En Chile, más que en muchas otras partes, el Estado es el lugar de unificación de las clases dominantes. Dicha unificación también es en el tiempo, en la legitimación de un discurso histórico que liga a los dominantes de todo tiempo, un hilo que hace que el derecho de los ricos del Imperio Romano sea la base del derecho de los ricos de hoy. Rodolfo Walsh, periodista argentino que luchaba por la libre expresión como derecho de los subalternos y perseguidos, lo decía así en “¿Quién mató a Rosendo?”: “Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes y mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia parece así una propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas”. Una posible verdad oficial sobre los últimos 50 años, redactada en una mesa acordada por el mismo duopolio controlador del Estado en esas décadas, no augura nada bueno para la construcción de un patrimonio histórico de luchas populares y así no volver a empezar de cero.
por Cristóbal M. Portales y Luis Thielemann H.
Imagen / manifestación de apoyo a la Dictadura y a Pinochet, Santiago, 1976. Fuente: Wikipedia.
El amplio debate que se ha dado sobre el fascismo, los Derechos Humanos y los hechos de la historia reciente, en este y otros medios, responde tanto al “espíritu del período” marcado por la desconfianza institucional, como a una historicidad permanente de luchas contra la impunidad que hace décadas no ha cesado. Así, se vuelve relevante entrar en algunas discusiones, específicamente aquellas que nos convocan como avecindados al oficio de la historia. En específico, quisiéramos discutir el apoyo desde importantes sectores de la izquierda hacia la idea de legislar para penalizar el negacionismo respecto de la Dictadura. Así, quisiéramos plantear algunos puntos críticos al texto publicado por Susana González y Pablo Seguel, en el que defienden el sentido de dicho proyecto.
En la línea de la indicación aprobada por la Comisión de DDHH, el artículo sostiene que el negacionismo es “un discurso que hace apología del odio y la violencia”, lo que se sostiene argumentando “en el marco del derecho internacional en derechos humanos y también como en el ámbito ético-político”. Defender el derecho a expresar negaciones de los hechos de violaciones a los DDHH sería hacer vista gorda a lo que es un crimen de Estado, así como a las insuficiencias que han existido en materia de reparación. Esta justicia transicional y sus trabas generaron una cultura de la impunidad, la cual sería sostenida por sus principales beneficiarios, la derecha y la oligarquía, ambas comprometidas directa o indirectamente con las violaciones a los DDHH. Criminalizar el negacionismo, según los autores, es una forma de hacer frente a esta situación, pues eliminaría tal discurso del espacio público, permitiendo desmontar la cultura de la impunidad.
El texto aporta a dar cuenta del estado del conflicto por los DDHH, ilustrando los límites de la reparación, así como resaltando el carácter interesado de estos límites. Esta caracterización de la justicia transicional se suma a los textos de Riobo y Díaz, quienes discuten sobre la necesidad de transformar el actual Tribunal Constitucional para enfrentar la impunidad y construir la democracia. A diferencia de estos textos, el de Seguel y González propone, además de la lectura, una forma de acción. Estando de acuerdo con la lectura, es la acción punitiva propuesta por estos últimos autores lo que queremos discutir.
La emergencia de una derecha con pretensiones tan reaccionarias como masivas hace indudable la necesidad de enfrentar sus discursos sobre el pasado, especialmente respecto de la violencia de la Dictadura. A fin de cuentas, son estos discursos los que legitiman el accionar de una comunidad política, definiendo bases mínimas y límites claros sobre lo posible, respecto de fines e intereses históricamente compartidos. En este sentido, negar a la víctima es negar tanto sus sufrimientos como sus luchas. Sin embargo, creemos relevante preguntarnos en qué medida criminalizar la posición contraria es suficiente. Sostenemos que no es posible con tres argumentos. En primera instancia, porque la propuesta de penalización es una medida que busca zanjar desde el Estado un debate que, teniendo una clara veta judicial, suele desbordar ese mismo aspecto y aflorar más allá de él y, a pesar de legislaciones que lo restrinjan. En segundo lugar, porque incluso puede servirle a quienes defienden el negacionismo, ampliando su repertorio discursivo e imaginario y porque lo hace atractivo. Finalmente, porque armar al Estado contra la libertad de expresión de los fascistas es un arma de doble filo para posiciones políticas subalternas.
