo cientos de miles de personas en la nación gobernada por Nicolás Maduro. Ha surgido entonces el profundo cuestionamiento a qué status atribuirle a la situación venezolana y desde ese punto de partida se han establecido dos puntos centralmente relevantes: el primero, la delimitación de lo que será concebido como una democracia, para lo cual es importante retroceder un par de pasos y descartar la idea de que esta definición puede reducirse a una simple cuestión jurídica o técnica. Precisamente en función de lo anterior surge el segundo punto, la falsa dicotomía entre la dictadura y la democracia como posibilidades absolutas de organización en la administración del Estado; existen gradualidades y sobre todo, ópticas ideológicas que van a determinar el estado de un gobierno y su relación con el pueblo.
En este sentido, el debate en torno a Venezuela no ha logrado escaparse de la pauta que se suele dar en conflictos similares, y ello genera una suerte de concatenación de lógicas que interfiere en la apropiación de la izquierda de la democracia. Cuando se piensa al clivaje de democracia-dictadura se tiende a medir según qué tan presente está el poder coercitivo y coactivo en los gobiernos. Así, un gobierno es catalogado como dictatorial en tanto sea represivo, lo que impone esta óptica como indicador unívoco de qué o cómo es la democracia. Por consiguiente, esta manera de interpretar al poder nubla discusiones sustantivas para avanzar hacia una sociedad más democrática, pues fija sus parámetros en los excesos el poder y no en sus esencias y, por lo tanto, se genera un debate con un gran vacío político. De ello deviene la respuesta de la derecha que, a través de su clásica mirada legalista, produce aún más abismos para entablar criterios que determinen cómo debe ser una democracia robusta.
Desde la izquierda chilena, por ejemplo, se soñó con que una vez acabada la dictadura cívico-militar, volverían las y los sujetos revolucionarios que transformarían la sociedad, ya que se les persiguió durante casi dos décadas. Sin embargo, esto no fue así, puesto que de hecho, el carácter represivo, torturador y asesino del mandato dictatorial de Pinochet era solo una de las aristas del proyecto político de la derecha chilena. En concreto, lo más duradero de la dictadura no fueron sus violaciones a los Derechos Humanos de manera sistemática, sino más bien una serie de reformas que privatizaron al Estado chileno, convirtiéndolo en un Estado subsidiario, la usurpación de los derechos sociales al pueblo chileno y, sobre todo, introducir el pensamiento neoliberal a la sociedad chilena que entrampa todo intento de transformación de esta. Esta fue la esencia del proyecto político de la derecha chilena y, es justamente esto, el legado que hasta hoy perdura y precariza nuestras vidas.
Por tanto, creemos que el debate respecto al clivaje democracia-dictadura, está en primer lugar, perturbado por una fetichización del poder y una insensata mirada legalista. Clara es la experiencia brasileña con Bolsonaro quien, a pesar de que triunfó por vías legales para la democracia liberal de mercado, lidera un gobierno homofóbico, racista y fascista, es decir, a todas luces un gobierno antidemocrático. Y, en segundo lugar, como consecuencia al cómo se entiende esta discusión, se dificulta y entorpece la disputa del carácter de la democracia y el objetivo de recuperar este concepto como izquierda del siglo XXI, para así generar sentido a través de él.
Entonces, ¿cuál es la democracia que queremos? Es la pregunta que se banalizó entre tecnicismos y sistemas electorales más o menos viciados. Sin embargo, la esencia misma de este cuestionamiento proviene de otro origen, y por medio de este escrito buscaremos plantear una alternativa de respuesta. Proponemos entender la democracia como la soberanía de las y los individuos sobre sus propias vidas, en un marco que permita no solo una realización de nivel personal, sino que permita la organización propia de los pueblos para disputar permanentemente el carácter del Estado. En palabras de Toni Negri, estamos hablando de la democracia como el ejercicio insurrecto de un poder originario, autónomo, que persigue la ruptura drástica y definitiva del sistema jurídico existente. En concordancia con lo anterior, y como una extensión necesaria, debemos comprender que una democracia radical y plena no puede ser posible en ausencia de derechos sociales, la supervivencia y capacidad de desarrollo son factores fundamentales para hablar de una sociedad con cimientos democráticos. Es así que el reconocimiento del rol público del ejercicio de la ciudadanía será aquel que pavimente el camino para una avanzada democratizante, lo que debe finalmente llevarnos hacia una conclusión transversal: En ausencia de lo público, con una supremacía del Mercado, y sin feminismo, no existe democracia posible, por más elecciones del 50% más uno que se lleven a cabo. La democracia liberal no da el ancho para asegurar ni la dignidad, ni el reconocimiento, ni la integridad del pueblo que le da sentido a la existencia propia del Estado.
Finalmente, el llamado es a abrir el debate sobre el carácter de la democracia, con responsabilidad y perspectiva de disputa. Es clave observar con mirada histórica y con una matriz materialista las experiencias de los países de la región, para entender qué elementos destacables deben ser replicados en esta pugna por la democracia, y a su vez, aprender de los errores cometidos para no replicarlos y representar una alternativa real, seria y confiable para los pueblos. La inexistencia de una llegada golpista a un gobierno no asegura de ninguna manera la condición democrática de un régimen. Existe entonces la necesidad de analizar con un lente crítico la situación crítica de países como Venezuela, pero asimismo, mantenerse alerta a los profundos vicios democráticos en gobiernos que llegaron al poder defendiendo los intereses de las clases dominantes y con las banderas del neoliberalismo en alto, y sin duda, preparar y articular movimientos sociales robustos que hagan frente a la ofensiva neofascista emergente en latinoamérica, de personajes como Jair bolsonaro o José Antonio Kast.