Sobre el primer punto, sin dejar de reconocer que el Estado tiene un lugar fundamental en la elaboración tanto de la memoria (recuerdos individuales y colectivos) así como en el de la historia (el análisis crítico y fundado de lo acontecido), este se ha mostrado históricamente insuficiente para determinar la forma en que las sociedades definen sus comprensiones sobre el pasado. Stalin, asfixiado en Moscú por el ejército nazi, reavivó el fuego cristiano sin mucha dificultad luego de décadas de represión y verdad oficial sobre la religión. Tanto la historia como la memoria son formas de acceso al pasado siempre con importantes grados de determinación desde el Estado, pero incluso cuando éste ha actuado de forma deliberada por imponer una verdad al respecto, se ha visto en serias dificultades al trazar polaridades absolutas o líneas absolutamente claras entre víctimas y victimarios. ¿Quién será el gran satán de los hechos de la Dictadura? ¿Pinochet, Manuel Contreras o el vecino que guardó silencio ante el secuestro que vio de madrugada en la década de 1970? La memoria no es algo que se reproduzca sólo en el debate público o en la educación formal, sino que se reproduce en las diversas comunidades en un sinfín de interacciones imposibles de vigilar, aunque así lo deseen algunos excitados discursos progresistas de coqueteo totalitario. Si se acordara atacar con el poder del Estado aquellas expresiones que ponen en duda la calidad de víctima y se insistiera en una verdad histórica oficial, tal vez dicha penalización terminaría solo por invisibilizar aquellas memorias que se reproducen día a día en privado, y que esperan mejores vientos, o buenos disfraces, para aflorar.
El proyecto es claro en señalar que se busca penalizar sólo la negación a hechos concretos, y las sanciones son amplias, van desde multas hasta cárcel e inhabilitación para ejercer cargos públicos. El problema es que es posible poner en duda la condición de víctima, a la vez que se asumen los hechos. Así lo hacen quienes señalan que las víctimas no eran blancas palomas, relativizando su condición de víctima sin negar su carácter de muerto, torturado o desaparecido. El lenguaje y la visualidad son suficientemente ricos como para ocultarse en palabras o símbolos ambiguos. Este hecho haría necesaria la realización de investigaciones de difícil finiquito y poco claras conclusiones, así como de juicios muy subjetivos sobre qué es aceptable o no de una posición pública.
A pesar de que es real que estos costosos avances dificultan la expansión de ideas y posiciones antihumanas, es razonable dudar de que los efectos de esta medida sean sólo positivos, aun cuando sean meramente simbólicos. Y es que estamos hablando, desde la izquierda, de reforzar la vigilancia por parte del Estado, más aún, a los comportamientos ideológicos y discursivos, espacios vitales para la política, el campo por excelencia para el ejercicio de la libertad. Pero así y todo, ¿no es acaso evidente el problema de entregarle el control de la libertad de expresión a un Estado que, así como lo demuestra la justicia transicional planteada por diversos autores, está ideológicamente comprometido con los vencedores de 1973? Se supone que la izquierda tiene por fin último la libertad de los socialmente iguales, y no el orden sin fricciones de la desigualdad. Por lo tanto y aunque debería profundizarse en otro espacio, se debe perder el miedo a la expresión popular cuando esta parece no gustar. Suena ridículo tener que recordar que un pueblo emancipado es un pueblo autónomo y no uno al que el Estado deba indicarle hasta cómo y sobre qué expresarse.
Observando el caso típico que es el alemán, podemos ver que la prohibición de reivindicar la violencia fascista histórica mediante objetos de memoria o de sugerir discursos alternativos sobre los hechos de 1930 – 1945, hizo que grupos reaccionarios acudieran a símbolos históricos más antiguos para su imaginario y a argumentos históricos complejos, lo que redundó en un enriquecimiento simbólico y argumentativo de sus propuestas. No debemos desechar esta sofisticación de la mentira y el odio, pues aunque sea aquello, recurrir a la verdad no es fácil en estos tiempos de creciente barbarie antimoderna. Al apropiarse de imaginarios históricos más lejanos, el fascismo saca ventaja del vago contenido ideológico al que están asociados, mientras se permiten presentarse como continuadores de un orden común a toda la nación. Lejos de calaveras o svásticas, las oscuras brigadas de la DINA se llamaban con nombres en mapudungún, y el partido de Kast recupera la llama tricolor presente en las imágenes de la independencia. La creación de una verdad oficial que persiga penalmente al relato postfascista, permite a éste –por contrapunto– mostrarse en rebeldía ante la desprestigiada política institucional, posibilitando que figuras como Kast jueguen el papel del outsider que viene a romper con la corrupción de los actuales administradores del Estado. Buscando perseguir la acción fascista, los obligan con todo el poder del Estado a asumir el rol del renovador de la nación, representante del agotamiento popular, al que los parásitos del Estado quieren acallar. Un guión demasiado repetido como para caer en él como una trampa.
El más reciente y brutal caso es el polaco, en Polonia, se optó por resolver la complicada historia nacional a través de la ley. La disputa sobre “lo que realmente ocurrió” en los años del nazismo en el siglo XX, como hemos insistido en este texto, fue resuelta por los grupos que controlan el Estado, a saber, la élite, conservadores y ultranacionalistas. La ley hoy impide hablar, incluso a los historiadores, del rol activo de la población polaca en los crímenes del nazismo, a pesar y en contra de la apabullante evidencia histórica al respecto. La mistificación brutalmente falaz del rol jugado por los civiles polacos en el Holocausto, y su uso como argumento de la represión de la disidencia al poder en el país, es el puerto de llegada de la expansión de la soberanía estatal sobre la memoria. Por otra parte, carecemos de ejemplos de cómo estas legislaciones han impedido el resurgir de discursos fascistas o totalitarios allí donde se han aplicado.
Por último, este tipo de censura podría marcar un precedente peligroso para la izquierda revolucionaria, en la que, más allá de las consignas, asuntos como la violencia política o la táctica dictatorial no están declarados obsoletos. Así como se busca zanjar desde arriba la discusión sobre el terrorismo de Estado, lo mismo podría pasar con las propuestas radicales en lucha social violenta, política económica, reorden social, etc. ¿Acaso nadie ve que probablemente discutir sobre el carácter del Estado en 1990, como elemento definitorio del carácter político del asesinato de Jaime Guzmán, puede terminar penado por ley? En la medida en que se busca dejar fuera posiciones que atenten contra el orden político y social, es posible que la legislación sobre el pasado margine e invisibilice posturas consideradas irresponsables por los ojos del poder y los defensores de la estabilidad capitalista. De manera parecida, podríamos terminar invisibilizando a las y los luchadores sociales, que se dispusieron a la violencia, al encerrarlos en la categoría de “víctimas”. Recordarles sólo por las violencias que sufrieron a mano del Estado es desatender que la violencia estatal tuvo un fin: detener y extirpar por las armas el proceso de radicalización popular. También es negar el hecho histórico de esa digna violencia ante lo humanamente insoportable.
Así, se termina por negar una de las principales tareas de la práctica del oficio del pasado por parte de aquellos que nos sentimos militantes “en el sentido histórico del término”, diría Marx, de la lucha por la emancipación humana, que es la construcción de una historicidad a contrapelo de la centralidad propietaria en la narrativa sobre el pasado. En Chile, más que en muchas otras partes, el Estado es el lugar de unificación de las clases dominantes. Dicha unificación también es en el tiempo: en la legitimación de un discurso histórico que liga a los dominantes de todo tiempo, un hilo que hace que el derecho de los ricos del Imperio Romano sea la base del derecho de los ricos de hoy. Rodolfo Walsh, periodista argentino que luchaba por la libre expresión como derecho de los subalternos y perseguidos, lo decía así en “¿Quién mató a Rosendo?”: “Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes y mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia parece así una propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas”. Una posible verdad oficial sobre los últimos 50 años, redactada en una mesa acordada por el mismo duopolio controlador del Estado en esas décadas, no augura nada bueno para la construcción de un patrimonio histórico de luchas populares, y así no volver a empezar de cero.
La batalla por la memoria no puede ser abarcada por la ley. Esta puede guiarla, darle libertad al debate o constreñirlo, pero no tiene cómo finalmente controlarlo. Por tanto, es necesario mantener una permanente crítica a la violencia de Estado, del pasado y de hoy, en Chile y donde sea, así como también a su interesada incapacidad de hacerse cargo de impedir los abusos y violaciones a los DDHH. No obstante, si queremos reivindicar las luchas que llevaron a esa violencia, debemos hacerlo combatiendo al fascismo de frente, ganando los debates y estableciendo comunidades de sentido para el campo popular, de forma autónoma y sin depender del Estado. Como señala Nicolás Román en esta misma revista, el fascismo es la cara reaccionaria del desmantelamiento de las relaciones sociales. Invisibilizarlo de la política no hará que desaparezca, sólo confundirá más a quienes durante décadas han visto sus anhelos e intereses ignorados por esa política.